Justo Serna - Héroes alfabéticos

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Los personajes literarios nos ayudan a pensar en los demás. Son nuestros héroes alfabéticos: por delegación nos muestran qué deseamos o qué tememos. Con ellos vivimos e incluso hablamos: forman una populosa demografía de tipos admirables o ruines con los que tratamos. Este libro empieza con los Adúlteros de novela y acaba con los Vampiros de cuento: de Bovary a Drácula. Los capítulos son ensayos ordenados alfabéticamente: una crónica personal, la del historiador que lee ciertas novelas como documentos culturales. Sin duda se trata de un elenco subjetivo, aunque no arbitrario: también pasan por aquí los Espías, los Licántropos, los Monstruos, etc. Viven en algunas de las novelas que más nos han conmocionado, aquellas que expresan un contexto al tiempo que lo rebasan. Ese hecho los convierte en materia de historia cultural, pero también en objeto de disfrute.

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La narración policial del Novecientos no registra ni incorpora todos esos cambios, al menos no los hace propios de igual modo que lo hacen los géneros vecinos. Frente a la incoherencia y la fragmentación de la novela moderna –decía Jorge Luis Borges–, el relato detectivesco se atiene aún a los principios de unidad y orden narrativo, es decir, se obliga a que el cuento tenga un principio, un medio y un fin; se atiene también al precepto de economía narrativa, esto es, se ciñe a lo estrictamente imprescindible para aclarar aquello que ha de ser revelado; se atiene, en fin, a la norma que sostiene la determinación de lo que sucede, a los principios convencionales –incluso comunes y corrientes– de lo que la gente entiende como causalidad, como intencionalidad. En un relato policial no hay azar, hay, por el contrario, una urdimbre secreta de tramas, de intrigas, que ha de ser descubierta gracias a la sabia conexión de huellas, de indicios, de atisbos. Como añadía Borges invocando un juicio negativo de Stevenson, la pega de estos procedimientos, tan eficaces por otra parte, es que las narraciones detectivescas corren el riesgo de ser meros artificios, de tener algo de mecánico: por ejemplo, los personajes suelen carecer de hondura al estar supeditados al argumento y los hechos sucesivos lo son justamente porque forman un cadena que conduce al crimen o la revelación del criminal. Como sólo se cuenta lo que atañe al descubrimiento, como sólo se relata lo que es congruente con el caso, como sólo se habla de lo que es pertinente para aclarar el enigma, el novelista puede incurrir en una economía verbal que adelgaza la expresión. Así, la descripción de ambientes o de personajes sólo se haría si ese recurso sirviera para entender el caso. La serie negra americana rebasó algunas de esas convenciones: por ejemplo, son largos los párrafos en que la radiografías social y psicológica se añaden, se yuxtaponen y nos alejan del estricto principio del descubrimiento policial. Hasta tal punto fue así, que algunas de las novelas de Dashiell Hammet, Raymond Chandler y de sus epígonos pecaron –según los puristas del género– de sociologismo, sometiendo el descubrimiento del enigma a la denuncia sociológica, y de psicologismo, subordinando la revelación del criminal a un realismo psicológico moroso poco atinente con las exigencias del buen relato policial. Los héroes estaban cansados, los detectives estaban desengañados, y el relato de sus logros era a la vez la narración de sus fracasos amorosos, de sus malestares personales, de sus penurias económicas, de sus claudicaciones. Si hubo un exceso de sociologismo y psicologismo, hubo en contrapartida una más alta exigencia narrativa: de hecho fue común atribuir mayor complejidad a la serie negra que a la narración policial tradicional, cuyo último representante sería Agatha Christie, ocupada sólo o preferentemente, como sus predecesores, de aclarar el enigma.

En España, la novela negra tuvo su época dorada al final del franquismo y a comienzos de la transición, coincidiendo con la publicación en castellano y en diversas colecciones de bolsillo de algunos de los clásicos. Como dijo Jaume Perich, los libros de bolsillo –ciertas colecciones que entonces aparecieron– fueron el bisoñé que sirvió para tapar la calvicie cultural del país, un país raquítico y devastado por las acometidas de la dictadura y por la pesadumbre del exilio. Gracias a ese producto, muchos pudieron hacerse con un repertorio de saberes y de referentes de los que España era ajena o estaba excluida. Además de Bruguera, tan prolífica y tan abundante en la edición de todo tipo de obras pertenecientes a los géneros populares, fue importantísima la creación de «El libro de bolsillo» de Alianza. Para lo que ahora nos interesa, fue, en efecto, decisiva, porque allí se dio a conocer a Dashiell Hammett, editado desde finales de los años sesenta en compañía de grandes cumbres de la literatura; es decir, apareció aureolado por el prestigio de las obras cimeras del saber y de la ficción, y desde entonces se reimprimió una y otra vez. No menos decisiva fue la cesión de derechos a Alianza editorial de las «Selecciones del Séptimo Círculo», una muestra española de la colección «Séptimo Círculo» que fundaran Borges y Bioy Casares años antes en la Argentina. Del país austral, precisamente, nos venían las más evidentes influencias para la edición de obras policiales: algunos de los sellos más inspirados, desde Sur hasta Corregidor, fueron los pioneros de estas iniciativas. Finalmente imprescindible fue la publicación española de la denominada «Serie Negra Policial», un fondo de literatura detectivesca que apareció en las «Ediciones de Bolsillo», aquella iniciativa conjunta creada por distintas empresas, entre ellas Barral editores. El éxito de estas publicaciones y de la novela negra en particular es incuestionable y una prueba suficiente y significativa del prestigio de Dashiell Hammett es, por ejemplo, la confusión deliberada con que se apadrinó la edición en España de Estudio en escarlata. La reedición de esta obra de Arthur Conan Doyle en Barral, de acuerdo con la traducción propiedad de Aguilar, se hizo con número 11 de la «Serie Negra Policial», como si, en efecto, Sherlock Holmes fuera un colega o vecino de Sam Spade, habitante del número 31 de la misma colección (El largo adiós). El éxito, insisto, se debió a variadas circunstancias, y no menor fue la coincidencia en cartel y como refuerzo de los clásicos cinematográficos del género. Los críticos de la Nouvelle Vague habían encumbrado a los cineastas americanos de la serie negra, auxiliados en sus guiones por autores tan reputados como Faulkner y encarnados por Bogart o Edward G. Robinson, y habían celebrado la modernidad narrativa de aquellos escritores que eran la fuente literaria de las películas. El afrancesamiento de la cultura española de oposición hizo el resto. Las novelas policiales americanas y las películas a que dieron lugar cobraban un relieve inusitado y sus efectos se dejaron sentir preferentemente en los años setenta.

YO MATÉ A CARVALHO

Es ése justamente el momento en que aparecieron las primeras novelas de Manuel Vázquez Montalbán dedicadas al género, Yo maté a Kennedy y Tatuaje, por ejemplo. Pepe Carvalho, su personaje nacido en 1972, fue la adaptación hispánica del modelo de detective privado americano; es decir, como sus referentes, nuestro huelebraguetas local fue también un héroe cansado, maleado por la vida, escéptico después de haber creído y después de haberse implicado, después de haber sido un hombre de acción y de ideas, de principios y de supuestos, agente de la CIA y militante comunista. La novedad que Vázquez Montalbán introdujo en el personaje del investigador privado fue la ironía sobre el propio género y, en conexión con lo anterior, el cultismo, su revestimiento culto. Esos dos rasgos son, sin embargo, característicos no sólo de la serie de Carvalho, sino de toda la producción de su autor. Como sostenía el narrador en una de las Tres novelas ejemplares, la generación del escritor había llegado tarde a la mayor parte de las revoluciones políticas y culturales del siglo. Justamente por eso, la única osadía política que se podía consentir era la militancia en la izquierda o, después, mucho tiempo después, la lucha contra la globalización que sigue a la derrota del comunismo. Justamente por eso, la única audacia cultural que le cupo tras las vanguardias fue la mezcla, el collage, la parodia de géneros. Aprendidas esas lecciones, Vázquez Montalbán le dará a sus libros un propósito aleccionador, político y moral, o, al menos, lo que él mismo entiende como político y moral; y adoptará deliberadamente la forma de un híbrido con relleno de referencias cultas, intelectuales y populares, expresadas de manera sentenciosa e irónica. A esa confusión intencional de géneros y de fuentes se le ha llamado posmodernismo. Probablemente, sea un juicio atinado para su obra, pero no es menos probable el rechazo que tal calificación despertaría en nuestro autor. Retengamos ese breve esbozo, ese daguerrotipo trazado en este párrafo.

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