Cuando en la espiritualidad –escribe Cristiana Dobner, autora del artículo en Donne Chiesa Mondo– aparece una innovación, se hacen cargo de ella confesores o directores espirituales, que sienten el deber de apropiarse de ella, quizá para hacerle recorrer un camino más seguro gracias a su superioridad intelectual y teológica. Ellos consideran, por tanto, que la mujer es solo portadora de una intuición que, para que se desarrolle y se dé a conocer, requiere la autoridad de un hombre y de sus herramientas intelectuales.
Tras la publicación de la obra en 1861, una visitandina descubrió unas cartas y otros escritos de dirección espiritual en el archivo de su monasterio y se lo comunicó al jesuita Henri Ramière, el primero en editar el Abandono en la divina Providencia, y él los incluyó en las posteriores ediciones del libro, que se había tomado ya de la correspondencia del padre De Caussade y se le había atribuido a él.
Lo que sorprende es que, decenios después de la publicación de este descubrimiento, este clásico de la espiritualidad siga imprimiéndose y difundiéndose en diferentes lenguas manteniendo la atribución tradicional a Jean-Pierre de Caussade. Ni siquiera nuestro artículo ayudó a reparar este agravio contra una mujer.
La primera encuesta que publicamos estuvo dedicada a las monjas que, unidas en la red Talitha Kum, se dedican a ayudar a las mujeres vendidas en la calle, casi siempre inmigrantes y víctimas de estafas y violencia. Y sobre este tema volvimos más veces, porque constituía un importante ejemplo de cómo las religiosas son capaces de formar una red y de intervenir en forma de apostolado nuevo en ayuda de las personas que más sufren. Desde el primer número comenzamos ya a recibir cartas de religiosas repartidas por todo el mundo, sobre todo misioneras, que veían en nuestra publicación mensual la posibilidad de entrar en contacto con una comunidad de mujeres interesadas en debatir y apreciar su trabajo, y capaces de ampliar sus inquietudes intelectuales.
Fueron ellas quienes dijeron que nuestros números monográficos –aquellos cuyos artículos profundizaban en un solo tema– eran los más útiles y los más acertados, por lo cual, en cierto modo, a partir de entonces nos centrábamos siempre en un mismo tema.
Algunas empezaron a enviarnos cartas contándonos sus experiencias, que podían ser publicadas directamente o que daban lugar luego a una entrevista. Con frecuencia, el tema de un número lo sugería precisamente una de estas cartas.
Se trataba de relatos sencillos y claros de experiencias misioneras, de las cuales surgía un estilo de trabajo típicamente femenino. Humildemente, con muchísima paciencia y con una gran capacidad de escucha, las monjas conseguían entrar en contacto con una comunidad y poner en marcha iniciativas de ayuda y de renacimiento espiritual. La conversión, cuando la había, tenía lugar por contagio, por el clima que creaban las monjas, por su capacidad de vivir de forma ejemplar lo que predicaban. Pero también se contentaban con mucho menos: con hacer comprender a las madres de un país asiático donde la enfermedad congénita de los niños se consideraba como un castigo divino, como un karma negativo, que podían amar a su hijo enfermo y cuidar de él. O con hacer que un grupo de bandidos africanos que las habían secuestrado experimentaran la paz y la armonía que nacen de la oración.
Para estas mujeres, el cristianismo no era una serie de normas ni un conjunto de ideas teológicas que había que transmitir, sino una realidad sencilla y luminosa, al alcance de todos.
Comenzamos así a darnos cuenta de lo importante que era el papel de las religiosas a la hora de transmitir una idea de Iglesia humana, capaz de llegar al corazón de la gente porque estaba atenta al núcleo más profundo del mensaje evangélico.
Pero nos dimos cuenta de que estas mujeres no contaban nada, era como si no existieran para la jerarquía eclesiástica: no se las llamaba cuando se tomaban decisiones, no se las escuchaba para conocer sus experiencias, sus propuestas, sus proyectos. Ni siquiera se las consultaba cuando se celebraba cerca un pequeño procedimiento para la elección de un obispo en la zona donde ellas, a veces varias decenas, residían y conocían, por tanto, muy bien.
Mientras la teología y la espiritualidad católicas exaltaban a María como símbolo eterno de la maternidad, sacralizada e inmóvil, y no como una mujer plenamente humana, las mujeres de verdad, privadas de palabra, dejaban de ser parte activa y escuchada de la vida comunitaria. La incautación de la palabra crea una situación de inferioridad, relega a la religiosa a un estado de eterna subordinación y obediencia.
Nuestro grupo inicial –que desde el principio inauguró una laica– se fue ampliando y fue cambiando algo de fisionomía, con nuevas incorporaciones y también con la renuncia de algunas, pocas, a continuar la aventura juntas. Durante los dos primeros años se formó así el grupo definitivo, ágil y creativo, que ha conducido al mensual a nuevos objetivos.
La diversidad entre nosotras nueve –diferencias de edad, de experiencias profesionales y de vida, con tres religiosas católicas y tres laicas no creyentes, una de las cuales es judía– ha sido siempre la figura fundamental de nuestro trabajo común, que nos ha permitido no caer nunca en un modelo clerical a pesar de la situación en la que estábamos trabajando.
Por lo que respecta al contenido del mensual, tras los primeros meses comenzamos a ampliarlo con una página doble dedicada cada año a un tema que recogía reflexiones de mujeres, pero también de hombres, sobre un tema esencial para nosotras. El primer tema que tratamos fue la relación entre mujeres y teología –estos ensayos se recogieron posteriormente en un libro–, y el segundo, en el año durante el cual se celebró el primer Sínodo de la familia, fue mujer y familia. En este caso queríamos llenar un vacío, el de la ausencia del pensamiento femenino y del estudio del papel de las mujeres, que marcó el primer debate sinodal sobre la familia, pero sobre todo el segundo también.
Durante los años siguientes publicamos textos de estudiosas –y estudiosos– de todo el mundo, pertenecientes incluso a otras confesiones cristianas, sobre Sagrada Escritura, gracias a la colaboración de una excelente biblista, Nuria Calduch-Benages, profesora en la Universidad Gregoriana. Estos textos –con los que tratamos de hacer balance de la investigación exegética feminista contemporánea– se convirtieron en tres libros, traducidos al español y dedicados respectivamente a las principales figuras femeninas del Antiguo Testamento y de los evangelios, y, por tanto, a las mujeres de Pablo, con contribuciones innovadoras y a veces sorprendentes 3.
Entre tanto, nuestro trabajo obtenía una primera e importante validación internacional. Porque, a comienzos de 2015, la revista española Vida Nueva, dirigida por José Beltrán, decidió publicar como suplemento nuestro mensual, traducido al español. El número de lectores se ampliaba así considerablemente, teniendo en cuenta que la revista se difundía también en América Latina. Y nuestro debut en el área hispana coincidió en marzo con el número dedicado a Teresa de Ávila con ocasión del centenario de su nacimiento. No se trataba de artículos hagiográficos, sino de un balance del encuentro, sin duda afortunado, entre la santa y la modernidad: entre otros, con una entrevista a su más destacada biógrafa laica, Julia Kristeva, y su explicación de las manipulaciones a las que su vida y sus escritos fueron sometidos durante siglos.
Entre tanto se estaba preparando una gran novedad. Nuestra publicación mensual, en mayo de 2015, tres años después de su nacimiento, se convertía en una verdadera y auténtica revista, mucho más rica y, sobre todo, con un formato de lectura más fácil. Nuestro primer número de este tipo estuvo dedicado enteramente a la Visitación, el episodio bíblico narrado en el primer capítulo del evangelio de Lucas y al que desde el principio habíamos dedicado nuestro trabajo: mujeres que van al encuentro de otras mujeres, reconociendo el don divino que han recibido.
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