En consecuencia, lo sublime debe ponernos en estado de alerta. Perjudica fácilmente la verdad. Humillación e idealización forman una magnífica pareja. Las mujeres no son ostentadoras de alguna excelencia que deba entrar en una problemática comparativa. La excelencia femenina, si es que se sigue afirmando, se entiende de modo absoluto, dejando su sitio a la otra excelencia, esa a la que lo masculino está convocado. Pretender que los varones deban todo a las mujeres, como puede leerse entre líneas en los pronunciamientos eclesiásticos, es una afirmación peligrosa. Al igual que los discursos que juegan con una jerarquía que presta a la mujer dones espirituales de los que carecería el varón. Tarde o temprano desembocan en el retorno de los estereotipos de la dominación masculina, que vuelven incluso reforzados cuando, por ejemplo, una argumentación que reclama la necesidad de un sacerdocio ministerial estrictamente masculino concluye: «Si la mujer debe someterse al ministerio del varón, el varón, por su parte, debe dejarse consagrar en el misterio de la mujer».
El propósito es grandioso, pero, en último término, demasiado fácil, porque es evidente que esa perspectiva compromete inmediatamente al varón de modo menos arriesgado que a la mujer. Más bien, el primer acto de verdad consiste claramente en reconocer que varones y mujeres participan de la misma humanidad, los unos ante los otros, ante Dios. Es esta una proposición esencial, previa y que sigue permaneciendo programática. Es a la altura de esta humanidad compartida donde, en su encuentro, afrontan la prueba de su diferencia y son requeridos por la laboriosa construcción de una relación.
Por último, a riesgo de acentuar más el mordiente de la expresión, nos hace falta volver sobre el papel jugado por los usos de la referencia mariana en los malentendidos que oscurecen la situación. Muchas menciones a María participan de modo típico de la ocultación de lo femenino a través de lo sublime. En ambientes católicos se objetará que honran una larga y suntuosa tradición piadosa. Es cierto, pero, a base de ignorar toda la sobriedad del relato evangélico, se desentienden del mensaje que comporta también el silencio escriturístico que rodea a la madre de Jesús. Es así como una exaltación que mezcla piedad y teología hace de la Theotokos, Madre de Dios por ser madre de Jesús, una criatura no terrena que no pertenece ya a nuestra humanidad encarnada y sexuada, y se convierte en la figura disponible para todas las proyecciones que inventan lo femenino alejado de las mujeres reales. Alejado, por vía de consecuencia, de la verdad carnal que fue la de María y del misterio de la encarnación. A distancia de ese «misterio» de cotidianidad designado por el poeta Christian Bobin:
Es la sencillez de las mujeres y es su soledad, esa poderosa soledad que hay en ellas, en cada una de ellas, esa manera en que ellas, con un solo esfuerzo, son el apoyo de sus hijos, sus maridos, sus amantes, el azul del cielo y lo ordinario de los días.
¿Se aceptará reconocer a María, madre de Jesús, como partícipe de esa verdad que puede asustar a nuestras representaciones piadosas, pero que cree en lo real de Dios y de la humanidad y une a ambas en una misma complicidad? Es cierto que a riesgo de que el mundo clerical sienta la incomodidad del encuentro con las mujeres reales en su alteridad, forzosamente más molesta que las representaciones del ideal.
5. Los obstáculos de dos dosieres problemáticos
Y, por último, hay que evocar el contencioso generado por dos dosieres durante los últimos decenios del siglo XX: el de la encíclica Humanae vitae y el del ejercicio del sacerdocio ministerial. Dos dosieres ligados a la marcha del tiempo: uno, a una revolución decisiva en materia de contracepción; el otro, al surgimiento de un cuestionamiento del lugar otorgado a una tradicional evidencia disciplinaria. Ocasión de debates que han barrido ampliamente los progresos que podían dejar entrever lo que la institución eclesial producía mientras hacía declaraciones de intenciones benévolas y elogiosas.
a) «Humanae vitae» (1968)
Como se sabe, esta encíclica constituye un punto de polémica mayor, aunque su incandescencia se debilite hoy en las sociedades, que requieren constantemente de nuevos debates bioéticos, cuyos retos son cada vez más extremos. Probablemente sea necesario revisar un día la historia de este texto, que firmó en muchos casos el divorcio de las mujeres con la Iglesia.
En mitad de las efervescencias del año 1968, la publicación del documento romano legislando sobre la contracepción produjo un terremoto. Afectaba ante todo a las mujeres católicas, pero simultáneamente pillaba a contrapié la evolución cuyos beneficios estaba sacando ya el conjunto de las mujeres. Ocho meses antes, en Francia se había aprobado la ley Neuwirth, que autorizaba la contracepción. La batalla había sido áspera. El general De Gaulle, recordémoslo, poco sospechoso de laxismo moral, había accedido finalmente a la revisión de la ley de 1920 que, poco después de la Primera Guerra Mundial, había prohibido la contracepción. De repente, las parejas católicas eran conminadas a excluirse de esa libertad oficialmente abierta, al prohibirse toda práctica anticonceptiva aduciendo que la contracepción, por volver «los actos conyugales intencionalmente infecundos» (HV 15), contravendría el principio sostenido por la Iglesia de que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV 11). El debate se inflamó y ya no iba a parar. Salvo allí donde las mujeres, desanimadas, decidieron tomar distancias silenciosamente. La actitud de las disidentes manifestaba, por otra parte, menos una voluntad rebelde que la convicción –de conciencia– de que el bien, en esa materia, no podía formularse en la indiferencia para con sus vidas y sus aspiraciones. Y menos aún en contra de lo que cada una, en su singularidad de pareja, percibía como posible y deseable. Se estaba, por tanto, muy lejos de una opción por el desenfreno que sus adversarios asociaban a la contracepción; probablemente, más cerca del ejercicio de lo que la Iglesia llamaba el sensus fidei. No obstante, como objeto de una creciente focalización, la adhesión a la Humanae vitae se iba convirtiendo en criterio de fidelidad a la Iglesia, al mismo nivel que un artículo del Credo.
Todavía hoy, cincuenta años más tarde, la cuestión resurge, aunque muy sectorialmente, bajo una forma polémica casi sin cambios, confluyendo con el proceso de la conciencia subjetiva contra la ley moral de la Iglesia que recupera la afirmación de la contracepción como desorden... ¡que expone a la condenación! No es cuestión de añadir aquí las medidas suplementarias a este penoso debate, en el que algunos hacen de la llamada dirigida los cristianos a ser «signo de contradicción» la objeción final a las objeciones a la encíclica. Una manera problemática de aplastar las complejidades del tema.
Sin tener en cuenta el debate sobre los fundamentos antropológicos de la argumentación –en especial, el modo en que el texto comprende y opone «naturaleza» y artificialidad–, atengámonos a una sola observación. Atañe a un hecho tan masivo que ciega la mirada y permanece, en consecuencia, ignorado: ¡la ausencia de las mujeres –entendamos de su palabra y, por tanto, de su experiencia y, en consecuencia de su memoria carnal– en la elaboración y en la toma de decisión final de un texto cuya primera incidencia afecta a su cuerpo, a su relación con la vida y, claro está, a su relación con lo masculino! La encíclica solo podía resonar como una nueva ocurrencia de una autoridad masculina que, en todas partes, se dedica a controlar la sexualidad de las mujeres. Es ciertamente la cuestión de esta dominación lo que debía constituir, por otro lado, el ápice del discurso de Simone Weil cuando defendió en 1974 ante la Asamblea Nacional francesa no el aborto, sino a las mujeres que habían recurrido a él.
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