Davinia Váfer - La niña del barrio rojo

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Chandani Villamayor, natural de la
India y adoptada por su psiquiatra con seis años, ha logrado forjar un temperamento fuerte, terco e independiente, aunque no ha conseguido espantar a los fantasmas del pasado ni superar los traumas que le tocó vivir en el barrio de Kalighat, cuando solo era una niña. Rodrigo Torres, el inspector-jefe del departamento de la UDEV, se encuentra en un callejón sin salida en la investigación de unas desapariciones en la capital. Sin embargo, una llamada inesperada del juez Alcázar aportando nuevas pesquisas vuelve a reactivar su obsesión por el caso y, lo que menos espera, es que la mujer con la que ha chocado su automóvil se convierta en la víctima a la que tendrá que proteger. Pero ¿por qué es tan importante esa mujer? ¿Qué tiene que ver con los casos que está investigando? Y, sobre todo, ¿qué oculta de su infancia que la lleva a tener un temperamento explosivo cuando los acontecimientos la superan? Secretos, celos, misterio, amor, intriga, traición… acompañarán cada una de las páginas de esta novela. ¿Quieres descubrirlas? Te reto a que lo hagas en la primera parte de la
bilogía Kalighat.

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Esa muchacha estaba fuera de sí. La locura dominaba totalmente su sentido común. Era tal su estado que, si no hacía algo para detenerla, le sacaría los ojos al igual que los pájaros de la película de Alfred Hitchcock.

Ahí estaba el mal dándolo todo. Parecía bipolar, una enferma que ha dejado la medicación y no es capaz de mantener a raya a sus fantasmas. Ya no había vuelta atrás, ya nadie podría detenerla. El Monstruo era quien mandaba en ella, el que hablaba y dominaba sus actos.

Un fuerte bofetón hizo reaccionar a Rodrigo. Había aguantado estoicamente los puñetazos en el pecho, los empujones, los zarandeos e, incluso, su intención —que pudo evitar— de tirarle del pelo. Pero eso no, ese guantazo casi le afeita la mejilla. «Pero ¿qué se ha creído esta niñata? Uno tiene sus límites».

Totalmente consciente de lo que le podrían acarrear sus actos siendo policía, inmovilizó a la muchacha como si de un delincuente agresivo se tratase. Con maestría, bloqueó sus golpes y secuestró sus muñecas llevándoselas a la espalda. Si tiraba de sus brazos hacia arriba, la obligaría a flexionar las rodillas y clavarlas en el suelo.

—¡Tranquilícese, señorita! ¡Respire! —pidió Rodrigo. Sin embargo, parecía que sus palabras no le llegaban, ya que forcejeaba como si tuviera alguna posibilidad de soltarse. Pobre muchacha, qué errada estaba—. No se preocupe, señorita, yo me hago responsable de lo ocurrido… Ha sido culpa mía. Si se calma, la soltaré y podremos tramitar un parte amistoso de accidente.

—¿Que me calme? ¡Estás diciendo que me calme! —gritó Chandani sin quitar los ojos del suelo—. ¿Tú eres gilipollas o qué? ¡Me has destrozado el coche!

—Ha sido un accidente… No era mi intención que esto ocurriera…, se lo aseguro —titubeó Rodrigo.

—¡Maldito cabrón! ¡Suéltame ahora mismo! —vociferó mientras braceaba para intentar liberarse.

Si le hubieran dicho, cuando se despertó por la mañana, que iba a sufrir un percance con el coche y que su cuerpo iba a servir para que una señorita se descargara de lo lindo, jamás se lo hubiese creído. No le gustaba tratar a nadie así e, incluso cuando era agente de calle, siempre intentaba que la persona a la que tenía que detener colaborase; no le gustaba que pensaran que abusaba de la placa, aunque esa muchacha no le estaba poniendo las cosas fáciles.

Los gritos e improperios que soltaba estaban provocando que los transeúntes se arremolinaran alrededor de ellos y que Rodrigo tuviera que aguantar miradas lacerantes cargadas de reproches por la evidente superioridad que había entre esa mujer y él.

—De acuerdo, ya estoy calmada. Por favor, suélteme —rogó ella, aunque no sonó muy convincente.

Rodrigo había escuchado en muchas ocasiones esas palabras en boca de delincuentes que intentaban engañarlo diciéndole que se comportarían, pero, cuando accedía y los soltaba, la situación se descontrolaba y empeoraba aún más si cabe.

No podía comparar a un delincuente con esa señorita, ya que la única arma que portaba encima eran sus propias manos, pero, tal y como las usaba, eran peligrosas. Un mal golpe en las costillas y vería las estrellas por el dolor. El impacto que se había llevado en el costado estaba empezando a enfriarse y no podía jugársela.

Chandani aguantó unos segundos quieta y en silencio, esperando que las palabras que había usado causaran el efecto esperado en ese señor. Sin embargo, lo único que sacó en claro fue que aquel hombre no se había creído ni una sola. Esa posición la estaba matando. Le dolían los brazos, la espalda y, sobre todo, el orgullo. Ella no era ninguna delincuente para que la tuviera retenida de aquella manera. Sí, reconocía que no había actuado de la mejor forma, que ese monstruo que la dominaba había vuelto a tomar el control sin que hubiese hecho nada para contenerlo, pero eso no quería decir que pudiera hacer lo que le diera en gana y tratarla de aquel modo. Además, ¿quién había destrozado su Polito?

Estaba furiosa, no sabía cómo convencerlo de que, aunque hubiera empezado con mal pie, ella era una mujer con la que se podía hablar, con la que podías mantener una conversación.

Volvió a revolverse contra esas esposas de carne y hueso consiguiendo que el tipo elevara sus brazos y ella tuviera que flexionarse aún más.

La impotencia y el dolor en el cuerpo estaban comenzando a calentar a ese personaje interno que no quería que la dominase de nuevo. Volvió a agitarse para intentar pillarlo desprevenido, pero solo consiguió que sus rodillas al final probaran el frío suelo. Ese fue el detonante que hizo que todo volviera a ponerse borroso.

Chandani comenzó a gritar desesperada. Los insultos que escupía por su boca eran tan despiadados y crueles que estaba consiguiendo que el público que los observaba cambiara de bando y se posicionara a favor de Rodrigo, el cual intentó mantener la calma, aunque le hubiese gustado levantarla y darle un par de guantazos para que se controlara. Lo único que podía hacer era llamar a su compañero Ramiro —policía nacional del distrito donde estaban— para que se encargara de esa situación que, muy a su pesar, se le había escapado de las manos.

Avistó una luz azul girando a toda velocidad que se dirigía hacia ellos al final de la calle y una sensación de alivio le hizo soltar un suspiro y enviar un pensamiento de agradecimiento a la persona que había llamado a las autoridades.

Como era de esperar, Ramiro se bajó del coche patrulla y se encaminó hacia ellos tan profesional y competente como siempre.

Disimulaba una sonrisa provocada por la sorpresa al ver al distinguido inspector en esa situación, aunque no añadió ningún comentario por prudencia. Rodrigo lo agradeció. No quería que las personas que allí se encontraban pudieran sacar conjeturas erróneas, ya que estaban deteniendo a esa mujer y la llevaban hacia el coche patrulla esposada.

Ya con la mujer controlada y con una sensación extraña en el cuerpo, Rodrigo se dirigió a su compañero para explicarle lo que había pasado.

—¿Y qué vais a hacer con ella? ¿La soltareis en unas horas? —preguntó Rodrigo sin quitarle ojo, pues lloraba desconsolada mientras se cubría el rostro con las manos.

—En casos como este, es conveniente que pase unas horas en el calabozo. Tendrá tiempo para pensar y relajarse —dijo el agente—. Pero no se preocupe, inspector, la encerraremos sola en una de las celdas para que no corra peligro. Mañana a primera hora la dejaremos irse.

—Está bien, Ramiro. Mañana a primera hora me paso a prestar declaración por comisaría e intentaré hablar con ella.

Impotente, y con un sabor amargo en la boca, vio partir el coche patrulla calle abajo y girar hacia la derecha en dirección a la comisaría. No se explicaba cómo, con los años de experiencia que disponía como agente de calle y tres como inspector jefe de la BCPD, no había sido capaz de controlar la situación.

Chandani no fue consciente de lo que había ocurrido hasta que se vio acurrucada en una esquina de la celda. Había dejado salir al Monstruo de nuevo. Le había dejado que rigiera su juicio, que mandara en ella. Se había atrevido a pegarle a un hombre sin pensar en las consecuencias. «Pero ¿qué clase de persona eres, Chandani? ¿Un animal?», se recriminó sin poder dejar de llorar.

Estaba tan avergonzada, tan decepcionada consigo misma que solo podía repetirse que tenía lo que se merecía volviendo a usar esa terapia autodestructiva como si de un mantra se tratara.

—¿Cómo he llegado a esto? —sollozó nuevamente desconsolada.

Cuando los hipitos y las lágrimas remitieron, decidió abordar el tema como una persona civilizada. Bastante la había liado como para seguir comportándose como una niñata estúpida y consentida.

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