Iluminando la evolución humana

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"Parecía merecer la pena probar hasta qué punto el principio de la evolución vertía luz en algunos de los problemas más complejos de la historia natural del hombre. La principal conclusión a la que se llega en este libro que el hombre desciende de alguna forma de organización inferior…" (Charles Darwin: 'El origen del hombre', 1871). Con motivo del 150 aniversario de «El origen del hombre y la selección en relación al sexo», obra en la que Darwin aborda de manera explícita el origen natural de nuestra especie, se presentan una serie de perspectivas actuales sobre la evolución humana desde la psicología, la lingüística, la genómica, la anatomía, la paleontología, la arqueología o la etología. Se ofrece, además, el contexto histórico e ideológico de la que se suele considerar la segunda gran obra de Darwin después de 'El origen de las especies'.

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Y a continuación el autor francés se extiende en una serie de hipótesis sobre la transformación de ciertos cuadrumanos (lo que llamamos primates) en genuinos bimanos (es decir, la especie humana).

Estas ideas suscitaron controversia en seguida. En la década de los años treinta del siglo XIX, cuando Darwin estaba viviendo la gran experiencia del viaje del Beagle, el miedo a la bestialización de la humanidad era compartido por muchos autores. Justamente en Gran Bretaña, donde Lamarck había encontrado un eco notorio, especialmente en ambientes ideológicos radicales, tuvieron lugar importantes debates sobre la cuestión que estimularon al joven anatomista Richard Owen a dedicar un importante esfuerzo de investigación a la osteología de chimpancés y orangutanes para refutar las propuestas lamarckianas (Desmond, 1989). Las controversias, sin embargo, no se limitaban a los cenáculos de los eruditos. Un libro de 1844, publicado anónimamente y dirigido a lectores no eruditos, Vestiges of the Natural History of Creation , alcanzó un éxito formidable. Los conocimientos científicos de su autor, que luego se reveló que era el periodista Robert Chambers, no eran precisamente excelentes. No pocas de las reseñas insistían en los graves errores básicos que contenía el libro. Las ediciones, sin embargo, se agotaron una tras otra, y el estremecimiento que causó aquel best seller es la prueba más sensacional de cómo, en la sociedad victoriana, la evolución –todavía no denominada así– era ya un tema de interés popular. Ni que decir tiene que los humanos estaban dentro del esquema general evolutivo que se exponía. Las notas manuscritas conservadas de algunos lectores de la época demuestran cómo disentían del origen humano en los monos, pero a la vez, tampoco les resultaba una idea original o inesperada (Secord, 2000).

Las olas del escándalo que provocó Chambers impactaron doblemente en Darwin. En primer lugar, porque quedaba bien claro hasta qué punto alguien podría adelantársele en la publicación de una teoría sobre la transmutación de las especies vivientes en un plazo breve. Y, en segundo lugar, y aún más sobrecogedoramente, porque muchas reacciones negativas contra el libro, a cargo de autores importantes, confirmaban el temor de Darwin a convertirse en motivo de controversia y enfrentamiento públicos si finalmente publicaba su teoría. A Darwin le pareció, con razón, que la geología y la zoología de Vestiges eran bastante malas. Pero esto no le hacía pensar que, por mucho que pudiera exhibir un nivel mucho más alto de pericia, los detractores de la evolución serían más benevolentes con él (Browne, 1996). Si consideramos que aún pasarían quince años hasta la publicación de On the Origin of Species ( Origin a partir de ahora), parece que el segundo golpe penetró con profundidad en el ánimo de Darwin. De cualquier modo, el libro, significativamente, elude cualquier aproximación a la evolución humana, a pesar de que todo el mundo lo interpretó como extensible a los orígenes de la humanidad.

EL ARGUMENTO DEL DISEÑO

No hay duda: hablar de evolución de los seres vivientes no humanos nunca ha sido, ni mucho menos, tan polémico como hablar de evolución de la especie humana, y esto ya estaba muy claro en la propia época de Darwin. Entonces, ¿por qué Origin provocó una reacción tan intensa y polarizada? Es cierto que no Darwin, pero sí otros autores, discípulos suyos, tales como Thomas Henry Huxley, se apresuraron a sacar sus propias contribuciones y aplicaron el esquema darwinista al origen de la humanidad. Esto añadió controversia, evidentemente. Pero la reacción directa contra el libro de Darwin se había producido inmediatamente después de su publicación, sin esperar a que salieran a la luz estas aportaciones derivadas. Parece, pues, que la evolución del conjunto de los seres vivos sí era motivo, en todo caso, para un debate áspero e, incluso, agresivo. Pero el tema, no obstante, no era nuevo. Algo más debe comportar la teoría de Darwin, algún añadido a los esquemas de la evolución tuvo que introducir, que explique tantísima animosidad.

La diversidad de la vida ha fascinado el pensamiento desde los tiempos antiguos. Todas las grandes culturas enfrentaron la cuestión de cómo de numerosos, diferentes, muy a menudo bellos, y siempre admirablemente adaptados son y están los seres vivos. Incontables vocaciones naturalistas, incluida la de Darwin, nacieron de esa fascinación. Deberíamos, sin embargo, retroceder mucho más en la historia para encontrar las primeras teorías que se esforzaran por encontrar una razón. El pensamiento griego, cómo no, generó un gran cuerpo de ideas que, de una u otra manera, explicaban la existencia de las especies y de cómo estas se relacionaban con el medio. La explicación mayoritaria fue la fundamentada en el argumento del diseño, que dominó nuestra concepción de la vida y de la naturaleza en su conjunto hasta que Darwin expuso la teoría de la selección natural.

Nuestra pretensión de explicar racionalmente el mundo nos lleva a aceptar que está ordenado. Este orden es lo que tratamos de sistematizar cuando construimos una teoría explicativa. Una de las muestras más claras de ese orden se manifiesta en las adaptaciones de los seres vivos a sus condiciones de vida. Unas adaptaciones que conllevan soluciones anatómicas y morfológicas, pautas de comportamiento, áreas de distribución, etc. Nosotros observamos, por ejemplo, un gato mientras caza ratones; rápidamente pensamos que esas garras retráctiles, esos dientes afilados, los silenciosos pasos con que se desplaza o la eurítmica condición de su cuerpo al acecho, están, en su conjunto, concebidos o diseñados para la función depredadora que define al gato en sus hábitos de alimentación. Aquí radica ese argumento del diseño, que rápidamente se extiende desde los individuos particulares y las especies concretas, al conjunto de las relaciones mutuas entre los seres vivos, y de estos con su medio. Una trama inmensa de propósitos y finalidades gobierna, por tanto, el mundo natural. Un diseño, en resumen, se fundamenta en una ordenación de elementos con un propósito o finalidad . Son muchos los autores griegos que argumentaron alrededor del diseño. Aristóteles, con su discurso sobre las causas finales, suele ser considerado el mayor sistemático de tal argumento. No fue, en todo caso, el único, y pese a las disidencias, como las de los atomistas y epicúreos, la corriente mayoritaria acabó construyendo un sentido de la naturaleza gobernado por el diseño y el finalismo (Glacken, 1967; Depew, 2008).

La idea de diseño, es fácil de ver, combinaba muy bien con la creencia en una inteligencia creadora. El cristianismo, que al fin y al cabo estableció sus marcos teológicos sobre unos sustratos filosóficos de raíz griega, encontró, pues, en el diseño un argumento confortable para explicar la acción del Creador. Un diseño es, también, un designio. Y era el designio divino, después de todo, el punto focal adonde conducía la diversidad adaptativa. De acuerdo con la cosmovisión cristiana, además, todo ello subordinado al lugar preeminente que ocupaban los humanos como culminación de la creación divina. La razón final de toda la trama de diseño que sostenía la naturaleza no era otra que garantizar nuestra existencia.

Los estudios naturalistas no plantearon alternativas a esta asunción durante muchos siglos. Tantos, como que a mediados del siglo XVIII Carl von Linné, el gran taxonomista sueco, hablaba de una economía de la naturaleza como programa de estudio de las relaciones armónicas entre todas las especies. Linné, conocido sobre todo por su propuesta de nomenclatura biológica –las bases de la cual aún aceptamos– y su sistema de clasificación, asumía, como Aristóteles, la fijeza de las especies. Es tentador pensar que a la ciencia le hubiera ido mejor sin finalismo, diseño o fijismo de las especies, y los hay que todavía emiten juicios históricos de ese tipo, con una actitud que, a la postre, le niega a la historia de la ciencia su capacidad de entender contextualmente las ideas sobre la naturaleza en el pasado; las ideas y, hay que añadir, las prácticas culturales en torno a la ciencia, tan definidoras de esta como aquellas. Después de todo, la naturaleza, concebida como una entidad sagrada por ser obra divina, sacralizaba a aquel que la estudiaba, que pasaba a tener una consideración moral superior a la del común de las gentes (Shaper, 2008). Esto, por supuesto, no ha sido un factor menor en la legitimación y en la propia demarcación y definición de los estudios sobre el mundo natural, que ha mantenido una supervivencia hasta épocas más recientes de lo que pensamos, sobre todo si consideramos ciertas retóricas de la tarea de los científicos al servicio de la sociedad.

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