Iluminando la evolución humana

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"Parecía merecer la pena probar hasta qué punto el principio de la evolución vertía luz en algunos de los problemas más complejos de la historia natural del hombre. La principal conclusión a la que se llega en este libro que el hombre desciende de alguna forma de organización inferior…" (Charles Darwin: 'El origen del hombre', 1871). Con motivo del 150 aniversario de «El origen del hombre y la selección en relación al sexo», obra en la que Darwin aborda de manera explícita el origen natural de nuestra especie, se presentan una serie de perspectivas actuales sobre la evolución humana desde la psicología, la lingüística, la genómica, la anatomía, la paleontología, la arqueología o la etología. Se ofrece, además, el contexto histórico e ideológico de la que se suele considerar la segunda gran obra de Darwin después de 'El origen de las especies'.

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Llama mucho la atención que el mismo Darwin, que expresaba su rechazo y repugnancia en relación con la esclavitud, fuese tan condescendiente con la condición y trato que recibían los «aborígenes», tal como pudo observar durante el viaje del Beagle. Tierra de Fuego en América, y Australia y Nueva Zelanda en el Pacífico, se convirtieron en lugares de observación privilegiados. Los fueguinos habían interesado a la Administración británica ya desde antes del viaje hasta América austral del naturalista. El Pacífico había sido recorrido igualmente durante la segunda mitad del siglo XVIII, una importante preocupación a la vez ilustrada y colonial. El momento en el que se expresó con más claridad la opinión del naturalista sobre aquellas sociedades sin organización política fue durante la estancia del Beagle en Australia. Es conocido que Darwin aprovechó su paso por Sidney para visitar el territorio circundante, algo que repetiría en Nueva Zelanda. Emitió un juicio oscuro e implacable sobre los aborígenes australianos, a los que sin embargo consideró estar un peldaño por encima de los fueguinos que había observado previamente. Se refirió a los habitantes del lugar como «black aborigines» (Darwin, 1839: 519). Era la interrelación entre la capacidad británica de desarrollar el continente y la habilidad de los habitantes autóctonos la que razona con criterios a la vez racionales y cargados de un etnocentrismo poco disimulado. Lo demuestra la oscura premonición del naturalista: «Además de estas causas evidentes de destrucción, parece haber un factor misterioso que por lo general actúa» (Darwin, 1839: 520). El concepto de extinción («extinction») es decisivo en la conceptualización darwiniana, válido para plantas, animales y humanos: «La extinción se produce principalmente como resultado de la competencia de una tribu con otra y de una raza con otra» (Darwin, 1877 a : 182). El epitafio que se desprende era suficientemente claro.

La capacidad de observación de Darwin se vio entrelazada en más de una ocasión con las circunstancias y las finalidades que habían dado forma a aquella diversidad de sociedades. Tres eran más que obvias y servían de base de análisis: la primera era la misma sociedad inglesa y por extensión algunas selectas sociedades europeas, aquellas que no ofrecían a los contemporáneos ninguna duda de haber levantado la civilización hasta el punto más alto; en segundo lugar estaban las sociedades con esclavitud, forjadas por una violencia inmoral y contra natura , condenadas a ser eliminadas de forma inevitable por razones sociales y morales, y finalmente, estaban las sociedades más remotas, allí donde habitaban los «aborígenes», aquellas sociedades situadas hasta el siglo XVIII al margen de las grandes corrientes que conformaban el mundo dominado por los europeos, para bien y para mal. Como naturalista que era, Darwin dejó fuera de aquel esquema a las grandes sociedades de raíz no europea y con organizaciones estatales sólidas (como por ejemplo las de Asia del sur o China) que nunca visitó y en las que ni siquiera pensó demasiado.

Es interesante observar cómo, a pesar de la vocación científica de algunos de los miembros de las entidades humanitarias y de los estudios sociales de la época, las fórmulas de clasificación de las razas humanas que se pusieron entonces en circulación se sustentaban sobre criterios poco homogéneos, ajenos a la regularidad que la ciencia exige. El problema empezaba ya en la forma en que la posición de los europeos, de los británicos, fue pensada desde la segunda mitad del siglo XVIII (un intento de ordenar estos diversos elementos se puede encontrar en Wolf, 1982). Desde Hume y la escuela escocesa se ensayó una clasificación en estadios que no debía ya nada a la divina providencia. En la cima de una evolución que definía a las sociedades por su cultura y complejidad de organización social, los europeos eran (unos más que otros) económica y socialmente diligentes, cristianos, blancos y mostraban capacidad de evolucionar en una dirección que nadie vacilaba en llamar como «progreso». Al lado de los europeos, se podían registrar otras sociedades complejas que solían definirse por el lugar que en ellas ocupaban las religiones monoteístas: musulmanes, judíos o israelís; hindúes y budistas. Este era el esquema de Arthur de Gobineau, el primer teórico relevante de una clasificación racial y jerarquizada a conciencia.

No todo el mundo compartía aquella obsesión decimonónica. Alexis de Tocqueville, por ejemplo, menospreció el esquema de su protegido (Gobineau) señalando que tenía una mentalidad de «comerciante de caballos». Del mismo modo, la tradición alemana que empieza con los hermanos Humboldt fue siempre muy reticente a la idea de una jerarquía racial y social. Había un argumento de peso para ello: no todos los que pertenecían a un mismo grupo (llamado «raza» las más de las veces) alcanzaban niveles de desarrollo semejante (véase Bunzl, 1996). Entretanto, aquellos con quien los europeos habían mantenido un contacto más frecuente, los africanos, eran definidos como habitantes en un estadio inferior y con un color de piel que les identificaba fácilmente. No siempre la esclavitud se había connotado de forma tan consistente gracias a trazos fenotípicos obvios. Esta no era la distinción propia del «servus» clásico y medieval (Finley, 1980). En cualquier caso, las sociedades africanas habían vivido limitadas secularmente por falta de iniciativa propia, atrapadas por una institución de origen europeo, moralmente dudosa pero económica y socialmente viable. El abolicionismo no había puesto jamás en duda la posibilidad de progreso laboral y social de los «negros» africanos, aunque era necesario que demostrasen esta capacidad allí donde la emancipación promovida por los europeos se lo permitía. Los resultados fueron más bien decepcionantes desde el punto de vista de muchos europeos o estadounidenses. Raramente se preguntaron si alguien podía progresar económicamente sin o con muy poca tierra, sin capital. Incluso tomando en cuenta este atraso, existían otros grupos por debajo todavía de las sociedades construidas por europeos a base de comprar y vender seres humanos a lo largo de siglos. En efecto, en Australia o en Tierra del Fuego, Darwin en persona, y antes Louis Antoine de Bouganville o James Cook (con el botánico Joseph Banks de naturalista; véase Musgrave, 2020, y Goodman, 2020), habían podido observar la existencia de grupos humanos muy simples durante los viajes de circunnavegación. Australasia y el Pacífico eran los espacios donde esta constatación se hizo con mayor facilidad. El propio Darwin no dudó nunca en considerar a los aborígenes que había conocido como sociedades condenadas por la historia. Entretanto, descripciones contemporáneas de «hotentotes» africanos o de «esquimales» bajo el dominio de la Hudson Bay Company habían puesto a los europeos sobre la pista de otras entidades sociales simples y elementales. Cuando en la Gran Exposición de Londres de 1851 se exhibieron pueblos de todos los rincones del imperio en su supuesto hábitat natural, se cerró un ciclo de descubrimiento universal, a su vez de conocimiento y posesión (Stocking, 1987; Pagden, 2014).

El problema era que la formalización de aquel sistema universal de dominio, construido con tanto esfuerzo y violencia (bastará con recordar la muerte de Cook en Hawái en 1779; véase el clásico Sahlins, 1985, y Obeyesekere, 1997), no se basaba de ninguna forma en criterios homogéneos. La idea de un origen común de Wallace y Darwin no podía ser indiferente a esta jerarquía, cuyos orígenes y naturaleza eran el mayor desafío para rehacer sobre bases científicas la historia de la especie, el «common descent», «the long argument» que el naturalista persiguió toda su vida (Mayr, 1991). Él mismo nunca pudo negar la impresión que le había producido la visión de los pueblos del norte de Brasil o las danzas y el comportamiento de los fueguinos en la punta austral de Tierra del Fuego, la actual República Argentina. A aquel grupo, posteriormente aniquilado por la oleada de colonos europeos y por inmensos rebaños de ovinos, Darwin lo había retratado como completamente incapaz de evolucionar por falta de jerarquía social y autoridades propias.

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