Durante un tiempo importante, la noción griega de verdad apuntaba a algo indiferenciado. Aquello que se revelaba tenía, por lo tanto, un carácter siempre misterioso. Sólo se le descubría en el momento de la experiencia de la verdad, de la aletheia . Antes de ese momento, aquello no podía ser reconocido. Posteriormente, sin embargo, con el desarrollo de la perspectiva metafísica que tiene lugar en la misma Grecia, se identifica aquello que la verdad revela y se le posiciona antes de que acontezca la experiencia de la verdad. Se sostiene entonces que, aquello que la verdad revela, es el Ser de aquello que observamos. Pero ello implica un desplazamiento tardío que no encontramos en los orígenes del término aletheia .
El concepto de verdad de los griegos, que Heidegger retoma con mucha fuerza, es muy diferente de los conceptos de verdad que hoy han devenido predominantes. Es importante reconocer que hoy no existe un único concepto de verdad, sino varios y muy diferentes. No vamos a hacer el examen de todos ellos. Bástenos indicar que, de alguna manera, ellos se articulan en torno a dos líneas interpretativas principales.
La primera de ellas –y, para nosotros, la más discutible y contra la cual la ontología del lenguaje entra en lucha frontal– es la verdad como correspondencia con una realidad objetiva. Se trata, por lo demás, del concepto de verdad más arraigado en el sentido común predominante. La verdad como aquello que da cuenta de cómo las cosas «son». El sustrato metafísico de este concepto de verdad es evidente. Tras él encontramos el supuesto de que a los seres humanos les es posible dar cuenta de cómo son las cosas, de una manera objetiva, que es independiente de ellos mismos. Esta es una noción de verdad que nosotros ponemos fuertemente en cuestión.
La segunda noción de verdad, muy presente en la filosofía de las ciencias, está fundada en la verdad como intersubjetividad, como un consenso al interior de una comunidad a través del cual se privilegian ciertas interpretaciones sobre otras. Se trata de un concepto de verdad como construcción social. Dentro de él es importante determinar quiénes conforman la comunidad socialmente autorizada para participar en el consenso propuesto. Así operan las diversas comunidades científicas. Sus verdades son consideradas como el consenso relativo entre pares con competencias que los autorizan para participar en él y sujeto al uso de procedimientos reglados, supervisados por la misma comunidad en cuestión. Desde el discurso de la ontología del lenguaje tenemos una afinidad evidente con este segundo concepto de verdad.
Cuando, desde la ontología del lenguaje, se objeta la noción de verdad, es importante reconocer que ello se hace apuntando fundamentalmente a la primera línea de interpretación. Ella es, como lo hemos dicho, la que mayor influencia ejerce en el sentido común predominante y en la manera como la gran mayoría de los seres humanos conducen sus vidas hoy en día. A nuestro entender, se trata de un concepto de verdad que nos impone un precio muy alto en nuestras vidas y del que es preciso, por lo tanto, distanciarse.
Volviendo atrás, es importante reconocer que el concepto de «claro» que nos propone Heidegger, derivado del folklore del campesinado bávaro, mantiene una relación directa con el concepto de aletheia de los antiguos filósofos griegos. El mundo que observamos, para Heidegger, es siempre la expresión de una forma particular de «revelación». Tal forma no sólo remite al mundo que así queda revelado, sino a la mirada particular que lo revela como ese particular mundo revelado. No es posible disociar por completo la mirada del mundo que a través de ella es mirado. Ese mundo habla de la mirada que lo mira y esa mirada es lo que es en función del mundo que constituye.
Como nos indican Maturana y Varela, todo ser vivo (y por lo tanto todo ser humano) «trae un mundo a la mano». Este es uno de los secretos de lo que Heidegger llama el Dasein , esa unidad indestructible de estar (ser)-en-el-mundo de una determinada manera.
Vamos ahora a Heráclito 25. Este surge en una época muy temprana, luego del nacimiento de la filosofía en el mundo griego. Desde hacía ya algunos años, algunos individuos en Jonia (la parte del mundo griego que estaba en Asia Menor), habían comenzado a hacerse una extraña pregunta. La conocemos como la pregunta por el arché , término griego con el que se designaba el principio del que están compuestas todas las cosas y que conduce, que rige, que dirige, su movimiento. Varios de ellos habían dado su respuesta. Tales de Mileto había sido el primero. Este había señalado que el agua era el principio rector de todas las cosas. Lo interesante de la respuesta de Tales era el hecho que no había acudido en su respuesta a la mitología, sino que había buscado un elemento en (y de) la propia naturaleza.
Más adelante, otro individuo, Anaximandro ofrecía una respuesta diferente. Sostenía que el principio rector de todas las cosas era lo que él llamaba el apeiron y que podemos traducir como lo indefinido, lo informe. Anaximandro lo identifica con el aire. Con ello, él parece sostener que aquello que define a todo lo que existe es la forma, la expresión de un determinado orden. Muchos otros dieron respuestas diversas. Pitágoras, que habiendo nacido en Jonia, luego de visitar Egipto, se había trasladado al sur de Italia, apuntó al número. Empédocles sostuvo que el elemento primario no era uno, sino que eran cuatro: el agua, el aire, el fuego y la tierra. Y así como ellos, muchos otros.
Muy pronto, alrededor del año 500 a. C., surgirá entre estos filósofos, llamados físicos o naturalistas, una gran confrontación. Uno de ellos, Parménides, que vivía en el extremo occidental del mundo griego, en el sur de Italia, escribe un poema filosófico de gran fuerza expresiva en el que proclama que el principio de todo lo existente es el ser. Todo lo que existe remite al ser. El ser es inmutable. Ello implica que todo lo que es, lo ha sido siempre y lo será para siempre. El cambio no es sino una ilusión de los sentidos. Nada cambia. No hay nada nuevo. El tiempo, por lo tanto, es también una ilusión.
Prácticamente en esos mismos años, otra voz se levanta en el extremo oriental del mundo griego. Se trata de la voz de Heráclito que vive en la ciudad de Éfeso, en Asia Menor, ciudad que se encuentra en esos años bajo el protectorado del Imperio Persa. No es descartable que Heráclito recibiera algunas influencias de los persas que entonces se hallaban bajo la influencia de un profeta llamado Zaratustra (los griegos lo llamaban Zoroastro). Zaratustra había trazado, como nadie lo había hecho antes en la historia, una marcada distinción entre el bien y el mal, las dos fuerzas fundamentales del universo. Su dios era Ahura Mazda a quien se le identificaba con el fuego. El culto religioso de los persas, seguidores de Zaratustra, se organizaba alrededor de diversos ritos de fuego.
Es en ese contexto que debemos situar a Heráclito. De él sabemos muy poco. Sus obras se perdieron. Se sabe que antes de morir, las entregó en el gran templo dedicado a la diosa Artemisa que estaba construido en Éfeso y que era considerado en su época como una de las grandes maravillas de la Antigüedad. Por lo que nos llega de él, tenemos la impresión de que Heráclito fue uno de los sabios más grandes del mundo antiguo, sólo comparable a sus contemporáneos del Oriente; Confucio, Lao Tsé y Buda.
Lo que hoy conocemos sobre su pensamiento nos ha llegado a través de sus detractores. Se trata de una colección de unos 126 fragmentos que hoy se consideran originales y unos 40 más que le son atribuidos pero cuya autenticidad los especialistas ponen en duda. Todos ellos caben en unas cinco páginas. Se trata de fragmentos que sus detractores tuvieron a bien citar con el propósito de demostrar lo equivocado que era el pensamiento de Heráclito.
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