Tras dejar atrás la crisis bajomedieval, el campo boloñés parece experimentar entre 1465 y 1495 un verdadero crecimiento, que lo sitúa, al igual que a la vecina Lombardía, en la vía del progreso agrario, en lo que el autor llama una «agricultura de transición». En estos treinta años, en efecto, y a pesar de las enormes oscilaciones, de las fuertes subidas seguidas por caídas no menos drásticas, más acusadas en los precios que en la producción y en otros indicadores, todos ellos coinciden en un movimiento sostenido al alza. Aumento de la producción agrícola en primer lugar, sobre todo del trigo, en coincidencia con el incremento de los rendimientos por simiente y por hectárea, acompañado del retroceso de los cereales inferiores (centeno, sorgo, mijo) y de la aparición de nuevos cultivos (plantas industriales como el lino y el cáñamo, leguminosas como las habas y las vezas). El aumento de la producción y de los rendimientos es mayor e incluso anterior al de la población y los precios. Por tanto, las transformaciones agrarias no son producto del incremento demográfico y de la progresiva reducción de las reservas naturales, del desequilibrio entre producción y consumo. Malthus quedaba atrás. A partir de 1490, sin embargo, el aumento de la producción parece haber tocado techo. Demasiados obstáculos técnicos y sociales, demasiados cuellos de botella: rendimientos decrecientes, escaso progreso de la ganadería campesina... El progreso agrario había dado muestras de haber ido más allá de la mera recuperación del estancamiento secular o plurisecular, pero la vía al capitalismo todavía estaba lejos de quedar expedita o consolidada, como pondrían de manifiesto las recesiones económicas posteriores, el retorno al feudalismo, en particular con la crisis del siglo XVII. El movimiento de fondo también desvela una dramática paradoja para los campesinos: en las fases A, el aumento de la producción se amortigua con la baja de los precios, mientras que en las fases B, el retroceso de la producción no se compensa con el alza de los precios debido a la escasez de la oferta campesina. En años de crisis, la caída de los ingresos campesinos les obliga a contraer préstamos monetarios y cerealistas, sumiendo a la población rural en un endeudamiento generalizado y permanente. Es aquí, en la pauperización e incluso proletarización de los colonos –la mezzadria o aparcería era la forma contractual hegemónica en el campo boloñés–, en las prestaciones gratuitas e incluso el trabajo asalariado forzoso, en los condicionamientos sociales, en la «supervivencia del feudalismo», más que en el retraso tecnológico, en la coyuntura o en otro tipo de obstáculos, en donde Iradiel detecta los principales frenos a la expansión capitalista. Entre ellos, el peso del autoconsumo, la organización productiva y laboral de base familiar y patriarcal, un desarrollo fundado más sobre la intensidad del trabajo que sobre la intensidad del capital y las mismas condiciones de las masas campesinas, que, a pesar de ser mejores en general, no permitían una ampliación suficiente de la demanda interna de bienes no agrícolas. La tesis había permitido confirmar e incluso medir el progreso agrario y el desarrollo económico, el inicio de la transición hacia el capitalismo, pero también los obstáculos y las interrupciones, los retrocesos, cuya superación exigiría mayores y más profundas transformaciones sociales y políticas.
En los años siguientes, finales de los setenta y principios de los ochenta, que coinciden con su traslado de Salamanca a Valencia, Iradiel actualizará y refinará sus planteamientos tanto sobre las estructuras agrarias como sobre la organización industrial, e incluso combinándolos, en diversos artículos publicados en el Anuario de Estudios Medievales y, sobre todo, en Studia historica. Historia medieval («Estructuras de producción y de consumo de productos agrarios en los siglos XIV y XV. El modelo del Colegio Español de Bolonia»; «Bases económicas del Hospital de Santiago en Cuenca: tendencias del desarrollo económico y estructura de la propiedad agraria»; «Estructuras agrarias y modelos de organización industrial precapitalista en Castilla»; «Feudalismo agrario y artesanado corporativo»), centrándose de nuevo en Castilla e incorporando también los presupuestos de la teoría de la protoindustrialización, desarrollada por aquellos mismos años por, además de Mendels, Peter Kriedte, Hans Medick y Jürgen Schlumbohm. Son, por decirlo así, desarrollos ulteriores de sus dos libros, en diálogo o debate con las aportaciones historiográficas del momento, como lo serán también, ya en Valencia, su introducción al debate Brenner, publicado inicialmente en Past and Present y traducido parcialmente en la revista Debats ; su presentación del congreso de Roma sobre el feudalismo mediterráneo y también traducido parcialmente en la misma revista; y su contribución al congreso de Zaragoza sobre Señorío y feudalismo en la Península Ibérica : «Economía y sociedad feudo-señorial: cuestiones de método y de la historiografía medieval», en la que, además de reclamar una aproximación conceptual más elaborada al feudalismo, arremetía contra la aversión del medievalismo español a la reflexión teórica y metodológica.
En Valencia, donde sigue residiendo, Iradiel ha pasado cuarenta años. Aquí ha desarrollado la mayor parte de su obra, ha hecho escuela y ha dotado a ambas de una gran proyección internacional, especialmente en el campo de la historia económica, que es también, en estos tiempos de declive de la disciplina, el principal signo distintivo del Departamento de Historia Medieval de la universidad valenciana. En el momento de su llegada, en 1981, la Universidad de Valencia no era ningún páramo. Todavía era patente la huella de los discípulos de Vicens Vives –Joan Reglà, en historia moderna; Emili Giralt, en historia contemporánea; Josep Fontana y Ernest Lluch, en historia económica–, quienes, junto con otros destacados catedráticos –Miquel Tarradell, en prehistoria y arqueología, y José María Jover, también en historia contemporánea– y del ensayista Joan Fuster, desde fuera de las aulas, pero con gran influencia intelectual entre profesores y alumnos, impulsaron la renovación historiográfica de los años sesenta, la apertura a las grandes corrientes historiográficas, en particular a la escuela de los Annales y al marxismo, y que alcanzaría uno de sus puntos culminantes con la celebración, en 1971, del Primer Congreso de Historia del País Valenciano. Aunque general en todas las especialidades, la renovación se dejaba sentir sobre todo en historia moderna y contemporánea. Medieval era otra cosa, refractaria a los nuevos estímulos que llegaban del exterior e incluso de las disciplinas vecinas en la propia universidad. En parte por las obsesiones anticatalanistas de Antonio Ubieto, director del Departamento durante veinte años, jaleadas por los sectores más reaccionarios de la sociedad valenciana durante los tensos años de la transición a la democracia, y en parte también por sus peregrinas teorías sobre los ciclos económicos. Iradiel llegó a Valencia cuatro años después de la partida de Ubieto a Zaragoza, en 1977. No hubo, pues, coincidencia entre ambos. Ni el Departamento que se encontró era exactamente el mismo que había creado el medievalista aragonés, puesto que muchos de sus miembros habían acabado enfrentados con él. Iradiel venía precedido por su reputación como investigador, su cada vez mayor proyección internacional, encarnaba la esperanza de cambio y renovación y pudo contar desde el principio con la colaboración de todos los miembros del Departamento, tanto de los que habían sido discípulos directos de Ubieto como de quienes se habían ido incorporando tras la partida de éste. Muy pronto, en 1984, se leyeron las primeras tesis doctorales dirigidas por él, la de Rosa Muñoz sobre la Generalitat Valenciana y la de Enric Guinot sobre la orden de Montesa.
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