Lucía Guerra - Santiago - cuerpo a cuerpo

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Santiago: cuerpo a cuerpo: краткое содержание, описание и аннотация

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Tres parejas con historias diferentes respecto a su sexualidad se encuentran, por casualidad y al mismo tiempo, en un céntrico motel capitalino. Los une, además, un terremoto que irrumpe en la trama creando una atmósfera de suspenso e incertidumbre. Atmósfera que se transforma en metáfora de otros desastres. La ciudad de Santiago, por su lado, no es solo el escenario de estas relaciones amorosas, sino un espacio de peculiar espesor histórico y signo material de las divisiones sociales.

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En ese momento, siente que Martita le está acariciando la mano. Hasta ahora, lo ha dejado que le sobe el muslo debajo del vestido, incluso que avance y le introduzca la mano por el calzón cuando el taco se hizo demasiado largo, pero ahora que ha dejado la mano descansar sobre su rodilla, ella la acaricia, la toma entre sus dos manos y la besa de una manera tan tierna que lo emociona.

–Ya falta muy poco, mi amor, para llegar –le dice, desviando la vista por un segundo para mirarla a los ojos y siente que Pedro está allí, en el verdor de su mirada.

¿Será posible que Pedro, donde quiera que esté ahora, le haya enviado esta mujer tan llena de cariño?

Frena abruptamente porque, por estar distraído, casi atropella a una señora que está cruzando la calle con un niño. Desde los puestos de flores a la entrada del cementerio, rosas, claveles y crisantemos le están iluminando la vida con sus colores, y en el último puesto un vendedor le está pasando a un cliente un ramo de ilusiones, esas flores de pétalos tan frágiles y tan pequeños en una blancura que le hace evocar la inocencia.

Sí. Es Pedro quien le ha enviado a Martita y señaliza hacia la izquierda, porque ha decidido entrar al cementerio para llegar hasta su tumba y darle las gracias al mejor amigo que ha tenido en su vida. “¡No! Sigue, huevón. ¡Cómo se te ocurre que la vai a traer al cementerio! A la mina se le van a acabar las ganas, y te vai a quedar sin pan ni pedazo”. Le hace caso a Pedro y sigue por la Avenida Recoleta.

–¡Por fin llegamos! –exclama José al dar vuelta a la derecha y entrar a una especie de enorme patio rodeado de cabañas–. Quédate aquí, mijita, mientras voy donde el tipo ese para que me pase la llave. ¡No me demoro ni tres minutos! –añade dándole un beso en la mejilla.

Marta sonríe y mira a su alrededor. Hay ahí árboles centenarios cuyos troncos contrastan con la madera nueva de las cabañas. Seguramente en el pasado todo aquello era parte de una casa patronal, como la de su tía abuela en Villa Alegre. Este lugar no tiene nada que ver con el templo de cúpulas doradas, ni ella una pizca de semejanza con la intrépida amazona que, de pronto, se ha convertido en una imagen de pacotilla. Ahora se siente, más bien, como una paloma a punto de ser degollada. No, no es así como se siente y quizás por qué le ha venido a la mente la imagen de esa canción tan escabrosa. ¡Degollada! ¿Y si José fuera un sádico o un asesino en serie? Decididamente ha cometido una estupidez que ninguna mujer en sus cabales habría hecho. A nadie, con apenas dos dedos de frente, se le habría ocurrido partir a un motel con una persona desconocida para exponerse al robo y al crimen en un Santiago tan plagado de delincuentes. ¡Ahí viene José! Mejor será salir arrancando y meterse en la cabaña donde está el hombre que entrega las llaves, pero por su maldita gordura le va a costar salir del auto y ¡para qué hablar de correr!

Se pone la mano en el corazón para apaciguar las palpitaciones que le está causando este temor ya tan cercano al pánico. En ese mismo momento, José vuelve a entrar al auto.

–Tenemos que estacionarnos allá atrás –le explica poniendo en marcha el motor.

“Y Malena que no se aparece por ningún lado”, piensa Marta inspeccionando el follaje de los árboles. Entre las ramas de un eucalipto, de repente, divisa el rostro escandalizado de su madre que la increpa:

–¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡La hija de mis entrañas que provienen de tan buen linaje metida con un pobre diablo!

Es el mismo tono alarmado que usaba cuando despotricaba en contra del gobierno de Allende.

–Porque los rotos upelientos, mi linda, querían apoderarse del país y despojarnos de todo, olvidando que fue nuestra clase social la que forjó la patria, y somos sus descendientes los únicos que merecen los privilegios.

Se pasaba horas hablando por teléfono y probándose los vestidos que le hacía una modista que llegaba a la casa acezando porque tenía que tomar dos micros.

–¡Te prohíbo estrictamente que te acuestes con un taxista! –le grita en un chillido, señal de que está furiosa–. Nunca jamás debes olvidar el rango de nuestra familia –y al oírla, Marta hace un gesto displicente.

Quizás por qué le gustaba tanto hablar del rango de la familia cuando este se había perdido hacía ya rato y, por esa razón, vivían en Manuel Montt y no en un barrio más elegante. Pero así había sido siempre su madre: siútica y arribista, más pendiente de la vida social que de sus propios hijos. Por eso quería y sigue queriendo tanto a su abuela, quien había sido la única que le había brindado verdadero cariño. Ella o Malena deberían estar aquí en este momento para infundirle fuerza y hacer desaparecer este temor que le hace temblar las manos.

–Me emociona estar aquí contigo –le dice José cuando detiene el automóvil y se da cuenta de que esta frase no corresponde al repertorio que usaba con las mujeres cuando era joven y se las daba de seductor.

–Te lo digo de todo corazón –agrega dándole un beso en la boca.

Como en un milagro desaparece el miedo y, sonriente, Marta se apoya en la mano de él para salir del vehículo. Entonces, él le pasa un brazo por los hombros, la conduce hasta la cabaña y frente a la puerta que está por abrir, le acaricia el mentón y la mira a los ojos. A ella la conmueve esa mirada tan llena de ternura y de algo muy profundo que no puede definir. Ya no está nerviosa, tampoco siente curiosidad por lo que está a punto de suceder. Más bien, tiene la sensación de que empieza a sumergirse en un lago de corrientes muy suaves y cálidas.

En cuanto entran a la cabaña, él la apoya contra la pared y empieza a besarle el cuello y el nacimiento de los senos que el escote del vestido deja al descubierto. Su piel, nunca antes acariciada por un hombre, le transmite una sensación de placer y al mismo tiempo de ansiedad, de un deseo que la impulsa a tomar el rostro de José con ambas manos y a darle un beso apasionado que se prolonga y multiplica en otros besos. La saliva le resbala por la comisura de los labios y José, sin dejar de besarla, ha puesto uno de sus muslos entre las piernas de ella para que se abran. Es tan lindo frotarlo así mientras la besa y, con ambas manos, acaricia y aprieta esas nalgas abultadas. Ella emite un leve quejido que lo enardece aún más y le baja el cierre del vestido que ella, presurosa, se saca dejándolo caer al suelo. Él hace lo mismo con sus pantalones y su camisa antes de guiarla hasta ese lecho en el cual tantos hombres y mujeres se han amado.

Al llegar al borde de la cama, ella se desabrocha el sostén y él, al ver sus senos desnudos, los besa, los acaricia con su lengua y le dice que es la mujer más bella que ha conocido en su vida. No está mintiendo. Esos senos voluminosos y de piel tan blanca le producen una sensación de abundancia prodigiosa, la misma que experimentaba cuando con Pedro caminaban debajo de aquel parrón en la casa de su tío allá en Carrascal y, escondido entre las hojas, encontraban un enorme racimo de uvas que se comían alabando la generosidad de la tierra.

Marta, en total éxtasis y con los ojos cerrados, disfruta sus caricias aún con la vivencia de estar de pie en el agua que lame sus senos haciéndolos florecer. Él ahora se ha arrodillado frente a su cuerpo desnudo para rozar con la lengua su pubis, su vagina de labios muy abiertos y ella allí siente un dulce ardor. Entre susurros, la hace yacer en el lecho y lo maravilla su cuerpo con esa blancura que semeja una nube de forma caprichosa en el celeste del cubrecama. Rápidamente, se despoja de sus zapatos y calzoncillos para ingresar a lo que ahora le parece un ámbito celestial.

Por primera vez en su vida, ve a un hombre desnudo que nada tiene que ver con las estatuas griegas de los museos. Hombres hermosamente musculosos luciendo un falo tan pequeño y endeble que resulta ridículo. En cambio José que se ha subido a la cama para cubrirla con su cuerpo posee un pene grueso y viril que la motiva a acariciarlo. Qué extraño que no le resulte desconocido palpar este miembro rígido, es como si ya hubiera tenido bajo la palma de la mano muchos otros falos erectos de piel tan lisa y entre dos testículos que tiemblan levemente. ¿Será Malena quien le está enviando este saber? Mientras José la estaba acariciando apoyada en la pared, le pareció que ella se acercaba ataviada toda de verde y los labios en un apasionado beso, como la había visto por el espejo, pero en vez de desaparecer, Malena ahora se fundía en su propio cuerpo, entraba en él para desde allí enseñarle las artes del sexo.

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