Tulio Espinoza - La oscuridad que nos lleva

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Una mujer, señora, ha sido toda su vida una gran lectora, «soy producto de mis lecturas», suele decir. Hoy, postrada en cama por la enfermedad y la vejez y sin fuerzas para sostener un libro en las manos, contrata a un joven lector para dedicarse a leer para ella nuevos libros y releerle viejas lecturas que la llenan de recuerdos y de vida, con el cual establece una extraña relación.

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SERIE NARRATIVA

LA OSCURIDAD QUE NOS LLEVA

TULIO ESPINOSA

Y después de ir con los ojos cerrados por la oscuridad que nos lleva abrir los - фото 1

Y después de ir

con los ojos cerrados

por la oscuridad que nos lleva

abrir los ojos y ver

la oscuridad que nos lleva

con los ojos abiertos

y cerrar los ojos.

Gonzalo Millán

© Tulio Espinosa

Inscripción Nº 227.375

I.S.B.N. 978-956-260-636-3

© Editorial Cuarto Propio

Valenzuela Castillo 990 / Providencia / Santiago de Chile

Fono / fax: (56-2) 2792 6518 / 2792 6520

Web: www.cuartopropio.cl

Fotografía portada: Jorge Brantmayer, Woman reading by a window de

Julius Garibaldi Melchers (1860-1932)

Producción general y diseño: Rosana Espino

Impresión: Dimacofi

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

1ª edición, abril de 2013

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

Este libro contó con el respaldo del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes a través de la Beca de Creación.

1

Dos Años Después

–Rosario mantuvo la puerta de par en par mientras el muchacho apoyaba la bicicleta en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina, y lo dejó entrar con el canasto repleto de tarros, paquetes de tallarines, verduras y botellas. Dando un bufido, depositó su carga sobre el mármol de la mesa. Y al verlo quedarse con los ojos fijos en el vapor de la cacerola después de vaciar el canasto pausadamente, Rosario adivinó que algo le sucedía, que tal vez quisiera pedirle un favor o hacerle una confidencia, ya que había desaparecido su habitual atolondramiento de pequeño coleóptero oscuro y movedizo. Entre todos los muchachos que repartían las provisiones del Emporio Fornino, la cocinera, de ordinario seca y agria, siempre prefirió a éste, por ser el único que se mostraba consciente del vínculo que la unía al Emporio. A pesar de su larga viudez nada halagaba tanto a Rosario como que se la considerara unida aún a tan prestigiosa institución, ya que Fructuoso Arenas había sido empleado de Fornino antes de casarse con ella y pasar a ser jardinero de misiá Elisa Grey de Abalos.

“¿Qué le pasa, Ángel?”

Ángel recorrió la cocina enorme con la vista ensombrecida, paseándola lentamente por el escuadrón de ollas y frascos en orden perfecto...

El Lector se detiene. Tras cerrar el libro se reclina en la butaca y masajea suavemente sus sienes con la punta de los dedos. La Señora se ha dormido. Siempre igual. Mientras él lee no se detiene a mirarla, pero cuando siente perderse el eco de su voz en los rincones de la habitación en penumbras comprende que lee solo para sí. Con movimientos pesados apaga la lámpara del velador y entreabre la cortina de la ventana, largo rato contempla las luminarias de la calle envueltas en móviles hilachas de neblina. Será tarde, las once o las doce, ni un ruido llega de los alrededores ni de la planta baja. Hundido en el silencio que lo rodea como un vaho cierra los ojos y deja caer la cortina, se alisa el pelo y de nuevo se masajea las sienes con aire fatigado. Cuidando de no hacer ruido deposita cautelosamente el libro sobre la cubierta del velador y, luego de coger su abrigo y bufanda del respaldo de la butaca, abandona el dormitorio en puntas de pie.

La gruesa alfombra del pasillo tamiza sus pasos. Antes de descender la escalera se detiene y procura aflojar los músculos de su espalda. Durante los dos últimos años ha aprendido a desplazarse en la penumbra, sabe cuándo estirar el brazo para asir el pasamano, conoce al dedillo el ancho y alto de los escalones y el punto exacto de la curva del descanso, de manera inconsciente va contando las gradas hasta llegar al primer piso. Durante dos años el mismo trayecto. Subir la escalera, saludar a la Señora, intercambiar con ella palabras de rutinaria cortesía y acomodarse junto a su cama en la butaca de todos los días. Afable, delicada, siempre discreta, evitando a todas luces no invadir su territorio personal, la Señora lo interroga, como si se tratara de un asunto de vida o muerte, sobre lo que acontece o pueda suceder extramuros. Todo lo pregunta, con los ojos muy abiertos, quiere saberlo todo, todo le interesa, el estado del tiempo, por ejemplo, si llueve o ha llovido o si el cielo está apenas encapotado como le ha parecido entrever a través de los postigos a medio cerrar de la ventana; si hace calor o frío, si el viento sopla en la calle y agita las ramas de los árboles de la avenida y si acaso la bruma o la niebla envuelven las esquinas. Cada cierto tiempo la Señora le pide describir, por ejemplo, de qué manera los nuevos edificios alteran el paisaje citadino y la perspectiva que abren las nuevas avenidas del barrio alto, como dice ella, su altura y forma, y cómo el sol y las luces se reflejan en los muros de cristal. También suele despertar su curiosidad el cambio de las estaciones, cómo el verano y el invierno influyen en las variaciones, colores y novedades de la moda, si acaso en primavera se ve pasear a mujeres solas y si los jóvenes se acarician y besan en las esquinas, en los escaños del parque o en vagones del Metro. Esa es una costumbre nueva, dice, propia de estos tiempos, antes era considerada de pésimo gusto, un ultraje al decoro, decía mi mamá, y si alguna vez llegaba a ver un espectáculo así apenas entraba en la casa ponía el grito en el cielo. Y con un interés muy especial pregunta cómo actúan, cómo se comportan las personas mayores, maduras, viejas, no sé cómo decirlo, dice, en las plazas, avenidas, en bares y fuentes de soda, si muestran una actitud alegre, despreocupada o al revés, se ven más bien tristes, apesadumbradas, indiferentes, si suelen adoptar ademanes descomedidos o aparecen ingrávidas, afables, sonrientes, contentas de sobrellevar la vida. La vejez, sentencia para justificar su curiosidad, es impredecible.

Pero más allá de estas interrogantes el mayor motivo de interés de la Señora es el mundo de los libros. Con insistencia machacona pide describir el tamaño y formato de las nuevas ediciones, su encuadernación, tipografía y la clase de papel más usada; también el diseño, tipo, estilo de ilustración y colorido de las portadas; qué dicen los resúmenes de las solapas y contraportadas y cómo los disponen y ordenan en los mesones, anaqueles y vidrieras de las librerías. Claro, quiere también saber el tipo, la clase de libros que más se vende, los temas que más atraen los lectores de hoy, los más comentados en diarios, revistas, suplementos especializados y a su juicio, a juicio de él, el Lector, cuáles vale o no la pena leer. A pesar, suele sentenciar la Señora, que los autores de hoy, mire, nada me dicen, nada novedoso, no tratan los grandes temas del hombre, son huecos, vanos y superficiales, nada que despierte mi interés, y para más remate se limitan a reflejar en lenguaje ultra convencional la ambigüedad y mal gusto que caracteriza los tiempos que corren, como si se tratara de los más importantes de la historia. No, suele concluir tajante, por nada del mundo modificaría mis hábitos de lectura.

Al Lector, por su parte, más allá de leerle diariamente en voz alta, le es cada vez más difícil satisfacer tanta inquietud. Hace años que los libros dejaron de interesarle, ya casi no lee y tampoco se pregunta la causa, para nada se le ocurriría asomar la nariz en una librería como solía hacerlo, por el contrario, su mayor preocupación es sacarle el cuerpo a cierta nostalgia por su amor a la lectura perdido en la nada. Pero como al fin de cuentas debe satisfacer la curiosidad de la Señora, no tiene el más mínimo empacho en inventar sobre la marcha autores y títulos recién aparecidos, temas, historias, argumentos, hasta ha tenido el desparpajo de contarle libros que nunca existieron y cuya lectura, según le dice, lo apasionó y, más encima, que tuvieron la virtud de despertar el éxtasis de críticos y comentaristas y se venden como pan caliente. Tampoco se le pasaría por la mente reparar en la gente que pasa junto a él en la calle, se cruza en su camino o se sienta junto a él en el café, lo que no le impide improvisar sin escrúpulos personajes, facciones, hábitos, rostros, peinados, vestimentas, ni deja de describir con lujo de detalles cómo las personas se comportan, cómo ríen o gesticulan, qué comen o beben y de qué manera su expresión refleja indiferencia, desinterés, amistad o desafecto.

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