Por fin un día salí y empecé a ver en las calles coches estacionados que vendían botellas de gel. En el trayecto a la casa de Claudia vi cuatro camionetas así, con sus cartulinas chillantes que anunciaban gel $150 lt, y eso fue suficiente para dejar el negocio. Me había metido en esto para ayudar a mi madre y de pronto estaba en una guerra de acaparadores y revendedores. Tuve la impresión de que el México Piraña estaba enfrascado en Las guerras del gel, del papel de baño, del jabón, del Ibuprofeno, el Paracetamol, las mascarillas y todo aquello que nos genera un tic de limpieza, gracias al pánico, al exceso de información/desinformación, y el famoso trastorno obsesivo compulsivo, el toc por lavarnos y desinfectarnos.
Al llegar a la casa de Claudia le dije que ya no quería seguir en esto, pero me motivó para entregar quince botellas de aquel otro gel que consiguió. ¿Y quién era la mula de esas entregas? Pues yo. No iba a ser tan fácil zafarme, ella seguía vendiendo sin cuartel. Mi apoyo era logístico y espiritual. Seguí a su lado en esto por solidaridad y estábamos a la espera del siguiente pedido para surtirnos. Entonces vimos la noticia de que Ron Bacardí y Cerveza Corona hicieron gel para donar en estupendas movidas de mercadotecnia social. Por el momento, la única opción será cocinarlo nosotros, necesitamos la caravana de Breaking Bad.
Después de la cuarentena todo será incierto y aunque los Sex Pistols no son santos de mi altar, aquí sí cabe su no hay futuro. Tampoco creo que vayamos a ser mejores personas ni que el nuevo mundo TikTok —el reguetón de las redes— será un mejor lugar, todo lo contrario. A pesar de que en la cuarentena las denuncias domésticas por violencia de género han aumentado en 60 por ciento, deseo que en los días por venir, como en esta crónica, las mujeres como mi madre y Claudia sean quienes controlen la situación y administren la operación. Mientras tanto, ustedes dirán a dónde les despachamos sus pedidos. Los Geles Hermanos siempre tenemos una solución para desinfectar.
Yael Weiss
Yael Weiss (Ciudad de México, 1977) es escritora y conductora del programa de televisión Mextranjeros, junto con Ixchel Cisneros en tv unam. También es editora digital de la Revista de la Universidad de México , coautora de la antología Constelación de poetas francófonas de cinco continentes. Diez siglos de relatos (2010) y autora del libro de relatos Hematoma (2019).
El 2020 se llevó mi autenticidad. Hacia el final del año me quedaba muy poco de la antigua confianza para decir lo que pienso y relatar lo que hago. Es decir que ahora disfrazo mis verdaderos sentimientos para que no me arrastren ante el tribunal ético de una población aterrada.
En diciembre busqué a mi amiga Sandra porque no la había visto desde el inicio de la Jornada Nacional de Sana Distancia. La cuarentena nos había separado de la gente querida como lo hacen las guerras.
—¿Te estás cuidando? —me preguntó Sandra al teléfono. Traté en vano de encontrar alguna pista en la entonación de su voz.
—¡Obviamente! —respondí.
A esta altura de la conversación aún no era posible sincerarse, había que navegar con precaución. No estaba mintiendo, pero tampoco sabía si teníamos el mismo concepto de lo que significa “cuidarse” y preferí dejarlo en lo vago. Si se refería a quitarme la ropa y bañarme cada vez que entro a mi casa, o desinfectar con Lysol las bolsas del súper, no me estaba cuidando tanto. Para los puristas que han tomado las tribunas públicas, era seguro que yo no estaba haciendo lo suficiente.
—Pero estás yendo a grabar tu programa de tele, ¿no? —preguntó de nuevo Sandra con un tono alegre, como si no le importara.
Comprendí de inmediato que sí importaba.
—Sí, una vez por semana. Pero hay protocolos de sanidad muy estrictos —le aclaré.
Tampoco era mentira. A la entrada de la televisora un vigilante medía la temperatura sobre las manos —porque corría la voz de que hacerlo sobre la frente te dejaba turulo—, el cubrebocas era obligatorio y la ocupación del edificio estaba al 20 por ciento. Eso no cambiaba la cantidad de técnicos necesarios dentro del estudio ni que el virus se veía inocuo bajo la cara de un colega querido. Nos abrazábamos al estilo Covid-19, o sea: con el codo, pero cuando un amigo del canal perdía a su madre o tenía un problema, nos encerrábamos en alguna oficina para darnos un beso en la mejilla y un largo abrazo de los de verdad.
En el sótano de la televisora existe un diminuto camerino sin ventilación donde sin falta me espera Yvette. Se trata de una mujer pequeña, muy platicadora, que se protege del virus con careta así que puede verse a detalle su boca bien delineada con bilé. Me quito el cubrebocas y dejo que me ponga todo el maquillaje que ella quiera. Me han recomendado bajar un poco la cantidad de pintura, pero disfruto demasiado cómo Yvette dibuja con pinceles otra cara sobre mi cara original. Me olvido de mí misma y de mi estrés mientras escucho con atención a esta chica de 26 años que se dice de derecha y católica pero muestra escotes atrevidísimos. No es su única contradicción, pero como es malhumorada me da confianza. Me entrego muy fácilmente a la autenticidad del gruñón.
A causa de la discrepancia entre lo que ella cree correcto y lo que hacen los demás, ha librado numerosas batallas callejeras a lo largo de la pandemia. Su más reciente trifulca sucedió en el súper. Iba con su novio, lo cual estaba prohibido, pero me explicó que circulaban por diferentes pasillos y así salían más rápido de aquel lugar de contagio. Alrededor del mes de septiembre, en el Superama de la colonia vecina —pues en la suya eran más estrictos— se topó adentro de la tienda con una familia de madre, padre, dos niños y una abuela que se movían en manada. En el pasillo de los cereales el señor se atrevió a mover el carrito de Yvette que estorbaba y ella, harta de esta gentuza altamente contagiosa, le gritó que debería ponerse desinfectante antes de tocar lo ajeno. Se hicieron de palabras hasta que un agente de seguridad los sacó a todos por incumplir las reglas.
Otra de las obsesiones de Yvette consistía en desenmascarar a los portadores de Covid-19 en la televisora. Su camerino, aun si escondido, se encontraba cerca de los baños de empleados, así que podía escuchar los tosidos, los mocos y las respiraciones agitadas. Tenía el oído fino. No necesitaba ver quién entraba o salía, reconocía por el solo sonido de las pisadas a cada persona que circulaba por el pasillo. Hacia el mes de junio la esposa de un conductor había dado positivo a Covid-19. Sin embargo, el siniestro personaje siguió con su programa sin decir nada, poniendo a los empleados en riesgo mortal. Yvette se enteró por otro lado y lideró un paro hasta que el señalado comprobara con un test de los caros que estaba libre del virus. Como resultó que estaba infectado, quienes lo habían maquillado, grabado y saludado se fueron de cuarentena y la televisora quedó aún más desierta por dos semanas.
No comenté estos aconteceres del trabajo en la llamada decembrina con Sandra. Más por dar verosimilitud a la conversación que por una verdadera inquietud le pregunté si ella también se cuidaba.
—Muchísimo. No he salido de mi casa ni he visto a nadie –declaró.
Por supuesto que no le creí. Lo interpreté como que no había visto a casi nadie y casi no había salido, o que veía a menos gente y salía menos que antes de la pandemia.
Quedamos en ir a caminar al bosque, al aire libre, y respetar entre nosotras el protocolo de sana distancia. Debíamos vernos a la mañana siguiente en la entrada de un Parque del Ajusco adonde yo llegaría en mi coche y ella en el suyo.
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