Davinia Váfer - La niña del barrio rojo

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Chandani Villamayor, natural de la
India y adoptada por su psiquiatra con seis años, ha logrado forjar un temperamento fuerte, terco e independiente, aunque no ha conseguido espantar a los fantasmas del pasado ni superar los traumas que le tocó vivir en el barrio de Kalighat, cuando solo era una niña. Rodrigo Torres, el inspector-jefe del departamento de la UDEV, se encuentra en un callejón sin salida en la investigación de unas desapariciones en la capital. Sin embargo, una llamada inesperada del juez Alcázar aportando nuevas pesquisas vuelve a reactivar su obsesión por el caso y, lo que menos espera, es que la mujer con la que ha chocado su automóvil se convierta en la víctima a la que tendrá que proteger. Pero ¿por qué es tan importante esa mujer? ¿Qué tiene que ver con los casos que está investigando? Y, sobre todo, ¿qué oculta de su infancia que la lleva a tener un temperamento explosivo cuando los acontecimientos la superan? Secretos, celos, misterio, amor, intriga, traición… acompañarán cada una de las páginas de esta novela. ¿Quieres descubrirlas? Te reto a que lo hagas en la primera parte de la
bilogía Kalighat.

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Mientras observaba aquella escena como si fuera la de una película policiaca, un policía demasiado joven, o eso le pareció a ella, le entregó su bolso y el teléfono móvil.

—Revise su bolso y compruebe que no le falta nada. Después, firme este documento donde confirma que ha recogido sus pertenencias y que está todo en orden.

Chandani, deseando salir de allí, revolvió el interior del bolso sin prestar mucha atención.

—Está todo. Gracias, agente. —Firmó el recibo de entrega.

—Tome, Chandani, este es el parte amistoso que rellené ayer tras el accidente aceptando mi culpabilidad. Preséntelo en su aseguradora para que le arreglen el coche. —Le entregó una hoja tamaño folio en color amarillo pastel y de un azul eléctrico en el dorso.

—Gracias de nuevo, Rodrigo, no merezco tanta comprensión por su parte. —La vergüenza volvió a percibirse en sus ojos, aunque, en ese instante, lo miraba sin ocultarlos.

—Ahí tiene mi número de teléfono. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme —añadió él recolocándose el moño desordenado, que tan poco le gustaba a su padre que se hiciera pero que tan suyo era a su vez, para acallar a ese lascivo duendecillo que analizaba esa sugerencia tan amplia. «Sí…, sí…, para cualquier cosa. ¿Está ligando, inspector?». Rodrigo carraspeó.

—Gracias otra vez, agente. — Chandani le estrechó la mano dejando en ese saludo la nefasta experiencia de ser una delincuente.

Abandonó la comisaría abrumada. Después de lo ocurrido, por fin estando sola, ya podía dejar de fingir que aquello solo había sido un error más en su vida. No le quedaba otro remedio que asumir que necesitaba más ayuda de la que se imaginaba. Su madre llevaba razón, no estaba tan recuperada como ella se creía.

La realidad era que, para Chandani, todo aquello fue como permitir que la cicatriz de su corazón se viera amoratada al revivir los traumas de su infancia. Sacudió la cabeza dejando el victimismo a un lado, aunque lo apuntó en tareas pendientes que tratar con su terapeuta. En aquel momento, lo importante era encontrar un taxi que la llevara a tiempo al trabajo.

Sacó su teléfono móvil del bolso y la oscuridad en la pantalla le hizo recordar que la última vez que lo miró marcaba un treinta y cinco por ciento de batería. «Genial, no puedo llamar a un taxi», pensó.

—Las cosas siempre pueden ir a peor —dijo con sorna. Sin tiempo que perder, salió corriendo en dirección al trabajo con la esperanza de encontrar un taxi mientras se dirigía hacia allí.

—Chandani, ¿quiere que la lleve a su casa? —le preguntó ese hombre tan condescendiente al que había conocido y al que, de nuevo, parecía que los dioses ponían en su vida para enderezar su destino.

—No, gracias, bastante considerado ha sido conmigo para también hacerle perder el tiempo. Cogeré un taxi.

—¡Suba! —exigió Rodrigo.

—No… No…, se lo agradezco, pero tengo que ir al trabajo.

—Mejor aún, llegaremos antes —añadió el inspector, usando esas palabras mágicas que necesitaba escuchar la joven si no quería meterse de nuevo en un lío.

Sin pensar demasiado en lo caradura que era, aceptó.

—No sé cómo voy a pagarle el favor que me está haciendo, agente.

«Ya me encargaré yo de cobrarte», pensó el libertino duendecillo que convivía en el subconsciente del inspector.

—Por favor, llámeme Rodrigo. Dejé de ser agente hace unos años —declaró con naturalidad observando al conductor que los precedía.

—¡Disculpe! Pensé que trabajaba en la comisaría —se sorprendió.

—Hace unos años que no trabajo allí. Ahora soy inspector jefe de la Policía Judicial. ¿Y usted, dónde trabaja? —preguntó.

—Estoy trabajando en una empresa de comunicaciones justo al lado de donde tuvimos el accidente. Aunque solo es temporal, en realidad. Soy psicóloga.

—Interesante…

—¿Por qué es interesante? —preguntó extrañada.

—El trato que tengo con psicólogos y trabajadores sociales en el trabajo no es que sea muy habitual, pero siempre me han parecido personas tranquilas, con gran sentido de la empatía y mucha facilidad para escuchar. Muy diferente a como se comportó usted ayer. —Chandani se ruborizó al mencionar lo ocurrido—. ¡Perdone! No quería incomodarla. Quedamos en que todo estaba olvidado.

—No se disculpe, lleva razón, no fue el comportamiento más ejemplar. No tuve un buen día, de hecho…, ¡fue un día de mierda! —confesó.

—¿Y qué le pasó? —preguntó Rodrigo con una sonrisa para cambiar de tema.

—El orangután de mi jefe…

—¿Su jefe es un orangután? —bromeó Rodrigo.

Ella, con gesto risueño, sonrió.

Rodrigo no era de esos hombres a los que con facilidad les salían solas las bromas, sin embargo, con ese banal chascarrillo, pudo escuchar el murmullo de su risa que, como si fuera la melodía de un instrumento ancestral, lo cautivó.

—Más bien, su comportamiento es el de un orangután —rectificó—. Llevo unos días teniendo problemas con unas averías y él no quiere mandar a un técnico para que las solucione. Ayer amenazó con despedirme —confesó.

—Entiendo. —Rodrigo no quería llegar a su destino. Deseaba seguir conociendo a esa muchacha, seguir conversando y saber de ella—. Ya estamos cerca —dijo para ocupar el silencio que se había instalado entre sus pensamientos y el habitáculo.

—¡Aquí, inspector! ¡Trabajo aquí! —agregó efusiva al ver a su amigo Toni buscándola entre sus compañeros.

Rodrigo detuvo el coche de inmediato, tal y como haría un taxista por exigencias de su cliente, y pulsó un botón, con el que se accionó el freno de mano.

—Muchas gracias otra vez, y disculpe por lo de ayer —añadió.

Se bajó del vehículo tras ella para acompañarla.

—Si tiene algún problema con la aseguradora, llámeme.

Ella asintió ligeramente y, en compensación a sus atenciones, le regaló de nuevo esa dulce sonrisa que Rodrigo se obligó a guardar en su retina. No quería despedirse de ella, pero tampoco tenía excusa para no hacerlo.

—¡Dani… Dani! —gritó su amigo Toni.

—¡Toni! ¿Qué haces aquí? ¿No se supone que entras en el turno de tarde? —preguntó Chandani.

—Amiga, esa no es la pregunta. ¿Dónde narices te has metido toda la noche? —exigió saber preocupado y con gesto molesto—. Me tenías acojonado. ¿Es que no puedes llamar o coger el teléfono? —la riñó. Aunque, al ver la presa que había cazado su amiga, empezó a comprender todo—. Ya entiendo —susurró cómplice—, solo hay que ver con quien vienes para entender lo que ha sucedido —añadió con picardía sin dejar de abrazarla. La petarda de su amiga se lo había hecho pasar fatal toda la noche.

Chandani se ruborizó ante las insinuaciones de su amigo.

—Anda, Toni, no digas tonterías. —Intentó quitarle importancia al comentario mordaz que su amigo acababa de hacer—. Mira, te presento al inspector Torres. Rodrigo, este es mi amigo y compañero de piso.

—Encantado.

Ambos extendieron sus manos para saludarse.

—Entonces, si no has pasado la noche con él, ¿se puede saber dónde te has metido? No he pegado ojo pensando que algo malo te había pasado.

Chandani puso los ojos en blanco y rogó para que la tierra la tragase. Pero ¿cómo se podía ser tan descarado? ¿Qué iba a pensar el inspector de ella si su amigo con tanta ligereza decía esas cosas?

—Luego te cuento. Es una larga historia —murmuró incómoda.

—Entonces, vamos a desayunar a la cafetería, que todavía te quedan diez minutos para entrar y me haces un resumen. ¿Le apetece acompañarnos, inspector?

—No, gracias, se me hace tarde.

—Muchas gracias de nuevo, Rodrigo —se despidió Chandani.

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