De igual manera que hubo una era de la física, de la quí-mica... muchos predicen que la próxima era será la de la bio-logía y los materiales. Pero en dicha era es muy probable que sean los puntos de contacto entre las disciplinas, antes que las disciplinas en sí mismas, lo que más contribuya al desarrollo. Estamos ante una convergencia científico-tecnológica como motor de impulso. ¡Y esa convergencia se produce en la nanoescala!
Capítulo 1
HACIA EL NANOMUNDO
Imagine disociar un cuerpo humano en los bloques fundamentales que lo componen. Nos encontraríamos con una parte considerable de gases, principalmente hidrógeno, oxígeno y nitrógeno; cantidades importantes de carbono y calcio; pequeñas fracciones de varios metales como hierro, magnesio y zinc; y muy pequeñas trazas de muchos otros elementos químicos (véase la tabla 1). El coste total de estos materiales sería inferior al coste de un par de zapatos. ¿Valemos tan poco los humanos? Obviamente no, principalmente porque es la disposición de estos elementos y la forma en la que están unidos lo que nos permite a los seres humanos comer, hablar, reproducirse, pensar o escribir este libro.
«Carbón y diamantes, arenas y chips de ordenador, cáncer y tejido sano: a través de la historia, las variaciones en la disposición de los átomos han distinguido lo barato de lo valioso, lo enfermo de lo sano. Ordenados de un modo, los átomos forman el suelo, el aire y el agua; ordenados de otro modo, las frutas maduras. Ordenados de un modo forman hogares y aire fresco; ordenados de otro, cenizas y humo». Así empezaba Eric Drexler su libro Máquinas de creación del año 1986. Efectivamente, el valor no está en los propios átomos, sino en la disposición de los mismos. Sería entonces maravilloso contar con una tecnología que nos permitiese mover los átomos, reordenarlos a voluntad. La nanotecnología es la tecnología que lo hace posible. Es una ingeniería a escala atómica y molecular.
La nanotecnología debe su nombre a una unidad de longitud, el nanómetro. Como ya hemos mencionado, el nanómetro (nm) es la milmillonésima parte del metro. Resulta difícil imaginar cantidades tan pequeñas, pero hagamos un pequeño esfuerzo. Imaginemos una circunferencia especial, un meridiano de la Tierra que pasa por París y ambos polos. Si dividimos la longitud de esta circunferencia en diez millones de partes, obtenemos el metro. Esa es precisamente una de las definiciones de metro. Pues bien ahora dividamos el metro aún más, no en diez millones de partes, sino en mil millones de partes. Nos encontramos entonces con el nanómetro. Ciertamente, es una cantidad muy, muy pequeña. Es en ese diminuto territorio donde habitan los átomos y las moléculas.
En su definición más amplia, la nanotecnología engloba a cualquier rama de la tecnología que hace uso de nuestra capacidad de controlar y manipular la materia en escalas de longitud comprendidas entre 1 nm y 100 nm. ¿Cómo desarrollar esta tec-nología? ¿Podríamos intentar duplicar, a una escala más pequeña, los principios que han resultado acertados para nuestros logros de la ingeniería a escala macroscópica? ¿O deberíamos intentar copiar la manera en la que la biología opera?
En la nanoescala, las leyes de la física se manifiestan de forma diferente y sorprendente. Sería entonces más acertado explorar el funcionamiento de la biología celular y comprender cómo las diferentes elecciones por las que ha optado la evolución han estado condicionadas por las leyes de la física en la nanoescala. Es entonces cuando descubriremos los principios a seguir a la hora de diseñar sistemas sintéticos, que persiguen algunos de los mismos fines que las máquinas nano-biológicas.
NANO Y NATURALEZA
Es posible abordar la nanociencia y la nanotecnología desde diferentes aproximaciones. Pero, en este primer capítulo de apro-ximación al nanomundo, hemos querido que la naturaleza tuviese un protagonismo destacado. El hombre ha aprendido mucho de la misma. Aún así, sus técnicas de fabricación son primitivas y la eficiencia de las mismas está lejos de la conseguida por la naturaleza. Por ejemplo, no hemos logrado alcanzar el rendimiento de la fotosíntesis a la hora de almacenar energía. Por otra parte, la luciérnaga produce luz fría con un despilfarro de ener-gía casi nulo, mientras que una bombilla incandescente convencional desperdicia hasta el 98% de su energía en forma de calor. Ninguna fábrica purifica y almacena el agua tan eficazmente como las sandías. Éstos son tan sólo algunos ejemplos.
Continuemos con un examen crítico. El cerebro de una persona puede, en principio, almacenar y procesar más información que los ordenadores actuales. Es improbable que una cámara de video capture imágenes con mayor nitidez que el ojo humano. Los receptores olfativos del perro son mucho más sensibles que los que hemos sido capaces de desarrollar, aunque se hayan logrado espectaculares detectores monomoleculares. El escarabajo Melanophila, que desova en madera recién quemada, posee un detector biológico de la radiación infrarroja que emite la madera en esas circunstancias, percibiéndola a decenas de kilómetros. Los últimos sistemas de alarma resultan primitivos comparados con el sexto sentido de los animales. Pues bien, la naturaleza realiza todas estas funciones sin ninguna ostentación; lo vienen haciendo desde tiempos inmemoriales y de forma precisa una y otra vez.
Sigamos rebajando nuestro ego. Nuestra tecnología actual aún no ha alcanzado un rendimiento óptimo en la captura y conversión de energía. Los más avanzados sistemas fotovoltaicos del mercado convierten la luz en energía con sólo un 16% de eficiencia. Nuestros mejores motores de combustión interna trabajan con un rendimiento en torno al 52%. Mientras cocinamos, utilizamos el 38% (en el mejor de los casos) de la energía térmica producida por el gas. Sin embargo, nuestro cuerpo aprovecha casi toda la energía química que produce, al igual que las plantas o las bacterias. Si fuésemos tan ineficientes como un motor eléctrico necesitaríamos consumir mucha más comida de la que hoy ingerimos y no habría alimentos suficientes para todos nosotros.
La naturaleza, en su conjunto, fija entre 110 y 120 mil mi-llones de toneladas de dióxido de carbono al año a través de la fotosíntesis. Nosotros los humanos sólo emitimos 0,65 miles de millones de toneladas de dióxido de carbono a través de nuestra respiración. Pero las emisiones de dióxido de carbono debidas a la actividad humana constituyen alrededor de 8 mil millones de toneladas, el 77,5% de las cuales se debe exclusivamente a la combustión de combustibles fósiles. Durante dicho proceso producimos muchos otros residuos como humo, compuestos orgánicos complejos y óxido de nitrógeno. Evidentemente, las tecnologías que hemos desarrollado son mucho menos respetuosas con el medio ambiente que las que operan en la naturaleza.
Para lograr tales hazañas, la naturaleza ha venido trabajando desde hace mucho tiempo en la nanoescala. Trece mil ochocientos millones de años de i+d+i, desde ese primer momento en el que tuvo lugar la Gran Explosión, la avalan. No es de extrañar que en todo ese tiempo la naturaleza haya tenido oportunidad de realizar múltiples ensayos, sobreviviendo sólo los mejores al paso del tiempo. Tampoco debe sorprendernos que haya buscado ingeniosas soluciones. A modo de ejemplo, pensemos en las partículas de magnetita (Fe3O4) de tamaño nanométrico fabricadas por la bacterias Magnetospirillum magnetotacticum. Dichas bacterias fabrican partículas con una morfología específica, capaz de inducir propiedades magnéticas. Este magnetismo actúa como una especie de imán que ayuda a las bacterias a encontrar una dirección favorable para su crecimiento.
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