Rafael Echeverría - Por la senda del pensar ontológico

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"Este nuevo quehacer tiene dos ejes importantes: la calle y la vida. La filosofía que hoy hace falta requiere apoderarse de la calle, tiene que volver a la plaza, a los espacios públicos de congregación de los ciudadanos. La filosofía debe dejar de ser un reducto de unos pocos iniciados que hablan un lenguaje que los demás son incapaces de entender y mucho menos de seguir. La filosofía requiere recuperar la calle que perdió hace mucho tiempo. Ella nació en la calle y debe volver a ella. Tiene que estar en las marchas, en las manifestaciones, tiene que ser parte de los grandes carnavales".

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Hay momentos en la historia en los que prevalecen las respuestas. Hay, sin embargo, otros momentos en los que lo que predomina son determinadas preguntas. Estamos viviendo uno de esos momentos. Y la pregunta que hoy observamos que está siendo enarbolada es la pregunta sobre nosotros mismos. Durante mucho tiempo vivimos de respuestas que nos parecían satisfactorias. Hoy, sin embargo, sospechamos que hemos estado profundamente equivocados. Esta ya no es sólo una sospecha intelectual. Nuestras vidas nos ofrecen el mejor testimonio de que se hace necesario revisar las respuestas que en el pasado dábamos por válidas y de rectificar el camino. De lo que se trata es de rectificar la manera de cómo hemos estado viviendo.

Son varias las voces que se han levantado en estos últimos doscientos años, advirtiéndonos sobre esta necesidad y mostrándonos los diversos problemas que encierran los presupuestos del programa metafísico. Todas esas advertencias han ido lentamente fermentando y hoy alcanza una fuerza que muchas veces pareciera incontenible. Hasta ahora, sin embargo, esta confrontación se daba fundamentalmente en el terreno de la filosofía. Se trataba en lo fundamental de un debate académico o, al menos, de sujetos ilustrados.

Hemos entrado en una nueva fase. Este debate hoy en día ha saltado las murallas de la ciudadela filosófica y se está apoderando de la calle. La sospecha de que hemos seguido un camino errado y de que hemos estado profundamente equivocados está llegando al ciudadano común. Él y ella están pidiendo una forma diferente de encarar la vida, una manera distinta de observarse a sí mismos. Ellos se están armando para tomar por asalto la ciudadela de filosofía, a la que hasta ahora se les negaba el acceso.

No estamos sosteniendo el exterminio de los filósofos. Muy por el contrario. Ellos serán cada vez más importantes. Pero esas murallas que han separado por tanto tiempo el quehacer filosófico del quehacer de los hombres y mujeres comunes, están por venirse abajo. Vemos brechas en ellas por todos lados. Sospechamos que estamos por presenciar un reencuentro entre los filósofos y el resto de los ciudadanos. Nuestro propio quehacer se ha definido desde siempre como un puente que busca concretar ese acercamiento, a través de modalidades diversas. Nuestros alumnos lo saben. Ellos salen de nuestros programas enarbolando banderas filosóficas. Salen hablando de Heráclito, de Sócrates, de la metafísica, de Nietzsche, de Heidegger, de la alternativa ontológica. Es un buen comienzo.

Pero no basta que enarbolen banderas. Es preciso también que penetren en el propio quehacer filosófico. Que a su manera, participen en el ejercicio de una forma de pensar desde la cual se generan respuestas que nos afectarán a todos. Es preciso que les arrebatemos a los filósofos el monopolio de la reflexión filosófica. Es preciso advertir que no pensamos que todos podremos realizar lo que personas adecuadamente adiestradas serán capaces de hacer. La filosofía es un área de especialidad y, como tal, requiere como toda profesión de especialistas.

Pero ha pasado algo curioso con la filosofía. Yo no soy músico, pero me permito disfrutar de la música. No soy deportista, pero me gusta asistir a espectáculos deportivos. Tampoco soy político y no por ello dejo de participar en política. Quizás entienda que en áreas muy delimitadas que se concentran y requieren de un particular nivel de especialización, como sucede en determinados campos científicos, podamos aceptar en paz quedarnos fuera.

Pero este no es el caso de la filosofía. Sin negar que existan áreas en la filosofía que requieren de un alto nivel de especialidad, no es menos cierto que la filosofía tiene un vasto territorio de reflexión general. En ellos, lo que la filosofía muchas veces realiza es un pensar sobre nosotros, sobre la vida. Sus reflexiones, como sus conclusiones, debieran comprometernos, afectarnos, inquietarnos, interesarnos. Lo sorprendente es que esas reflexiones hayan llegado a interesarnos tan poco y que parecieran ser completamente irrelevantes a la forma como conducimos nuestras vidas. Eso nos habla de un serio problema, no tanto de nosotros, sino de la filosofía. ¿Qué ha pasado con ella?

Son muchos los filósofos que, de una u otra forma, han estado denunciando este problema durante el último tiempo. Algunos de ellos han mirado a la filosofía con desprecio e ironía. Russell y Wittgenstein han mostrado cómo muchos argumentos filosóficos resultan de una falta de rigor con el lenguaje. Heidegger procura, desde la filosofía, reivindicar el quehacer del hombre y la mujer comunes. Este ridiculiza a Descartes por haber entendido al ser humano según el modelo del filósofo y por terminar haciendo del pensamiento el fundamento de la existencia. Nietzsche abandona la academia para lograr la libertad que le permite una reflexión desde afuera. Moore nos insiste en alejarnos de la jerga filosófica y reivindica el lenguaje ordinario. Por desgracia, muchos de ellos –es el caso, por ejemplo, de Heidegger– suelen llevar a cabo esta crítica a partir del lenguaje hermético de los propios filósofos.

Decíamos que la ontología del lenguaje es un discurso emergente, un discurso incipiente. Ello implica que su potencial está muy lejos de haberse alcanzado. Que es mucho más lo que desde él queda por reflexionar si lo comparamos con lo que a la fecha ha logrado acometer. Que los territorios por ser explorados desde el «claro» ontológico son ilimitados y que es preciso comenzar a conquistarlos. El «claro» ontológico nos anuncia un nuevo mundo por descubrir. Un mundo que ha estado siempre acá pero que requiere de nuevas luces para comenzar a develarlo. Un mundo que requiere también ser construido, más allá del nivel discursivo, y que será muy diferente de aquel que hasta ahora hemos conocido. Mundos de sentido que podremos observar y mundos que requeriremos construir con nuestra capacidad de acción.

Uno de los propósitos más importantes que posee la noción del «claro» ontológico consiste en el hecho que nos entrega una plataforma con capacidad generativa. Nos proporciona las coordenadas básicas desde la cuales podremos construir nuevos sentidos y, a partir de ellos, orientar nuestra acción en la construcción de nuevos mundos. Terminó la época en la que nos era posible descubrir en la faz de la tierra nuevos continentes, territorios previamente inexplorados. A nivel de la geografía, el mundo está al descubierto. Sin embargo, los seres humanos tenemos una capacidad ilimitada para construir nuevos mundos en las mismas tierras. Los nuevos mundos del futuro no serán aquellos que buscaban los exploradores de los mares y de los nuevos continentes del pasado. Serán aquellos nuevos mundos que podremos inventar con la capacidad que nos proporciona el lenguaje, tejiendo nuevos sentidos y desplegando nuestra capacidad de acción.

Para concretar esas nuevas conquistas requeriremos de nuevos mapas y de nuevas maneras de construir mapas. Esto es precisamente lo que nos ofrece la distinción del «claro» ontológico. Para hacerlo, no requerimos necesariamente ser filósofos. Y el aporte que ellos puedan realizar será importante y bienvenido. Pero, desde el «claro» ontológico surge una invitación a todo el mundo a utilizar sus propias experiencias de vida para participar activamente en este proceso de conquista. Todos estamos en condiciones de poder contribuir en él.

¿Estamos diciendo que los filósofos no son indispensables? No estoy seguro. Pero de lo que no tengo dudas es del hecho que, a la vez, estamos sosteniendo que todos, que cada uno, deben darse el permiso para comenzar a hacer filosofía. Se trata también, de alguna forma, de despertar el filósofo que todos llevamos dentro. Poder ayudar a ello es uno de los objetivos de este libro.

Weston, mayo de 2006

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