Las caricias que ella le está prodigando lo excitan hasta la locura.
–Déjame ser tuyo, mi amor –murmura y empieza a penetrarla.
Su vagina está gratamente húmeda, pero un centímetro más allá, algo le impide seguir avanzando. Parece una tela, una membrana que está cerrando el paso.
–Perdona que no te lo haya dicho, pero soy virgen, nunca he tenido sexo con nadie –dice ella avergonzada.
Él sonríe emocionado y de repente, le entra la duda, esa duda que le implantó Valentina. Qué raro... Hasta ahora ha sido tan experimentada en sus caricias. ¿Le estará mintiendo? Son tantas ya las mujeres que le han mentido. Inclina el rostro hasta ponerlo muy cerca del de ella para mirarla a los ojos y ve las lágrimas que ella está derramando en silencio.
–No llores, mi amor –le dice enternecido–. Seré cuidadoso.
Nunca ha hecho el amor con tanta dulzura y ella suspira muy quieta mientras él logra romper el himen que ensangrienta su falo, ahora cubierto por una sustancia espesa que intensifica su placer.
Por fin, lo siente muy adentro y se hunde en una marea de oleaje imprevisto. Con las piernas encabalgadas en las caderas de él, recibe el golpe de esas olas de volumen y ritmo siempre diferente. Le gusta sentir el cuerpo enardecido de José, ese leve jadear sobre sus mejillas y la turgencia de su miembro deslizándose en un ir y venir que le produce placer y un poco de dolor. El tiempo ya no existe, tampoco esa cabaña de madera ni la rutinaria realidad de dietas y pólizas de seguro. Solo existe él creando este nuevo universo de cuerpos enlazados. De pronto, aquel oleaje se acelera, él lanza un quejido apremiante y se desploma sobre ella que lo abraza para cobijar su cuerpo ahora muy quieto.
Pasa un momento, José suspira, la besa y, acostándose a su lado, la abraza por la cintura.
–Prométeme que de ahora en adelante estaremos siempre juntos –susurra sintiendo una laxitud del cuerpo y el alma que lo hace quedarse dormido bajo la sombra de la paz absoluta.
Ella también ha cerrado los ojos para revivir todo aquello. Ya sabía que la primera vez que una mujer hace el amor, no tiene la vivencia de un orgasmo, pero nunca se imaginó que el encuentro de dos cuerpos produjera tanto regocijo y felicidad. “Juntos, por siempre juntos”, se dice, y a lo lejos oye a los perros ladrando mientras un rumor oscuro y ominoso se acerca y produce un abrupto movimiento de la tierra.
–José, mi amor, ¡está temblando!
Él salta de la cama, agarra la frazada para que ambos se cubran y, tomados de la mano, salen corriendo por temor a que la cabaña, bajo ese remezón tan fuerte, se derrumbe causándoles la muerte.
Dos cabañas más allá, sale una pareja que no está desnuda como ellos.
–¡Venga! Vamos a sujetarnos del tronco de ese árbol –grita una jovencita rubia que lleva del brazo a un hombre de edad bien vestido y de cabeza calva.
–¡Buena idea! –exclama José, aterrado por el vigor de los sacudones de la tierra que no paran–. Vamos hasta ese otro árbol, Martita de mi vida.
Los perros han dejado de ladrar, pero el ruido es infernal. Los techos de lata y calamina de esas casas viejas vibran resonando en el aire y el letrero luminoso del motel cae al suelo dispersando astillas de vidrio a su alrededor; choque de autos allá afuera, gritos y el sonido seco y retumbante de piedras que están cayendo desde el cerro San Cristóbal.
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