Lucía Guerra - Santiago - cuerpo a cuerpo

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Santiago: cuerpo a cuerpo: краткое содержание, описание и аннотация

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Tres parejas con historias diferentes respecto a su sexualidad se encuentran, por casualidad y al mismo tiempo, en un céntrico motel capitalino. Los une, además, un terremoto que irrumpe en la trama creando una atmósfera de suspenso e incertidumbre. Atmósfera que se transforma en metáfora de otros desastres. La ciudad de Santiago, por su lado, no es solo el escenario de estas relaciones amorosas, sino un espacio de peculiar espesor histórico y signo material de las divisiones sociales.

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–Todo esto pertenecía antes al fundo San Juan de Chuchunco y no me acuerdo quién le puso Villa Francia. No teníamos nada, ni luz ni pozos sépticos, apenas unos grifos de agua en la calle. Y, en el invierno, como había tanto barro con la lluvia, tu papá tenía que cubrirse los zapatos con una bolsa de nailon para poder entrar a la micro y llegar al trabajo.

A su mamá le gustaba tanto hablar de esa época cuando todos los vecinos se ayudaban entre gritos, palas y martillos. Ella había sido la primera en darse cuenta de que Valentina andaba en cosas raras.

–Hijo, no sé por qué la Valentina se pasa yendo al almacén de 5 de abril. Va y vuelve como cuatro veces al día y se demora harto, para mí que inventa que se le olvidó comprar algo para tener la excusa y salir de nuevo. Se arregla bien arreglá y hasta se cambia de ropa cada vez que va al almacén.

Y así había empezado esa tragedia que lo marcó para el resto de su vida.

En esa época no había teléfonos celulares, y solo cuando regresó de la construcción se enteró de que Valentina se había ido al sur con el empleado que trabajaba en el almacén.

Lleno de desesperación, había entrado al dormitorio donde Valentina no había dejado ni una sola huella de esos cinco años en que él le había dado todo su amor. Cajones vacíos, repisas de donde había sacado todas las cosas, y hasta los paños tejidos a croché que servían de adorno. Y en el clóset ya no estaba su ropa, aunque volvió a sentir el olor del perfume que ella usaba. Fue entonces cuando estalló en llanto. ¡Era peor que si se hubiera muerto! ¡Se había ido con otro! Y capaz que en ese mismo momento le estuviera haciendo a su amante el show de la Macarena que tanto lo excitaba.

–¿Te das cuenta qué terrible? Siguen dando la oportunidad de comprar autos en cómodas cuotas mensuales y no ensanchan las calles de acuerdo al número de vehículos que transitan cada día –comenta esta mujer a quien pronto va a poder desnudar entre besos y le hace bien oír el tono dulce de su voz.

El auto de adelante se detiene y él aprovecha de mirarla a los ojos, tienen un viso verdoso de lago profundo que le hacen recordar los ojos de Pedro.

¡Sufrió tanto! ¡Por la puta que sufrió! Ni que le hubieran pegado catorce cuchilladas en pleno corazón. Durante varios días había tenido que dormir en el living, porque no toleraba enfrentar ese espacio vacío que Valentina había dejado en la cama. Ya ni siquiera tenía ganas de comer y se forzaba a hacerlo para no preocupar a su mamá. Después salía a la calle a caminar, solo y triste en esas noches de invierno, con los huesos calados de frío y la neblina espesa que empañaba los focos de las aceras. Con el corazón hecho pedazos y llamando a Valentina en silencio. Horas amargas como la hiel y él sin poder sobreponerse a tanto dolor que le había causado el abandono de esa mujer que seguía amando, pese a su traición.

Caminaba subiendo y bajando por la calle 5 de abril, donde se encontraba con las fogatas de los mendigos que lo saludaban de manera respetuosa, porque él tenía una casa donde dormir. ¡De qué valía tener una casa si no era más que un guiñapo humano! Era como si alguien hubiera agarrado un serrucho y lo hubiera cortado por la mitad y ya nunca fuera a ser el mismo. Caminaba cabizbajo reprimiendo las lágrimas, y al llegar a una esquina sentía la mente en blanco, como si estuviera en medio de la nada.

Solo Pedro había logrado salvarlo de tanta penuria. Él había sido el único que pasaba horas escuchándolo y dándole consejos. Su familia y todos los demás, en cuanto empezaba a hablar de Valentina y del sufrimiento por el que estaba pasando, le cambiaban el tema creyendo que le estaban haciendo un favor. Habían sido amigos desde la niñez y lo había conocido en el comedor infantil donde los dos ayudaban a sus mamás repartiendo las servilletas y recogiendo los platos sucios. Durante la dictadura, la Villa Francia había sido, como decían por la tele, “un foco sedicioso” y, desde el Golpe, los milicos o los carabineros entraban a las casas a medianoche y se llevaban detenidos a los adultos dejando solos a los niños. Al principio, su mamá y otras señoras de la villa les llevaban comida, y después con la ayuda de las monjitas de la población habían creado ese comedor infantil.

¡Tan buen amigo que había sido Pedro! Casi siempre trabajaban juntos en alguna obra y él era el primero que se ofrecía para subir hasta lo más alto de un edificio. Según él, le gustaba estar más cerca del cielo, igualito que los indios apaches allá en Nueva York. En alguna parte había leído que en la construcción de los primeros rascacielos habían contratado a estos indios, que eran los únicos que querían subir tan alto, y mientras elevaban sus plegarias religiosas, instalaban vigas y andamios.

Esa tarde, acababan de compartir la vianda del almuerzo y despidiéndose porque se iba al quinto piso, le palmoteó la espalda diciéndole:

–Ya, gallo, acuérdate de mi consejo. Échate a la Valentina al bolsillo y déjate de pensar en ella. Esa huevona no se lo merece.

Él se había quedado abajo construyendo unos canteros de ladrillo donde iban a poner plantas de adorno.

Pedro se había puesto a cantar, como siempre lo hacía cuando trabajaba tan alto, y de repente oyó un trastabillar allá arriba y vio el cuerpo de Pedro cayendo desde el quinto piso. Aún hoy no entiende por qué pensó que podía salvarlo cuando era imposible. La verdad es que ni siquiera pensó, fue un impulso que lo hizo estirar los brazos tratando de atajarlo y lo logró, pero tras el duro golpe, Pedro rebotó haciéndolo caer también a él. Nunca ha podido olvidar el ruido seco del casco de Pedro al golpear el pavimento, el vómito de sangre que tuvo de inmediato y sus ojos abiertos que ya no parecían estar mirándolo. Allí se había quedado a su lado mientras llegaba la ambulancia, y cuando los enfermeros determinaron que estaba muerto, haciendo un esfuerzo muy grande porque casi no podía mover los brazos y tenía los dedos de una mano torcidos, le había bajado los párpados.

Ahora se da cuenta de que los ojos de Martita le llamaron tanto la atención, porque se parecen mucho a los ojos de Pedro.

La condujo de la mano hasta el taxi, la hizo sentarse a su lado y abrazándola le dio el primer beso en la boca. Eran incontables los besos de amor que había visto en la pantalla y en la vida real, pero jamás se había imaginado la emoción que producen, esa conmoción de cuerpo y alma que deja sin aliento y sin palabras. La lengua de él tropezó con la suya antes de convertirse en una caricia tan suave y húmeda que ella hubiera querido que durara para siempre. Estaba a punto de empezar a mover su lengua como lo estaba haciendo él cuando se retiró y, acariciándole el cuello, dejó de besarla.

–¡Dios mío! ¡Eres increíble! Vámonos ahora mismo para amarte durante horas –le había dicho dando un largo suspiro antes de hacer partir el motor.

Después de bajar del cerro en silencio, entraron hacia Recoleta por calles de casas antiguas. Una de esas calles se llamaba Purísima y, al leer el letrero, Marta sintió ganas de lanzar un escupo de desprecio por la ventanilla. “Purísima, igual que la Virgen en la punta del cerro”, pensó, y por primera vez imaginó a la Virgen María no bendecida sino condenada a no tener sexo y con una vida donde nunca tuvo una verdadera Noche Buena. Su cuerpo siempre casto y cubierto por esa ropa que apenas deja ver sus manos y su rostro en ya tantas imágenes que ha visto en sus casi cuarenta y un años, y si aparece con el Niño Jesús, sus senos son únicamente abundantes para alimentar al Hijo de Dios y no para ser acariciados. Se pregunta cómo San José tuvo la fortaleza para no caer en la tentación de sobarlos, de sostenerlos con ambas manos y besarlos. Este José que maneja a su lado seguramente hará todo esto y mucho más con sus senos que ahora parecen haber adquirido otra textura. Mira sus manos aferradas al volante, los dedos de su mano derecha parecen tener un pequeño defecto, como si alguna vez se le hubiera quebrado alguna falange, pero qué importa, como ya lo ha demostrado, su lengua es capaz de prodigar un infinito placer y provocar un sabor que nunca antes ha conocido.

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