Rodrigo ni siquiera la escuchó llamar a la puerta, estaba tan irascible que tuvo que levantarse de la silla para tomar distancia y darse unos minutos para pensar.
El pulcro y pálido color de las paredes confrontaba con los oscuros pensamientos que no dejaban de comprimir su cerebro. Necesitaba relajarse, estaba demasiado tenso y eso no era nada bueno. Debía empezar a hablar claro. Solo él sabía cómo iba el caso.
La tarima, en un tono nogal oscuro, crujió como si quisiera avisar a los allí presentes de que el dueño de ese despacho estaba a punto de explotar.
—¡No arriesgaré todos estos años de pistas recabadas para que ese hijo de puta quede libre al día siguiente! —gritó un enfurecido juez.
Los sentidos de Rodrigo se activaron. Parecía que estuviese perdido en un limbo atemporal.
—No tenemos nada —susurró Rodrigo sin mirar a ninguno de esos dos hombres con los que compartía estancia. El silencio que se creó podría compararse con el de la antesala de la muerte.
—¿Cómo que no tienen nada, inspector? ¡Explíquese! —ordenó el juez.
—Cada una de las pistas que seguimos nos llevan a un callejón sin salida, magistrado. Ese ruso tiene mucho cuidado en no cometer errores. Solo han cometido uno y no es suficiente para detenerlo. Las pruebas serían desestimadas nada más presentarlas. Este caso necesita un empujón —concluyó Rodrigo, buscando con la mirada al juez Alcázar—, y ese hombre puede ser el encargado de darlo.
Ante las presiones de Rodrigo, el juez arrugó el gesto de tal modo que las gafas de montura al aire se le escurrieron de su minúscula nariz. Nervioso, se las recolocó al tomar asiento de nuevo. El comisario siguió a su ilustrísima señoría.
La tensión se podía equiparar a la de una torre de alto voltaje. Los tres habían acabado levantándose de sus asientos intentando defender sus argumentos.
—De acuerdo, inspector, veamos qué información nos facilita. Pero no se haga ilusiones, no puedo asegurarle que lleguemos a un acuerdo. Escucharemos las exigencias del abogado y la supuesta información que tiene sobre las desapariciones. Sin embargo, le repito que, si no justifica lo que nos dice, se encontrará de nuevo en un callejón sin salida. ¡¿Ha quedado claro?! —sentenció con sus palabras como si estuviera ante los tribunales. — Rodrigo y el comisario asintieron sin añadir nada. Bastante habían conseguido como para seguir jugando al gato y al ratón —. El viernes los quiero a los dos en mi despacho. —Con esas abruptas palabras, dieron por concluida la reunión.
Rodrigo y su jefe abandonaron el despacho del juez Alcázar sumidos en un mutismo absoluto. Parecía que ninguno de los dos tuviese fuerzas para comentar lo que ahí se había dicho. El comisario Morales no es que no hablara por miedo a que diera comienzo una discusión absurda entre ellos dos, sino porque no podía dejar de observar que su inspector jefe —ese hombre paciente, astuto y obstinado— estaba demasiado susceptible. No sabía cómo acabaría Rodrigo si el caso no avanzaba.
Se le notaba ausente, pensativo y tenso. Era como si su mente estuviera maquinando el nuevo paso a dar con la información que había recibido hacía unos minutos. Ese rostro ojeroso y de mirada perdida hablaba por sí solo y este decía que el caso se le estaba haciendo cuesta arriba.
—¿En qué piensas, Rodrigo? —preguntó Eduardo.
—Pienso en que necesitamos esa información. Es la única oportunidad que tenemos para agarrarlos por los huevos. —Ya has escuchado al juez Alcázar, no es seguro que lleguen a un acuerdo. Tenemos que estar preparados para lo peor.
—Esa opción no me vale, necesito esa información.
El comisario suspiró. No había nada peor que ver cómo uno de sus mejores hombres se involucraba demasiado. —Rodrigo, debes tener paciencia. Sé que antes o después los atraparás. Necesitas descansar para pensar con claridad. ¿Hace cuánto que no sales? —Rodrigo no contestó—. Me lo imaginaba… Evadiéndote, podrás ver las cosas desde otra perspectiva. No puede ser todo trabajo.
—¿No me has escuchado hace un momento? No avanzamos, Eduardo. Se me agotan las ideas. Cada día que pasa, rezo para que no nos llegue una nueva desaparición. —El tono de voz sonó tan desesperado que Eduardo se compadeció.
—No puedes dejar que los acontecimientos te superen. Es trabajo. Tú haces todo lo que puedes con los medios que dispones.
—Ya lo sé, pero… ¿cómo lo hago? ¡Venga! Dime, ¿cuál es el truco? —preguntó con sorna.
Eduardo conocía a Rodrigo desde que, prácticamente, era un chiquillo. Tenía veinte años cuando aprobó las oposiciones para ser policía y fue en la primera comisaría que le asignaron donde lo conoció. Era un muchacho ávido por saber, por aprender y superarse en la vida, de esas personas que sabes que llegarán lejos porque les apasiona lo que hacen y disfrutan aprendiendo cosas nuevas cada día.
Él, que era uno de los inspectores jefe más valorados en la UDEV, parecía que había perdido esa chispa que años atrás era el motor en su carrera, y a Eduardo le dolía tener que ver a ese hombre tan ambicioso y perseverante dejándose arrastrar por un caso que, con el tiempo y como siempre ocurría, acabaría resolviéndose y quedando atrás como tantos otros. Aunque parecía que su amigo y subalterno lo había olvidado.
—Rodrigo, me obligas a hablarte como tu jefe —sostuvo impasible—. O te tomas este trabajo como lo que es o, si veo que tu integridad física o psicológica corre algún riesgo o incluso percibo que el caso puede salir perjudicado porque te pases de la raya, te retiro del mismo inmediatamente. ¿Me has entendido?
Rodrigo apoyó la frente en la fría madera que cubría el bastidor del ascensor y alzó a ambos lados sus manos. «Lo que me faltaba», pensó. Su jefe sería capaz de eso y mucho más.
Así que, con los ojos cerrados y ejerciendo una presión que le comprimió el rostro de impotencia, contestó:
—Entendido, jefe.
—Puedo parecer un cabrón, pero, si lo analizas, te darás cuenta de que lo hago por el bien de todos. Sobre todo, por ti. Solo hace falta mirarte para saber que el caso está empezando a hacer mella en tu salud.
—Descuida, que, de momento, la cabeza me rige —ironizó con desdén, separando la frente de la madera lacada y recolocándose el alborotado cabello tras las orejas.
—¿Te has mirado en el espejo, Rodrigo? Y no me digas que lo haces todos los días porque, si fuera así, no estaríamos manteniendo esta conversación —se adelantó Eduardo a decir, un tanto exaltado—. Sal este fin de semana, disfruta con tus amigos, deja de pensar en el maldito tema o tu obsesión tendrá graves consecuencias.
—Lo intentaré —fue lo único que consiguió decir.
Arantxa, sentada al volante del Citroën C4, sopesaba cómo abordar a la sospechosa con la única intención de ganarse su confianza y hacer que hablara de Konstantin Sokolov.
Su desarrollado instinto le decía que algo gordo se estaba cociendo y que aquella mujer podría ser la que contestase a esas preguntas que aún figuraban con un interrogante o, simplemente, ni siquiera se habían planteado.
Las fotografías que les tomaron cuando Sierra y ella se encargaban de la vigilancia encubierta de la señorita Irina evidenciaban que Konstantin y ella se conocían, aunque, para Arantxa, esa manera que tenía de mirarse y controlar sus impulsos le hacía suponer que entre ellos había más que una bonita amistad. Arantxa estaba segura de que esos dos compartían colchón, si no era algo más. Esperaba que no fuera amor lo que los uniera, porque si no, estarían jodidos. ¿Qué mujer enamorada traicionaría a su pareja y lo lanzaría a las garras de la justicia? Ahí estaba el problema, el muro firme y resistente que tendría que derruir si entre esos dos sujetos hubiera más que un simple aquí te pillo, aquí te mato.
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