Justo Serna - Héroes alfabéticos

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Los personajes literarios nos ayudan a pensar en los demás. Son nuestros héroes alfabéticos: por delegación nos muestran qué deseamos o qué tememos. Con ellos vivimos e incluso hablamos: forman una populosa demografía de tipos admirables o ruines con los que tratamos. Este libro empieza con los Adúlteros de novela y acaba con los Vampiros de cuento: de Bovary a Drácula. Los capítulos son ensayos ordenados alfabéticamente: una crónica personal, la del historiador que lee ciertas novelas como documentos culturales. Sin duda se trata de un elenco subjetivo, aunque no arbitrario: también pasan por aquí los Espías, los Licántropos, los Monstruos, etc. Viven en algunas de las novelas que más nos han conmocionado, aquellas que expresan un contexto al tiempo que lo rebasan. Ese hecho los convierte en materia de historia cultural, pero también en objeto de disfrute.

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El éxito de Schnitzler como novelista fue grande en la Viena de su tiempo. De su resonancia, de su eco, el historiador y psicoanalista Peter Gay nos dio un retrato vívido y polémico en la biografía que del escritor publicó. Gay intentó pintar un mundo victoriano menos represor de lo que estamos inclinados a pensar, un mundo en el que los apetitos, la lascivia y los sentimientos amorosos no estaban tan contenidos como querríamos suponer. También este historiador sacaba a colación la célebre coincidencia que Freud admitía con Schnitzler, una coincidencia que no sería fruto de la adulación, dice Gary, sino de la sorpresa, probablemente exagerada, probablemente generosa, de ver un mismo examen interior del orden burgués y respetable. De todas sus novelas a las que podríamos regresar, de todas aquellas narraciones en las que aparecen pasiones ambivalentes, ensoñaciones eróticas e incluso conductas adúlteras, quizá sea Relato soñado la mejor. ¿Por qué razón? Habiendo sido publicada en 1926, fue Stanley Kubrick quien le dio actualidad a finales del siglo pasado al adaptarla para la pantalla con el título de Eyes Wide Shut (1999).

En ese film, que es una recreación sofisticada de la novela original, el adulterio ya no se trata, ya no puede tratarse, como lo había sido en la edad dorada del realismo decimonónico. Ya no es la infracción, aquella infracción legalmente punible, sino la tentación infiel, los fantasmas interiores de la propia lascivia. «Stanley siempre se refería a las películas como sueños, sueños acerca de sueños, incluyendo las ensoñaciones diurnas y las pesadillas», y, por consiguiente, «nunca hizo ninguna distinción –y creo que eso caracteriza su peculiar materialismo– entre sueño y visión», reconocía Michael Herr. Por eso, «no tengo ni idea de cuánto de lo que ocurre en Eyes Wide Shut ha de tomarse literalmente como un sueño, o como una serie de aconteceres que entran y salen de un sueño, o como una historia cuya única lógica es la onírica», insistía Herr. ¿Y cuál fue el resultado que Kubrick obtuvo con la que fue su última película? ¿Hasta qué punto el onirismo evidente del director adulteró o no la novela de Schnitzler?

La narración está protagonizada por un médico llamado Fridolin y por su esposa, de nombre Albertine. Han ido a un baile de disfraces, un espacio de sociabilidad burguesa. Allí ambos han recibido proposiciones adúlteras y con ellas regresan, excitados e incomodados, con la pasión justa para sucumbir entre las sábanas. A la mañana siguiente, sin embargo, esa desazón aumenta, pues se han hecho conscientes de sus sentimientos, de sus inclinaciones, de sus deseos. Albertine es muy explícita y esas confesiones, esas franquezas ingenuas y maliciosas a la vez, esos sueños, revelan un fondo de fantasías indómitas, de ambivalencias, que horadan el matrimonio burgués. En efecto, «de la charla ligera sobre las insignificantes aventuras de la noche pasada pasaron a una conversación seria sobre los deseos escondidos y apenas sospechados que hasta en el alma más pura y clara pueden provocar turbios y peligrosos remolinos». Se prometen ser sinceros, pero eso no le impide a Fridolin comenzar un tanteo adúltero, compensatorio. Espera «llevar una especie de doble vida, ser el médico competente, digno de confianza y de prometedor futuro, el buen esposo y padre de familia... y al mismo tiempo un libertino, un seductor, un cínico que jugara con la gente, con hombres y mujeres, siguiendo su capricho». Esa perspectiva «le pareció en aquel instante algo absolutamente delicioso...; y lo más delicioso era que más adelante, un día, cuando Albertine se creyera ya desde hacía tiempo protegida por la seguridad de una tranquila vida conyugal y familiar, él, sonriendo fríamente, le confesaría toda sus culpas, desquitándose así de la amargura y la ignominia que ella le había causado con su sueño». Pero esa infidelidad del marido, un adulterio en buena medida soñado, le llevará por un camino incierto, confuso, doloroso, cuya consumación amenaza con destruirle, con demoler su matrimonio... ¿Cómo regresar?

LOS OJOS DEL PECADOR

Aquel tímido y despótico personaje que se esforzó en hacer del genio su aflicción y su derrota, y de la misantropía su cárcel, que se empeñó en apartarse del mundo por temor a la irrupción desordenada de la vida, que cultivó manías, caprichos y crueldades para gobernar con mano firme el proceso creativo, tenía que acabar así, envuelto en una leyenda de inexactitudes y de extravagancias, en un rumor inacabable de palabras y de ecos deformantes, de juicios expeditivos y de rendidas admiraciones. Sin embargo, más allá de ese incómodo, irritable y arbitrario personaje, más allá de la persona que había detrás y cuyo conocimiento nos está efectivamente vedado, hay una obra valiosa que sigue despertando entusiasmos y rechazos, que no nos deja indiferentes. Esa última producción, que se ha querido ver como un compendio apretado de toda la carrera cinematográfica, es para algunos un relato tramposo, un relato estropeado por brillantes oquedades, por ejercicios de estilo y por excesos insustanciales; para otros, por el contrario, esa historia es una fuente de sugestión, de interrogación, una historia en que la ambigüedad, lo no dicho, lo intuido, lo evocado, lo supuesto o lo entrevisto son ejemplo de una espléndida lección narrativa. Me confieso ser cofrade de estos últimos, de quienes la admiran, tanto..., que me llevó a leer la novela de Schnitzler. Para mí –como espectador–, pero también como desorientado individuo que se pregunta acerca de sí mismo, de sus zozobras y de sus perversiones, que se sabe irreparablemente tentado, Eyes Wide Shut es una confirmación de que el pecado es goce y desequilibrio, tentación, placer y caos.

Pero hay más. Decía Frederic Raphael, su inteligente y resentido coguionista en un libro imprescindible, que con esta película, la tentación de Stanley Kubrick fue la querer ser a la vez director de orquesta y compositor, la de dirigir y crear la partitura. No estoy muy seguro de que sea así. Lo mejor de Eyes Wide Shut es precisamente que sus piezas están tan bien ensambladas que se hace invisible la argamasa, que sólo después de la fascinación, que sólo después de una segunda vez, aprecias esos detalles que dan armonía al conjunto, que la hacen un todo. Kubrick era un depredador, nos dice Raphael, un devorador que al modo de un caníbal se zampaba a sus enemigos tomando posesión de su alma. Para Kubrick, sus colaboradores eran en principio adversarios a los que había que reducir, adversarios cuya hostilidad era justamente su misma e irreductible personalidad. Claude Lévi-Strauss dijo tiempo atrás que entre las diferentes tribus de los antiguos salvajes, temerosos y guerreros, únicamente les quedaba la opción de hostigarse o de casarse. Hoy, por el contrario, podemos apaciguar pagando, sin que ello nos obligue a contraer mayores compromisos o a seguir combatiendo. Kubrick era un creador radical, alguien que quería apropiarse de lo que la vida le daba, de lo que la tribu vecina le negaba; pero él no esperaba obsequios de sus colaboradores ni tampoco ejercía el pillaje, pagaba por ellos, pagaba por esa parte del yo que se le cedía, porque siempre supo que los presentes se devuelven, porque siempre supo que el regalo de la creatividad –como todo don– entra también en la obligatoriedad de la devolución recíproca. Si esto es así, no veo qué hay de distinto en lo que hiciera Kubrick y en lo que cualquier gran artista hace cuando debe contar con algo más que sí mismo. Por tanto, se apropió de la tarea perfecta de sus colaboradores, de los ingredientes que son partes del todo, pero al apropiarse de esos bienes dio forma a un patrimonio que siendo común acabó por ser personal.

La música como estruendo y como contraste (Baby Done A Bad, Bad Thing, de Chris Isaak); el piano como refuerzo que puntúa al modo de un ritornello las secuencias de mayor intriga; la fotografía que las distingue, con una luz blanca, casi cegadora, o con ese ocre excesivo, fin-de-siècle; el lujo ostensible y la lentitud sedante que envuelve a los esposos; o, en fin, la propia historia narrada, son todo ello de una sencillez evidente, pero el conjunto resultante es complejo. Digámoslo de una vez: es fascinante. ¿Y por qué lo es? Porque trata de lo oscuro, de lo escondido, de nuestra psique más profunda, de la mía y de la de mi esposa, de lo ambivalente de nuestros sentimientos y deseos, de la vigilia y del sueño, sin dar respuestas consoladoras, pero sin caer tampoco en lo tonta o enfáticamente abstruso, sin engolamiento, pues. En este dominio de nuestras vidas, no hay nada claro, no hay nada que pueda aclararse definitivamente, porque aclarar un problema –como anotaba David Hume– es liquidarlo, y aquí, en efecto, no hay nada que podamos resolver. Ahora bien, tampoco conviene demorarse en una metafísica inútil. Hemos tenido tentaciones, hemos fantaseado con nuestro amor y con la infidelidad, hemos destapado nuestras inclinaciones más indómitas, hemos jugado con riesgo, como es la vida misma, pero, al fin, el mejor modo de salir airosos es hacer convivir a nuestros fantasmas, avecindar nuestros deseos, nuestras perversiones y nuestras pulsiones y follar, follar libremente, sin ataduras, to fuck.

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