1 ...6 7 8 10 11 12 ...28 En la etapa poscolonial, a pesar de compartir los rasgos básicos de la visión antropológica (carácter constitutivo, dignidad equivalente, concepción como sistema significante), opera una reformulación del análisis social que conlleva giros epistemológicos, metodológicos y una redefinición del objeto. Al centrarse en el estudio de grandes ciudades o de comunidades sometidas a un proceso de integración por haber sido incorporadas a un Estado-nación y por los procesos de globalización, los antropólogos se ven obligados a desprenderse del concepto de cultura como totalidad integrada y coherente. Actualmente, el antropólogo debe ocuparse de un objeto que se fuga y es conflictivo, con fronteras que se entrecruzan en un campo a la vez fluido, atravesado por la desigualdad y el ejercicio de dominación. Por otra parte, Rosaldo (1993) critica la idea tradicional de comunidad, según la cual cada individuo solo puede pertenecer a una cultura discreta, libre de ambigüedades y solapamientos. Muy a menudo, uno se encuentra con una pluralidad de comunidades parcialmente disyuntivas y a la vez parcialmente solapadas, que se entrecruzan. En muchos casos, en los países poscoloniales se produce una doble adscripción, al menos, entre una comunidad de origen y el Estadonación: aimara y boliviano, mapuche y chileno, etc. Y, al mismo tiempo, se dan convergencias regionales, como la configuración de Latinoamérica como espacio cultural, e influencias externas que producen comunidades imaginadas (Anderson, 2005), unas culturas «híbridas» (García Canclini, 1999) o culturas criollas (Hannerz, 1998). Por lo tanto, las zonas intersticiales entre las diferentes identidades deben considerarse como un objeto de estudio en sí mismas.
A esta crítica epistemológica y teórica hay que añadir una política. La insistencia en una cultura homogénea, estable, interdependiente comporta lo que Pierre-Andre Taguieff (1998) ha llamado el fundamentalismo cultural. El antirracismo, adoptando esta visión antropológica simplificada, ha favorecido de forma involuntaria que los nuevos racismos basen su discurso xenófobo no en razonamientos biólogos, sino culturalistas. Partiendo del supuesto de que los grupos humanos tienen una cultura homogénea y estable, el nuevo racismo afirma que las personas, cuando emigran, traen la cultura consigo y no cambian, no se integran y producen una situación de anomia y conflicto irresoluble. Por lo tanto, la nueva ultraderecha racista ha modificado su discurso racista tradicional y actualmente toma una versión adulterada del discurso culturalista para legitimar las políticas de discriminación, especialmente hacia la minoría musulmana (Traverso, 2017).
Finalmente, podemos ver cómo, por otro lado, los conceptos que ha creado la propia ciencia social tienen éxito social y, al mismo tiempo, en este proceso, poseen su propia dinámica y deben ser considerados como un elemento más en el contexto social. Por ejemplo, la concepción relativista como concepción oficial de la UNESCO y su influencia en la política cultural (Bustamante, 2015).
1.1.6. Concepción digital de la cultura
Las concepciones humanística y antropológica de la cultura son esencialmente modernas, y conforman un espacio cultural que separa a los seres humanos tanto de la naturaleza como de la tecnología, situados ambos en un plano inferior al ideal de la cultura humanística y a las creaciones simbólicas propias del ser humano. Según Striphas (2016), esta distinción entre cultura y naturaleza se produce de forma diferente en Inglaterra y Alemania, aunque ambas perspectivas definen un modo de existencia de los seres humanos que trasciende el mundo natural. Como hemos visto, la perspectiva alemana ( Kultur ) entiende la cultura como un alejamiento de la condición sensual y animal, y el acercamiento a una concepción más orgánica e interconectada de la vida comunitaria. Básicamente, la cultura se contrapone a la naturaleza. Un siglo más tarde, en Inglaterra, surge la distinción entre cultura y tecnología en un contexto de rápida industrialización y de preocupación por las demandas democráticas del proletariado. En Cultura y anarquía (1869), Matthew Arnold comenta que la cultura es antitética al industrialismo, y más concretamente, a las máquinas. El ideal de la perfección es lo opuesto a la civilización mecánica y material que caracteriza a la sociedad industrial. En este sentido, las definiciones humanísticas, como la de Arnold, atacaban el carácter «mecánico» de la nueva cultura industrial del siglo XIX. Los humanistas cuestionaban la cultura industrial por su racionalismo abstracto (contrario a cualquier concepción de la libertad individual), pero también por la inhumanidad del sistema social que proponía (Williams, 1976). La cultura, en el sentido humanista más restringido, se limitaba a reconocer el valor de ciertos objetos (generalmente con unos criterios estéticos alejados de cualquier implicación práctica – l’art pour l’art –), frente a los objetos técnicos y tecnológicos, que no tienen ningún valor estético, pero sí un valor práctico en el ámbito de la producción y la organización social.
Williams (1965) asegura que, durante el siglo XIX, se expande la comprensión de la cultura como un espacio autónomo dentro del conjunto de los asuntos humanos y de la naturaleza. Este es el ámbito de donde surgen las humanidades. Las concepciones tradicionales de cultura suponen privilegiar la autoridad de las humanidades y reconocer a sus practicantes como intermediarios o árbitros de la producción y valorización cultural. Esta visión fue dominante durante varias décadas, pero con la Segunda Guerra Mundial empezó a entrar en crisis. A partir de ese momento, las nociones más herméticas de lo «humano», y también de las «humanidades», empiezan a cuestionarse desde diversos ámbitos. Según Haraway (1991), el cambio lo representa la aparición de una nueva entidad social que denomina «cíborg». Paralelamente, Hayles (1999) también cuestiona la actualidad de lo humano con su noción de lo «poshumano». Aunque las dos visiones son diferentes, cuestionan de forma tajante la distinción, anteriormente inquebrantable, entre los seres humanos, la naturaleza y la tecnología (Striphas, 2016). Estas distinciones habían servido para legitimar la aparente autonomía de la cultura a lo largo del siglo XIX. Además, Haraway (1991) y Hayles (1999) atribuyen este cambio de concepción, y la revolución simbólica que supone, al ascenso de la cibernética y la teoría de la información, desarrolladas en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra Fría. Haraway (1991) asegura que la cibernética y la teoría de la comunicación produjeron una revolución comunicativa (que llevaría, entre otras cosas, al desarrollo de internet) y también una reteorización de los «objetos naturales» como «dispositivos tecnológicos», y que, por tanto, han de entenderse como mecanismos de producción, transferencia y almacenamiento de información.
De hecho, el término información al que alude Haraway transforma completamente las nociones anteriores de la cultura. Es una concepción antihumanística y antiantropológica, una abstracción que abarca fenómenos muy diversos, humanos y no humanos, naturales y artificiales. En el último tercio del siglo XX se multiplican los esfuerzos por redefinir la cultura en estos términos. Esta renovación tiene una influencia relevante en el análisis sociológico de Talcott Parsons (1970), que entiende la cultura como un sistema cibernético, y también en el análisis antropológico de Clifford Geertz (2001), que asegura que las operaciones de la cultura se asemejan a las del software . Ambos trabajan en el nivel de la analogía, interpretan la cultura mediante metáforas computacionales, pero no establecen el nexo directo entre ambos universos (Striphas, 2016). La cultura sigue siendo un espacio relativamente autónomo.
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