Davinia Váfer - La niña del barrio rojo

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La niña del barrio rojo: краткое содержание, описание и аннотация

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Chandani Villamayor, natural de la
India y adoptada por su psiquiatra con seis años, ha logrado forjar un temperamento fuerte, terco e independiente, aunque no ha conseguido espantar a los fantasmas del pasado ni superar los traumas que le tocó vivir en el barrio de Kalighat, cuando solo era una niña. Rodrigo Torres, el inspector-jefe del departamento de la UDEV, se encuentra en un callejón sin salida en la investigación de unas desapariciones en la capital. Sin embargo, una llamada inesperada del juez Alcázar aportando nuevas pesquisas vuelve a reactivar su obsesión por el caso y, lo que menos espera, es que la mujer con la que ha chocado su automóvil se convierta en la víctima a la que tendrá que proteger. Pero ¿por qué es tan importante esa mujer? ¿Qué tiene que ver con los casos que está investigando? Y, sobre todo, ¿qué oculta de su infancia que la lleva a tener un temperamento explosivo cuando los acontecimientos la superan? Secretos, celos, misterio, amor, intriga, traición… acompañarán cada una de las páginas de esta novela. ¿Quieres descubrirlas? Te reto a que lo hagas en la primera parte de la
bilogía Kalighat.

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Sentados en los taburetes anclados al suelo que disponía la barra de la cafetería, Rodrigo pidió el desayuno que siempre tomaba su hermana y él se rindió al tercer café de la mañana.

—¿Vas a venir a cenar mañana a casa? —preguntó ella, acomodándose en el taburete.

—No sé si podré, Lucía, tengo mucho trabajo.

—¡Siempre la misma excusa! ¿No te sabes otra? Porque la verdad es que esta huele a rancio. —Rodrigo prefirió obviar el comentario y fingió no haber escuchado lo que la lengua viperina de su hermana había dicho. Si no, tendría que aguantar la cantinela de nuevo—. Últimamente, nos tienes abandonados. Papá todavía no se ha recuperado de la muerte de mamá, necesita sentirse rodeado de sus hijos —expresó molesta—. Alejandro está en Londres y no puedo arrastrarlo hasta aquí, pero tú estás en España, así que necesito tu ayuda para hacerle sentir que es importante para nosotros. Sabes que soy capaz de llevarte a rastras, ¿verdad? —preguntó tan seria que Rodrigo pensó que, realmente, sería capaz.

—Haré todo lo posible, aunque no te prometo nada.

Su madre había fallecido hacía un año. Un fulminante cáncer de colon que apareció de improvisto se llevó su vida en tres escasos meses sin darles tiempo a asimilar que no volverían a disfrutar de su amor y de su compañía.

María era el pilar de todos, la confidente de sus hijos y la vida de Ramón. Su padre se derrumbó con la muerte de su mujer de igual modo que se desplomaron las Torres Gemelas de Nueva York. Él intentaba aparentar que, poco a poco, iba asumiendo su pérdida con resignación, pero el brillo en su mirada y su estampa apocada de hombros caídos, que resaltaba su cheposa espalda, le hacían parecer un hombre mustio, carente de alma y espíritu. Si su madre lo viera en el estado en que se encontraba, volvería a morirse del disgusto.

—Lucía, tengo que volver a la oficina —dijo, dejando un billete de diez euros en la barra.

—Mañana te veo, Rodri, que no se te olvide —le recordó llevándose la taza a la boca y rematando el poco café que quedaba. Ni siquiera lo miró.

—Está bien, lianta. —La besó en la mejilla mientras los ojos de su hermana se achinaron felices al entrar en contacto con los de él.

Chandani acababa de recibir un ultimátum por parte de su jefe y estaba que echaba chispas. El muy idiota, el cual no sabía hacer la «o» con un canuto, le recriminaba las dos averías sin resolver que le traían de cabeza desde hacía días.

El problema tenía fácil solución, como le repitió en varias ocasiones. Con los medios que disponía desde el ordenador, le era imposible hacer la instalación correctamente. No había otra solución que enviar a un técnico a la vivienda para que verificara qué estaba ocurriendo en la PTR. Claro está, al orangután de su jefe no le parecía buena idea porque acarrearía gastos a la empresa y sus objetivos se verían diezmados ante sus superiores. Así que no le quedó otra que aguantar el rapapolvo con la cabeza en alto y soportar esa sonrisa mezquina y de víbora que evidenciaba el poder que tenía. Si se descontrolase y le gritara en la cara lo que pensaba de él, estaría de patitas en la calle en un abrir y cerrar de ojos y, otra cosa no, pero necesitaba ese trabajo, aunque cada día le gustara menos.

Un sabor a óxido le reveló que debía relajar la mandíbula y liberar su lengua. El monstruo aullaba, quería salir fuera como fuese.

Abandonó el edificio sin mirar atrás, dejándose llevar por un remolino de destrucción que la elevaba a un estado emocionalmente crítico. Estaba rabiosa, su semblante furibundo y sus pupilas dilatadas escondían una expresión de felino encrespado a punto de saltar sobre su presa. Cualquiera que la hubiese visto abandonar en ese estado la oficina se hubiera preguntado qué tan grave era lo que su jefe le había dicho. ¿Acaso no tiene todo solución menos la muerte? Cuando el enfado enturbiaba su cerebro, daban igual las críticas, la educación y el respeto. El estado en que quedara el mundo tras su paso se la traía al pairo.

Atravesó la amplia avenida como un torbellino que levanta la materia a su paso y sin mirar hacia ambos lados, pero el chirriar de unos frenos al accionarse la devolvió a la realidad ipso facto, extinguiendo la conversación interna que mantenía y activando el murmullo mundano de la ciudad. «Casi me atropellan», se dijo desorientada.

Chandani se disculpó por su torpeza con el hábil conductor, aunque no tuvo que parecerle suficiente porque el muy trastornado no dejaba de increparle, a pleno pulmón, que si estaba loca.

Dejó al cincuentón allí plantado y se montó en su coche un tanto azorada.

Con manos temblorosas, introdujo la llave en el contacto y se dio unos minutos para tranquilizarse. Apoyó la cabeza en la parte habilitada del asiento para aquel fin, cerró los ojos y dio dos fuertes inspiraciones para intentar controlar esos resquicios de amargura que aún recorrían su cuerpo.

Abrió los ojos despacio y el reflejo de su rostro en la luneta delantera le hizo saber que ya había amainado la tormenta de sentimientos destructivos, pero aún sentía esa brizna fría en el cuerpo. No obstante, se veía capaz de conducir sin que corrieran peligro el resto de transeúntes o ella misma. Pulsó el botón de la radio y dejó que la música la envolviera. Una vez se vio preparada, pisó el acelerador y se incorporó al tráfico.

Una fuerte colisión contra su coche la dejó aturdida. Se llevó las manos a la cara para comprobar que no sangraba después del golpazo que se había dado contra el volante y miró al frente para intentar comprender qué había sucedido. Una nube de humo blanco y espeso como el de un cigarro fue lo único que encontró. «Pero… ¿qué narices ha pasado?».

El nubarrón blanco comenzó a disiparse como si Vaiu —el dios hindú del viento— arrasara con él de un fuerte soplido. Ante ella, un hombre aporreando el volante con una violencia salvaje dejaba sacar toda su rabia, lo cual le hizo pensar que había sido ella la que había cometido alguna imprudencia. Miró a cada lado y se encontró con que estaba bien situada en su carril, y que ese hombre solo podía haber salido del aparcamiento que se encontraba a su derecha. Así que la que tendría que estar echando chispas era ella, no él.

La indignación comenzó a calentar su torrente sanguíneo al pensar que, después de pasarse cinco largos años pagando las letras de su querido Volkswagen Polo, era muy probable que se fuera a la chatarra. Vamos, que se había quedado sin coche casi seguro.

El Monstruo, agarrándose aquella frustrante posibilidad, salió de su cueva, al igual que Chandani se bajó enfurecida del coche y fue hacia ese hombre que no la amedrentaría por mucho que maltratara a ese aro de cuero.

—¡Joder…, joder…, joder! —repitió Rodrigo sacudiendo el volante para calmar su enfado. «Pero ¡en qué estabas pensando, gilipollas! ¡Parece mentira que te pasen a ti estas cosas!», se recriminó dejando de dar golpes.

Ya más calmado y pensando que el mal ya estaba hecho, intentó abrir la puerta del conductor para salir del coche, pero, tal y como estaba el guarnecido interior, pensó que sería misión imposible. Tendría que bajarse por la puerta del acompañante. Se recostó en el asiento para llegar al tirador y, al abrir la puerta, un punzante dolor de costillas lo dejó sin respiración. Se sujetó la zona magullada y, como buenamente pudo, salió del vehículo.

Antes de que pudiera cerrar la puerta, y mucho menos disculparse por no haber estado todo lo atento que se tiene que estar al volante, una muchacha con el ceño fruncido y ojos de Lucifer se abalanzó sobre él y comenzó a golpearlo como si fuera un saco de boxeo.

—¡Tranquila! Señorita… Tranquila… ¡No se ponga usted así! —postuló Rodrigo, intentando detener sus envites.

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