Una serie de hechos le lanzaron finalmente a la publicación de su propia visión del problema. Primero, la aparición de una obra del geólogo Charles Lyell sobre la antigüedad del linaje humano en la que el autor retrocedía más en el tiempo de lo que sugerían los hallazgos arqueológicos de la época. En segundo lugar, la publicación de un libro sobre anatomía comparada de primates que incluía a los humanos, escrito por el zoólogo Thomas Henry Huxley, el conocido bulldog de Darwin. Pero, sobre todo, un texto de 1869 de Wallace en el que se desdecía de uno escrito cinco años antes y negaba, para escándalo de Darwin, cualquier papel de la selección natural en la emergencia de la mente humana, sustituyéndola por una intervención espiritual.
Como sugiere Browne (2002), una carta de Wallace en la que comunicaba su idea de selección natural fue la chispa que encendió en Darwin la urgencia de publicar Origin , y también fue él quien, a través de su renuncia a una explicación naturalista del origen de los humanos, lo empujó definitivamente a escribir Descent . Wallace no era un autor cualquiera y su opinión podía dañar seriamente la teoría. Antes de leer el texto de Wallace, Darwin, con horror, le dijo: «tengo la esperanza de que no haya asesinado por completo a este hijo suyo y mío». Cuando tuvo el artículo en las manos, dejó escrito al margen un «¡¡¡No!!!» subrayado tres veces. Era, por tanto, urgente una demostración bien argumentada de que los humanos somos parte integral de la naturaleza, como destaca Darwin en la introducción a Descent : «El único objetivo de esta obra es considerar, en primer lugar, si el hombre, como todas las demás especies, desciende de alguna forma preexistente». La reseña de Wallace del libro de Darwin fue, sin embargo, generosamente elogiosa, aunque sin disimular las discrepancias. De hecho, la reacción general estuvo muy lejos de aquella «desaprobación universal, si no ejecución», pronosticada por Darwin. Le pareció que todo esto indicaba la «liberalidad creciente de Inglaterra» (Desmond y Moore, 1991).
Dice la biógrafa de Darwin que Descent es la mitad que le faltaba a Origin , necesaria para traspasar la última frontera de la teoría evolutiva. En realidad, también deberíamos añadir la monografía The Expression of Emotions in Man and Animals (a partir de ahora, Expression ), publicada en 1872, originalmente ideada como un capítulo de Descent , pero que finalmente se encarnó en un libro independiente. Estas dos obras forman, en definitiva, una unidad de argumentación sobre el origen gradual de las facultades mentales humanas a partir de las presentes en el mundo animal. Y, junto con Origin , «una trilogía coherente y armónica» (Bellés, 2017).
Descent , en la versión final de 1877, consta de tres partes (Darwin, 1877 a ). En la primera (capítulos 1 a 7), Darwin expone los argumentos anatómicos y embriológicos que emparentan a los humanos con «formas inferiores», las observaciones sobre las capacidades mentales en animales y humanos, la evolución de las facultades intelectuales y morales en las sociedades humanas, así como la cuestión de las razas y su distribución geográfica. Una transición temática forzada nos lleva a la segunda parte (capítulos 8 a 18), donde el autor explica con mucho detalle la acción de la selección sexual en los animales, desde los invertebrados hasta los mamíferos. En la tercera parte del libro (capítulos 19 a 21) retoma el hilo del tema inicial, expone la aplicación de los principios de la selección sexual a los humanos y cierra el libro con un resumen general con conclusiones.
VICTORIANO EN LA FORMA Y EN EL FONDO
Browne (2002) sostiene que Descent nos muestra el Darwin más victoriano. Desmond y Moore (1991) llegan más lejos, afirmando que contiene no solo toda la vida victoriana, sino la propia historia familiar de los Darwin. Podemos decir que es una obra victoriana, también en la forma. Se ha considerado que el estilo de Darwin es heredero de las mejores cualidades de la tradición literaria británica y deudor de Charles Dickens o Marian Evans (George Eliot), combinado con una amabilidad y una cortesía conciliadora propias de su carácter personal. Sus ideas subvertían muchas creencias establecidas, pero las transmitía con afabilidad y prudencia, sin intimidación (Ros, 2016). El uso magistral de las metáforas y la capacidad de manejar muchos hilos argumentales simultáneos convierten los textos de Darwin en obras de arte duraderas, como las calificó Browne (2002). Sin embargo, la estructura de muchas frases puede resultar empalagosa y rebuscada para los lectores contemporáneos, una prosa poco fluida, un «petardo soporífero» en expresión elocuente de Quammen (2008). Sobre todo, cuando el autor trata de responder, punto por punto, a sus críticos, a veces con párrafos interminables, o cuando presenta una abrumadora enumeración de datos y observaciones para apoyar su argumento, como le ocurría con la domesticación de plantas y animales en Origin o con la selección sexual en Descent . Es bien sabido que, en este último libro, su hija Henrietta hizo de editora literaria con mucha competencia. El papel de la mujer como editora, privada y oculta, era común en aquella época (Browne, 2002). Emma, la esposa de Darwin, lo hizo con Origin y otros libros. En este caso, Henrietta asistió a su padre estructurando textos, reescribiendo pasajes para que fueran más inteligibles y corrigiendo las galeradas. Ayudó no solo a lograr un estilo «lúcido y vigoroso», sino a refinar los razonamientos, como reconoció el propio autor.
Toda la obra de Darwin, y en especial los libros dedicados a la evolución humana, no se entendería aislada de la idea de progreso industrial y dominio colonial de la era victoriana. Para Darwin, la Gran Bretaña victoriana representa la cumbre de la evolución cultural y de las «naciones civilizadas», un estilo de vida al que busca una explicación biológica, unos argumentos naturalistas que serán después una palanca para extrapolaciones desbocadas como el darwinismo social. En este sentido, es un autor de su tiempo, y sus relatos sobre el origen y la evolución de los humanos reflejan sus propios prejuicios culturales y de clase. Darwin también es un autor representativo –quizá el más representativo– del ideal de finales del XIX del triunfo del progreso científico secular sobre las creencias religiosas.
Para Darwin, la especie humana era única y las razas representaban estadios evolutivos hacia un perfeccionamiento (Desmond y Moore, 2009; Browne, 2002; Ros, 2009; Pelayo y Puig-Samper, 2019). En Expression recalcará que la universalidad de la expresión de las emociones en humanos de todo el mundo supone «un nuevo argumento a favor de que todas las razas descienden de un mismo tronco ancestral [que era] casi totalmente humano [...] antes del periodo en que las razas divergieron entre ellas» (Darwin, 1872: 361). Reconocía una jerarquía racial, pero no era racista en el sentido actual del término (Saini, 2019), ni mucho menos, esclavista. Al contrario, por entorno familiar y por convencimiento acumulado desde sus vivencias durante el viaje del Beagle, fue un firme abolicionista. Las razas, para él, no reflejaban adaptaciones ambientales, sino que eran el resultado de la selección sexual, unas preferencias que derivaban en diferencias morfológicas y culturales entre los diversos grupos humanos. Un papel central atribuido a la selección sexual que también fue motivo de discrepancia profunda pero amable con Wallace. Darwin sostenía que entre los animales no humanos la selección la solía hacer la hembra, mientras que en los humanos es el macho quien toma la iniciativa: «los hombres más fuertes y audaces [...] en la competición por las esposas». Ofrece así una base evolutiva a un prejuicio muy arraigado en la cultura popular y patriarcal. Y este detalle encajaba bien en su noción de la evolución de las mujeres y los hombres: el hombre tendría una capacidad mental superior y la mujer sería «más tierna y menos egoísta» y, en general, exhibiría cualidades propias de civilizaciones inferiores. En todo caso, no deberíamos sacar de su contexto victoriano estos prejuicios de un hombre blanco de clase media, ni censurarlos con los criterios del presente.
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