Amador Menéndez Velázquez - Una revolución en miniatura

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La historia de la tecnología es el reflejo vivo de las necesidades y las inquietudes humanas, al amparo de los límites fijados por las leyes físicas. En los albores de este nuevo milenio, estamos asistiendo al impulso de la más revolucionaria de las tecnologías, la que basa su potencial en la manipulación de la materia a escala atómica y molecular. Los retos científicos son tan inmensos como las oportunidades tecnológicas. Desde la nanoescala nos llegan soluciones a algunos de los problemas más grandes de la humanidad, como los relativos a la salud humana y el desarrollo sostenible del planeta. «Una revolución en miniatura», XV Premio Europeo de Divulgación Científica Estudi General, examina el papel determinante de la nanotecnología a la hora de afrontar algunos de los más grandes problemas de la humanidad, así como fascinantes retos y desafíos tecnológicos.

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Que existía otro mundo, incluso más pequeño que el micromundo, ya se intuía incluso antes de que las herramientas de visualización al respecto hiciesen su aparición. ¡Es el nanomundo! El límite inferior de tamaño en el nanocosmos viene marcado por el tamaño de las moléculas, que no son más que agrupaciones de átomos. Mucho antes de que se pudiese visualizar el mundo molecular, ya se había estimado el tamaño de estos agregados. Fue precisamente Albert Einstein el que hizo estos primeros cálculos. En su tesis doctoral, este genial científico calculaba el tamaño de una molécula de azúcar, a partir de datos experimentales sobre la difusión del terrón en el agua. Concluía así que cada molécula de azúcar medía alrededor de un nanómetro de diámetro. Esta dimensión, la millonésima parte del milímetro o de la cabeza de un alfiler, equivale a la anchura de diez átomos de hidrógeno o cinco átomos de silicio contiguos. Por eso se le considera la unidad de medida de ese asombroso universo que Einstein intuía hace unos cien años. Lástima no poder contar en nuestros días con la presencia del que ha sido uno de los más grandes científicos de todos los tiempos. A buen seguro que tendría mucho que decir en este incipiente mundo de la nanotecnología.

¿Por qué los mejores microscopios ópticos no nos permiten asomarnos a algo tan diminuto como es el nanomundo? Estos microscopios están basados en un sistema compuesto por luz que ilumina la muestra y un conjunto de lentes que nos la amplían. Pero esa luz que utilizamos para iluminar y percibir los objetos cotidianos que tenemos a nuestro alrededor es «demasiado grande» para adentrarse en la nanoescala. La luz es una onda, algo similar al efecto causado al arrojar una piedra sobre agua. También el sonido es una onda, al igual que las mi-croondas que utiliza para calentar el café por las mañanas. Lo que diferencia a unas ondas de otras es la distancia entre dos mí-nimos o dos máximos, lo que se conoce como longitud de on-da. La longitud de onda de la luz visible varía desde los 400 nm de la luz ultravioleta a los 700 nm de la luz roja. Cualquie-ra de ellas es demasiado grande para asomarse al nanocosmos. Se necesita otro tipo de radiación de menor longitud de onda.

Antonie Van Leeuwenhoek fue un científico que observó y dibujó, por primera vez, eritrocitos, espermatozoides, bacterias, células musculares cardiacas y numerosos protozoos, utilizando un microscopio simple con aumentos de hasta 250 aumentos (250X). Desde entonces, el microscopio ha sido el instrumento científico al que más se le ha dedicado ingenio y trabajo para mejorarlo y mantenerlo. En 1889, Ernst Abbé anunció la creación de un microscopio «definitivo», con aumentos totales útiles de 2000X. Por fortuna para Abbé y para el reto de la comunidad científica, ese microscopio no fue el definitivo. El mismo Abbé estableció, antes de descubrirse el electrón, que «se requerían nuevas formas de radiación de longitud de onda corta y nuevos instrumentos con los cuales, en un futuro, nuestros sentidos investiguen los elementos últimos del universo». En el siglo xx se inventaron nuevas microscopías y técnicas para acercarse a ese mundo de lo infinitamente pequeño.

La denominada difracción de rayos X fue la primera técnica utilizada para visualizar el invisible mundo atómico y molecular. Con una longitud de onda en el rango entre las milésimas de nanómetro y los diez nanómetros, los rayos X representan una radiación muy adecuada para sumergirse en el nanocosmos. Después del desarrollo de la técnica por Max von Laue y los Bragg (padre e hijo), fue posible visualizar la molécula de cloruro sódico, la sal de mesa común que nos comemos todos los días. Posteriormente, conforme la técnica avanzaba, fue posible visualizar moléculas de mayor número de átomos, hasta llegar a las macromoléculas. Sobre 1950, ya estaba clara la importancia de las mismas en la biología, así como la importancia de conocer su estructura. Durante ese tiempo, se obtuvieron figuras de difracción de diferentes proteínas. El año 1953 fue un año crucial para toda la ciencia, al dilucidar por difracción de rayos X la estructura de la molécula de la vida, el adn. A ello contribuyeron Francis Crick, James Watson, Maurice Wilkins y la injustamente olvidada Rosalind Franklin. ¡La difracción de rayos X nos proporcionó no sólo el tamaño promedio de las moléculas, sino también la estructura interna, la disposición de los átomos en la molécula!

Pero, ¿cómo funciona exactamente la difracción de rayos X? Esta técnica nos proporciona una «fotografía indirecta» del mundo atómico y molecular. Los rayos X bombardean la materia. Al chocar contra la misma rebotan, salen dispersados. Es lo que se conoce como difracción. Del análisis de estos rayos rebotados o difractados tratamos de averiguar el tipo de átomos y la distribución de los mismos en el espacio (véase fig. 1). En cierto modo, la difracción de rayos X nos recuerda al sistema de «visualización» utilizado por algunos seres vivos. Ciertos animales, como el delfín o el murciélago, tienen la capacidad de emitir unos sonidos y analizar los ecos resultantes de interceptar la onda sonora con un objeto. Esto les permite orientarse en condiciones de absoluta oscuridad y «visualizar» su entorno con gran precisión, fenómeno conocido como ecolocalización.

Figura 1 Difracción de rayos X cruzando la barrera de lo invisible Sodio - фото 4

Figura 1. Difracción de rayos X: cruzando la barrera de lo invisible.

Sodio: metal de color plateado; produce llamas cuando se moja. Cloro: presenta un color verdoso; es tan venenoso que fue usado como arma en la Primera Guerra Mundial. En pequeñas dosis sirve para matar a los microbios del agua de las piscinas, al mismo tiempo que permite sobrevivir a los humanos que en ellas se sumergen. Cuando sodio y cloro se mezclan, estas dos peligrosas sustancias reaccionan violentamente formando un compuesto, el cloruro de sodio. ¡Este compuesto es tan inofensivo que nos lo comemos todos los días: la sal de mesa común!

¿Por qué este cambio de propiedades? ¿Es magia? No, es ciencia. Para poder explicarlo y entenderlo necesitamos conocer la materia a nivel atómico y molecular. Este nivel de detalle se escapa a las cámaras fotográfi cas convencionales y a las lentes de los más potentes microscopios. Necesitamos un bombardeo, una «fotografía» indirecta: la difracción de rayos X.

Pero para algunos científicos, la extraña relación entre la figura de difracción (los rayos dispersados) y la estructura molecular hacía la técnica menos apetecible que la visualización directa de los microscopios. Otro inconveniente adicional de esta técnica es que para obtener la máxima información posi-ble se necesita que la muestra a dilucidar esté en fase cristalina. Convencidos los científicos no sólo de la existencia del nanomundo, sino de su riqueza, complejidad y trascendencia, urgía entre los mismos la necesidad de disponer de un microscopio que «amplificara» suficientemente la muestra como para poder «fotografiar directamente» el mundo atómico y molecular.

Esos microscopios emergieron, pero utilizando electrones que incidían sobre la muestra, en vez de la luz visible. Es por ello que ya no se denominaron microscopios ópticos, sino electrónicos. El microscopio electrónico fue inventado en 1931 y pronto sirvió para ilustrar la grandeza del nanomundo. Sirvió también para observar detalles precisos de las células de las plantas y los animales, más allá de lo que permitía el microscopio óptico. Incluso en un objeto sencillo, tal como un bolso plástico, hay toda una jerarquía de estructuras. Pero, a pesar de estos avances, la microscopia electrónica no resultó tan familiar a la comunidad científica como el microscopio óptico ordinario. Son costosos, la utilización no es trivial y las imágenes no son siempre fáciles de interpretar sin años de experiencia. A su vez, las muestras delicadas se pueden dañar por las dosis enormes de la radiación a las que se ven sometidas. Quizás lo más delicado radique en la elaboración y preparación cuidadosa de la muestra a ser examinada. Es necesario congelar o secar las muestras, cubrirlas con metales y situarlas en un ambiente hostil como es el ultravacío. En ese sentido difiere mucho de la sencillez de situar una gota bajo un microscopio óptico. Pero al menos tiene una gran ventaja. El producto final es una «fotografía directa», una simple imagen ampliada, en vez de una figura abstracta de un conjunto de puntos recogidos en una placa fotográfica o detector electrónico, resultantes de la dispersión de los rayos X por la muestra.

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