Desde la perspectiva global e integradora de las «Buenas Letras» y desde la necesidad radical de pensar un nuevo hombre como sostén de una nueva teoría de la sociedad, existe seguramente bastante menos distancia entre los discursos de la economía política y la retórica de una poética que la que hoy en día percibimos. Y si, como se afirma, hay en casi toda la producción «literaria» de la Ilustración «un finalismo didáctico-moral», no debemos extrañarnos a la hora de enjuiciar otra gran obra debida a José y Bernabé Canga Argüelles en esta primera etapa de juventud: una publicación periódica de carácter pedagógico dirigida a los niños, seguramente una de las primeras de este orden aparecidas en España 30. El título completo de la publicación, claramente descriptivo, es bien ilustrativo del espíritu que la animaba: Gazeta de los Niños, o principios generales de moral, ciencias y artes, acomodados a la inteligencia de la primera edad 31. Cada número se completaba con una sección denominada «Noticias» en la que se informaba de recientes publicaciones o acontecimientos, nacionales o extranjeros, relacionados con el tema de la revista. A pesar del carácter periódico de la publicación, algunos indicios apuntan a que los dos hermanos la concibieron a manera de una serie de entregas que al final debían acabar conformando una especie de libro o gran manual. De hecho, hay una edición en dos volúmenes, con numeración correlativa en todas sus páginas y con un único pie de imprenta y año de edición, sin que aparezca la fecha de publicación de cada uno de los números. Por otra parte, al final de cada volumen, en una sección denominada «Redacción» los dos hermanos reunieron de forma más sistematizada los conocimientos contenidos y esparcidos a lo largo de la revista con la clara intención de servir de manual orientador para los maestros.
Esta obra, una más de cuantas fueron escritas y editadas en el contexto pedagógico y moral de la Ilustración 32, aunque seguramente una de las más singulares, sorprende tanto por su ambiciosa concepción de la educación cuanto por el conocimiento que deja traslucir de autores y obras extranjeras, especialmente alemanas y francesas. En el amplio «Prospecto» que antecede al contenido del primer número, se proclaman expresamente las deudas contraídas con el pedagogo francés Arnaud Berquin (1747-1791), una auténtica autoridad en materia de literatura infantil y de quien, por cierto, sólo un año antes de la salida de la Gazeta de los Niños, se había traducido y publicado en España Biblioteca de buena educación, obra que pretendía reunir el conjunto de escritos que bajo el título de L’ami des enfants y L’ami des adolescents había ido publicando el francés 33. Por su parte, el pensamiento de editar un periódico, según confiesan los dos hermanos, les vino dado por similar empeño que en ese momento estaba llevando a cabo en París Louis François Jauffret con su Correo de los Niños 34. No faltan, en orden a las referencias, las del gran filósofo y pedagogo alemán Joachim Heinrich Campe (1746-1818), autor del Robinson para los jóvenes (1779), discípulo a su vez del rousseauniano y lockeano Johann Bernhard Basedow (1723-1790), o de otros nombres alemanes como Schummel o Weisse 35.
El objetivo bien explícito de los Canga Argüelles en su Gazeta de los Niños era el de formar ciudadanos. Una formación en la que la instrucción en todos los adelantamientos de la moral, las artes y las ciencias actuara a manera de moldeadora de las virtudes y contenedora de los vicios, aquellos dos principios que, bien gobernados y articulados, contribuían a «contener las pasiones de los ciudadanos en sus justos límites», exactamente igual que en orden a la sociabilidad se encargan de hacerlo las leyes. Es por eso que la edad adecuada en que se considera que el buen ciudadano puede empezar a ser fomentado e inoculado en los gérmenes más positivos a través de las ciencias y las artes es partir de los nueve años, una edad «en la cual suponemos que tiene todos los principios de religión y piedad que le han de gobernar el resto de sus días». De hecho, unos jóvenes bien «contenidos» por los principios de la religión y bien «moldeados» por una buena educación harían innecesaria la función de las leyes en la sociedad:
Si se tuviera más cuidado del que comúnmente se tiene en formar desde muy temprano el corazón de los niños, apenas serían necesarias las leyes para contener las pasiones de los ciudadanos en sus justos límites (p. 1).
Aunque no se formula de una manera explícita, todas las referencias iniciales a las características de la naturaleza humana implican un alejamiento bastante contundente de cualquier principio de ley natural predeterminada (lo cual no implicará, como veremos, un rechazo a la idea de providencia o divinidad) o idea innata en el hombre. La fuente de conocimiento son los sentidos y las percepciones, unas observaciones que le permitirán cobrar conciencia de su propia existencia y de la de los demás en una serie de círculos de sociabilidad que, iniciándose por el amor a uno mismo y por el pundonor, seguirá en la familia y, a impulsos del «agradecimiento» o de la simpatía, con el resto de la sociedad. Es un reconocimiento al principio del sensualismo lockeano que, sin embargo, no se resuelve en un escepticismo, sino que acaba entroncando de alguna manera con el principio de la oikeiosis ilustrada de raíz estoica «de que toda la humanidad comparte una misma capacidad para el reconocimiento mutuo» 36:
La observación sucesiva le enseña que hay alrededor de él otros seres, que se fatigan por procurarle comodidades; que se compadecen de sus dolores; que se complacen en estar en su compañía; y esto le infunde una especie de estimación de sí mismo, y de amor y agradecimiento hacia los que le rodean. El tiempo le hace conocer que tiene relaciones de otra especie con los más distantes, y ya entonces observa la diferencia que existe entre las que tiene con sus padres, las que con los amigos, y las que con todos los de la sociedad en donde vive (p. 3).
Ese «fondo de observación», origen y principio del conocimiento de uno mismo, del descubrimiento de los demás y, en consecuencia, de la percepción de una necesidad de obligaciones hacia uno mismo y hacia los otros, puede verse, sin embargo, malogrado si no se fecunda a través de una buena educación y, sobre todo, de unos buenos preceptores: «Por desgracia, este germen fecundo de virtudes se hace estéril entre las manos ignorantes de los que tienen a su cargo la educación de los niños» (p. 4). Ni las instrucciones morales ni las científicas o artísticas se le comunican a los niños de una manera adecuada:
Condenado el niño desde los años primeros a aprender de memoria entre lágrimas y sollozos las lecciones más abstractas, y a veces las más ridículas, se cansa: su espíritu cae en un abatimiento que toca en estupidez, y solo espera con impaciencia el instante en que puede robarse a la vista del preceptor encarnizado (p. 6).
Una buena educación requiere de dos elementos: unos buenos preceptores, especie realmente difícil de encontrar 37, y un buen método que permita a los discípulos «amar la instrucción y el estudio». Para esto último es preciso poner las ciencias en el mismo lenguaje de los niños, acomodarlas a su «débil inteligencia y a su poca constancia» y aficionarlos a la lectura a través de unos contenidos expuestos en un estilo «claro y agradable» (p. 7).
Respecto a qué enseñar existen también en este «Prospecto» que estamos comentando ideas bastante claras. De acuerdo con los objetivos expuestos y las características de los perceptores, debería huirse de planteamientos abstractos o demasiados racionalistas y optar por la vertiente más práctica, inmediata y activa de los conocimientos. Ello implica, desde luego, una jerarquía de las materias («primero las artes y las ciencias físicas que las ciencias metafísicas») y una forma de presentación de los contenidos que estimule y favorezca su asimilación. Un aspecto tan crucial como el de los valores morales deberá excluir radicalmente los «axiomas descarnados y estériles» y deberá recurrir, por el contrario, a presentar una «moral en acción en cuentos y anécdotas que se procurarán adornar y hacer interesantes por mil maneras diferentes» (p. 13). Desde luego, en el conjunto de las artes, la historia merece una atención especial y expresa por una doble razón: en primer lugar porque su contenido y estructura narrativa se adecua perfectamente a esa propensión casi natural del niño a «oír y leer todas las relaciones que contienen sucesos grandes y variados»; y en segundo lugar, «porque es el fundamento de las ciencias políticas, cuyos principios se les deben dar con el tiempo…» (p. 12) 38.
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