Iluminando la evolución humana

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"Parecía merecer la pena probar hasta qué punto el principio de la evolución vertía luz en algunos de los problemas más complejos de la historia natural del hombre. La principal conclusión a la que se llega en este libro que el hombre desciende de alguna forma de organización inferior…" (Charles Darwin: 'El origen del hombre', 1871). Con motivo del 150 aniversario de «El origen del hombre y la selección en relación al sexo», obra en la que Darwin aborda de manera explícita el origen natural de nuestra especie, se presentan una serie de perspectivas actuales sobre la evolución humana desde la psicología, la lingüística, la genómica, la anatomía, la paleontología, la arqueología o la etología. Se ofrece, además, el contexto histórico e ideológico de la que se suele considerar la segunda gran obra de Darwin después de 'El origen de las especies'.

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Pero no hay que perder el foco. Es cierto que el edificio conceptual que se mantuvo justamente hasta el siglo XVIII asociaba diseño finalista con fijismo. Pero el poder explicativo estaba en el primero. En ese sentido, asumir una explicación transformista o evolucionista era un problema; pero era más problemático combatir el argumento del diseño, porque el fijismo necesitaba de diseño, pero no al contrario. E, hipotéticamente, se puede concebir una creación transformativa, interpretaciones de la Biblia aparte (y, por favor, que nadie piense que la lectura literal de las escrituras ha sido la actitud más habitual a lo largo de la historia del pensamiento cristiano). Es muy difícil, sin embargo, concebirla, la creación, sin fin, designio o diseño.

Darwin sabía mucho sobre esto. No en vano, él fracasó como estudiante de medicina en aquel nido de escépticos que era Edimburgo, mientras que obtuvo con buenas calificaciones un Bachelor of Arts en la tradicional y puntillosa Cambridge. Para sacar ese título, necesario para proseguir los estudios para ser clérigo anglicano, tuvo que dominar los tratados de teología natural que tanto inspiraban la doctrina de la Iglesia de Inglaterra en ese momento. Los biógrafos coinciden en presentar a Darwin como un joven convencido de la potencia explicativa del diseño en la obra de Dios, elemento crucial en tal corriente teológica. Su afición por los insectos o la geología le conducía, pensaba, a una apreciación profunda de la acción creadora. También él, muy probablemente, sentiría que los estudios sobre la naturaleza reforzaban moralmente a sus practicantes. En Cambridge, de hecho, se respiraba una atmósfera no ya de concordia entre ciencia y religión, sino casi, como señala Browne (1996: 129), de convencimiento de que «la ciencia, en cierto sentido, era religión». Así que Darwin, fuera de toda sospecha, era un firme partidario del diseño cuando se embarcó en el Beagle. Ya no lo era tanto, es cierto, cuando volvió. Y esto se acentuó cuando empezó a concebir un mecanismo para la génesis de las especies que parecía arrasar el argumento del diseño.

EL PELIGRO DE PROYECTAR NUESTRAS OBSESIONES

Según Ghiselin (1972: 134), la selección natural permitía que la evolución actuara ciegamente y sin causa racional, generando adaptaciones contingentes a las circunstancias, por lo que resulta «antitética del diseño», constituyendo, en el momento histórico de la publicación de Origin , «un argumento devastador contra las concepciones predominantes de la adaptación». Más claramente, no se puede decir. Y lo que comportó esto, a los ojos de muchos de los contemporáneos de Darwin, fue una redefinición integral de cómo se había interpretado la diversidad de los seres vivos. Como el argumento del diseño había sido vinculado a la acción divina, pronto se levantaron voces que, por intereses diferentes, asumían que Darwin expulsaba a Dios del escenario de la vida.

¿Qué pensaba Darwin realmente? La respuesta está muy lejos de ser sencilla. Según la versión de los hechos que él mismo construyó en su autobiografía, cuando estaba escribiendo Origin se sentía «impulsado a buscar una Primera Causa que posea una mente inteligente análoga en algún grado a la de las personas», y todo por «la extrema dificultad, o más bien imposibilidad, de concebir este universo inmenso y maravilloso –incluido el ser humano […]–como resultado de la casualidad o la necesidad ciegas». Desde entonces, aquel impulso se iría desvaneciendo hasta reconocerse como «agnóstico» (Barlow, 1958: 94). Hasta qué punto las cosas fueron realmente así es una cuestión recurrentemente revisada, y estudiar exhaustivamente la bibliografía nos llevaría un tiempo, un esfuerzo y un espacio que no nos podemos permitir. Los detalles son muy interesantes a la hora de averiguar las posiciones religiosas de Darwin, evidentemente. Vale la pena recordar, en todo caso, que incluso las mentes consideradas geniales –consideración siempre sospechosa, todo sea dicho– tienen el derecho de dudar, de modificar sus posicionamientos y de negociar cultural, social y sentimentalmente –y no solo, ni de manera prioritaria, intelectualmente– sus creencias. La intención que tenía Darwin cuando, en el último párrafo de Origin , hablaba de la grandeza que atesoraba la visión de la vida que había expuesto a lo largo de casi quinientas páginas, de una vida «insuflada originalmente en unas pocas formas o en una sola» (Darwin, 1859: 490), continúa siendo maravillosamente misteriosa. Y aún lo es más después de haber añadido «insuflada por el Creador» a partir de la segunda edición. ¿Darwin creía, de verdad, que la vida había sido animada en su origen por un creador? ¿O la fórmula era solo una manera de aparentar una ortodoxia religiosa? ¿O, más sutilmente, estaba tratando de reconocer cómo de ignorante era y se era sobre el origen de la vida? (Ospovat, 1980). Cada lector puede interpretar lo que desee. Las palabras, después de escritas, ya no son patrimonio exclusivo del autor. Pero hay que tener cuidado si pretendemos emitir juicios categóricos sobre cuestiones así. Aquellos que, publicado el libro, atizaron el fuego contra la palmaria impiedad de su autor, interpretaban aquellas palabras en el segundo sentido. Coincidían, pues, con los representantes del extremo contrario, aquellos que hicieron de Darwin icono de la irreligiosidad.

Al fin y al cabo, una cosa es lo que suscita en cada uno una lectura, y otra que esto corresponda a la verdadera intención del autor. Esto no es nada problemático cuando estamos leyendo un poema. Pero fastidia más si se trata de una obra científica. Estamos tan mal acostumbrados a confundir el ideal de objetividad con la anulación del margen de opinión, que seguimos creyendo, con completa estupidez, que la ciencia tiene la obligación de ofrecer respuestas incontrovertibles. Y ni la ciencia, ni mucho menos sus practicantes, están para eso. La historia de la ciencia, por cierto, aún menos. Y no tenemos una respuesta incontrovertible a la pregunta de cuál era la posición religiosa de Darwin en cada momento de su existencia, pero sí muchas pruebas de cómo no estaba nada interesado en combatir activamente la fe cristiana con su teoría, a diferencia de lo que sí hicieron algunos de sus seguidores, como Ernst Haeckel, condicionando el modo de recibir e interpretar el darwinismo (Richards, 2008; 2017). Por cierto, es muy bonito considerarnos a nosotros mismos, ya que somos darwinistas, hijos o nietos intelectuales de Darwin. Por eso celebramos su memoria. Pero quizá nos guste menos vernos como hijos, o nietos, o simplemente sobrinos de Haeckel. Es el caso que las versiones más militantemente laicistas dentro del evolucionismo exhiben raíces históricas bastante más haeckelianas que no darwinianas (en el sentido de «dependencia de», no tanto de «doctrina de»; el cambio de sufijo, -ista por -iana, pueden imaginar, no es gratuito). Además, Haeckel condicionó tantísimo el modo como Darwin fue divulgado y difundido, que no estaría nada mal una cierta cautela antes de proclamarnos herederos de ningún legado.

¿DE VERDAD SE ACABÓ CON EL FINALISMO?

El legado de Darwin es el de un revolucionario. Ya hace tiempo, sin embargo, que los historiadores de la ciencia cuestionamos los relatos canónicos de las llamadas «revoluciones científicas», lo que incomoda a algunos filósofos e irrita a no pocos científicos. Parte de esta irritación proviene de la pérdida de una referencia confortable y acogedora sobre la identidad de la propia ciencia que hoy se practica. Suena muy bonito decir que la biología actual nace con Darwin, porque permite vivir cómodamente bajo el cobijo legitimador del genio; y en un ámbito que sigue siendo conflictivo ante los ojos de algunas personas, ayuda a delimitar muy bien los bandos, recurso muy querido por muchísima gente obsesionada por las filiaciones y las etiquetas. El problema es que apenas podemos sacar a Darwin de una tradición secular de conocimientos, la historia natural, para hacerlo militar repentinamente como biólogo. Esto, en todo caso, no es lo más importante. Lo realmente decisivo de poner en duda las narraciones piadosas en torno a los grandes cambios en las teorías y prácticas de la ciencia es que, lamentablemente para algunos, muestran de forma descarnada las negociaciones que conducen hacia la innovación. Unas negociaciones, ni más ni menos, que se establecen con ideas, actitudes y comportamientos que hoy consideramos «cosa del pasado», pero que eran insoslayable «situación presente» en el momento biográfico preciso de los llamados revolucionarios. A la hora de inscribir la física moderna en el registro de nacimiento, papá Newton seguía siendo, velis nolis , un alquimista y un teólogo. Y su alquimia, y especialmente su teología, son cruciales en la génesis de su propuesta mecánica, que nadie deja de reconocer capital, fundamental y definidora de otro modo de concebir la naturaleza cuya influencia se extiende a la actualidad, pero que de ninguna manera fue concebida con los presupuestos actuales. Para Newton, y para la mayoría de sus contemporáneos, era razonable negociar con la teología, algo que no lo es actualmente cuando hacemos física. Lo que pasa es que Newton no podía hacer física como la entendemos, sino que practicaba una filosofía natural culturalmente dialogante con la teología.

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