Figura 5.1 Ejemplos de estructuras vestigiales o rudimentarias que no han desaparecido tras la pérdida de su función en los correspondientes organismos.
Algunas de las evidencias a favor de la evolución más importantes para el propio Darwin se derivan del análisis de la distribución geográfica de las especies. Por ejemplo, las islas y archipiélagos situados en mitad de los océanos, como las islas Hawái o las Galápagos, presentan características comunes, aunque las especies concretas sean muy diferentes unas de otras. En estas islas suelen encontrarse especies estrechamente emparentadas que, no obstante, muestran claras diferencias como resultado de su adaptación a nichos ecológicos particulares, nichos que no están ocupados por las especies que lo hacen habitualmente en las costas continentales más próximas. Un ejemplo muy claro de esto lo tenemos en los pinzones de las Galápagos, adaptados a tipos de alimentación muy distintos y que se diferencian claramente de sus parientes del continente suramericano.
Otra evidencia de este tipo es la clara correspondencia entre la distribución geográfica actual y la historia geológica. Por ejemplo, la línea de Wallace 2separa dos faunas de composición muy diferente, a pesar de su proximidad geográfica. La explicación reside en la diferente historia geológica de las islas del extremo oriental del Índico, con unas procedentes de la placa tectónica de la India y el sureste de Asia, mientras que la otra corresponde a Australia y otras islas como Papúa-Nueva Guinea. Durante los millones de años en los que estas placas estuvieron separadas, la evolución discurrió por sendas diferentes en ambas y, tras su contacto, han mantenido faunas y floras con composiciones claramente distintas.
Pero, ¿ha visto alguien la aparición de una nueva especie? La respuesta es sí, pero no se trata de las especies en las que pensamos habitualmente: el tiempo necesario para la aparición de una especie de forma natural es, normalmente, mucho mayor que el tiempo desde el que hay registros históricos. Muchas de las nuevas especies de aparición reciente (en los últimos miles de años) son especies domesticadas. De hecho, la gran mayoría de especies sobre las que se sustenta nuestra alimentación y que aprovechamos de diversas maneras son bastante diferentes de sus parientes silvestres. Es más, muchas otras especies que no sólo no utilizamos, sino que se alimentan o se aprovechan de nosotros, han evolucionado recientemente. Desde virus, como el de la inmunodeficiencia humana que provoca el sida o el de la gripe, o bacterias, como las numerosas cepas resistentes a los antibióticos, hasta parásitos como los piojos, los análisis de su evolución nos han mostrado que han cambiado recientemente para adaptarse a un nuevo entorno facilitado por la especie humana.
El registro fósil proporciona un gran número de evidencias empíricas a favor de la evolución. Un fósil es un resto de un organismo o de su actividad que, tras experimentar una serie de transformaciones, llega hasta nuestros días en un estado de conservación suficiente para permitir su estudio. En esas transformaciones, la materia orgánica es reemplazada por diferentes materiales inorgánicos que permiten su estabilidad a lo largo de grandes períodos de tiempo (decenas, centenares, o miles de millones de años) a través de los cuales han atravesado y superado numerosos procesos geológicos. Aunque se conocen restos fósiles desde la Antigüedad, su interpretación correcta como restos de seres vivos tuvo que esperar hasta poco antes de que Darwin expusiese su teoría de la evolución. La interpretación anterior solía hacerse basándose en narraciones mitológicas o en el resultado del diluvio universal, como cuando se encontraban restos de animales marinos en una montaña.
En el siglo XVIII, un ingeniero inglés, William Smith, observó que rocas de distintas capas geológicas preservaban conjuntos diferentes de fósiles, y que estos patrones se mantenían incluso entre continentes, a pesar de la distancia geográfica. Esta información se empezó a utilizar de forma práctica, y la estratigrafía se desarrolló durante ese siglo y el siguiente. De hecho, a finales del siglo XVIII, Cuvier ya estableció la existencia de extinciones reales, especialmente a partir de sus estudios de fósiles de grandes mamíferos. Pero, una vez más, la interpretación fue radicalmente opuesta a la idea de evolución o cambio orgánico en el tiempo. Cuvier fue el principal defensor del catastrofismo, doctrina que mantenía que tanto las características geológicas como la historia de la vida sobre la Tierra podían explicarse por sucesos catastróficos que ocasionaban las extinciones. No deja de resultar paradójico que algunas de las hipótesis más ampliamente aceptadas para explicar las extinciones masivas que se han producido en la historia de la vida sobre nuestro planeta se basen en sucesos catastróficos, como la caída de meteoritos o actividades sísmicas y volcánicas inusuales.
Darwin interpretó la existencia de fósiles de especies extinguidas como una evidencia muy importante a favor de la realidad del cambio orgánico. Recordemos que una de sus fuentes de inspiración era la teoría uniformista del cambio geológico planteada por Lyell. Para explicar los cambios en la faz de la Tierra mediante la acción de los procesos que podían observarse en la actualidad, eran necesarios unos períodos de tiempo muy prolongados, tiempo que también permitía la acumulación de cambios orgánicos en los seres vivos, muchos de los cuales podrían haber desaparecido y de los que sólo tendríamos noticia por sus restos fosilizados. Esta interpretación evolutiva de los fósiles explicaba los paralelismos encontrados entre yacimientos de una misma época geológica pero separados geográficamente, o por qué era posible encontrar restos de animales marinos en la cima de montañas. La interpretación de los fósiles arroja luz sobre la historia de los seres vivos y proporciona claras evidencias sobre su cambio a lo largo del tiempo. Son, por lo tanto, una clara prueba de que ha existido la evolución.
Su carácter de restos de organismos vivos del pasado nos permite realizar importantes inferencias sobre el curso de la evolución. Podemos, por ejemplo, realizar predicciones sobre qué tipo de organismos se deben de encontrar en rocas de una determinada edad o, a la inversa, en qué rocas debemos buscar para hallar un cierto organismo, 3empleando para ello otros conocimientos sobre la biología de las especies actuales. El registro fósil nos proporciona, además, pruebas adicionales e independientes del curso de la evolución. Por ejemplo, una deducción lógica del evolucionismo es que los organismos con estructuras más complejas han evolucionado a partir de otros con estructuras más sencillas. Los anatomistas y los embriólogos identifican a los mamíferos como vertebrados más complejos que los peces o los anfibios, por ejemplo, que son los representantes actuales de los organismos que precedieron a la aparición de los mamíferos a partir de un grupo concreto de reptiles. El registro fósil permite verificar esta hipótesis, pues en éste aparecen siempre restos cuya antigüedad va paralela a la complejidad anatómica: hay restos de peces más antiguos que de anfibios, de éstos más que de reptiles y de reptiles más que de aves y mamíferos.
Esta concordancia entre evidencias independientes es muy reveladora pues, como afirmó una vez J. B. S. Haldane, «bastaría el hallazgo de un fósil genuino de un mamífero procedente del Precámbrico 4para que nuestra idea de la evolución sobre la Tierra se viniese abajo». No sólo no encontramos casos que representen un desafío por sí mismos a la teoría evolutiva, sino que las evidencias de distintas líneas de estudio no presentan contradicciones. Por otra parte, encontramos numerosos fósiles que representan formas de transición entre grupos de organismos que, en la actualidad, están claramente diferenciados. Por ejemplo, las aves son descendientes de un grupo de dinosaurios 5de los que son los únicos representantes no extinguidos. Dada la continuidad entre progenitores y descendientes, tanto entre los miembros de una misma especie como entre los que, con el tiempo, dieron lugar a especies diferentes, es lógico pensar que debieron existir bastantes especies con características anatómicas, fisiológicas, de conducta, etc., intermedias entre los dinosaurios de ese grupo y las aves, si entendemos éstas no por sus representantes actuales, sino por los que las precedieron hace unos ciento cincuenta millones de años. El representante más famoso de estas formas intermedias es Archaeopteryx, cuyos primeros restos se encontraron en Alemania poco después de la publicación de El origen de las especies, en 1861. Posteriormente, cerca de Berlín, hacia 1877, se descubrió un ejemplar excepcionalmente bien preservado y en el que las características reptilianas y aviares eran claramente reconocibles.
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