¿Quién es capaz de explicar lo que pasaba dentro de su corazón altivo y soberbio? ¿Qué tempestades rugían en el fondo de su alma, poética y ensoñadora como ninguna?
A su vez, Flavio contemplaba absorto cuanto pasaba en torno suyo; detenía sus escudriñadoras miradas en cada objeto, y volvía la cabeza a todas partes, como si no quisiese perder un solo detalle de tan variado como alegre cuadro, y parecía que estaba gravemente ocupado de cuanto le rodeaba, menos de la mujer que tenía a su lado silenciosa, serena, fría como una estatua de bronce; y, sin embargo, esto no era verdad.
Ella, sin embargo, era su único pensamiento y nada veía de cuanto se agitaba en torno suyo sino a ella, a quien quería humillar por medio del desprecio; ella, a quien, a pesar de todo, hallaba más indiferente y más olvidada de sí misma que lo que Flavio deseaba.
¡Así se estrellaba en el vacío el primer golpe de su meditada venganza! ¡Así se volvió a sentir humillado por su débil enemigo! ¡Así sintió acrecentarse su ira y su aborrecimiento hacia aquella mujer de hielo que no le miraba siquiera, que no demostraba ni impaciencia, ni disgusto, ni siquiera vergüenza!
En un momento de enojo, y cansado ya de hacer un papel inútil, Flavio, lanzando sobre la joven una mirada, la volvió después la espalda con ademán del más profundo desprecio.
«Me había engañado, y sin duda está loco —dijo para sí la joven, palideciendo—; pero yo le haré ver que el débil compromiso que haya tenido la debilidad de contraer con un loco no es para mí más que una palabra vana que desaparece cuando le place a mi voluntad».
Levantándose entonces rápidamente, y tomando su rostro una expresión profundamente irónica y mordaz, dijo inclinándose ante Flavio como si fuese a darle gracias:
—Caballero, o me engañé creyendo que erais un hombre cuerdo, o vos habéis juzgado neciamente que yo era capaz de hacer un papel tan ridículo como el que vos hacéis. Acompañadme, pues, al lado de alguna de mis amigas, porque me siento fatigada de toleraros.
Como si le hubiesen lastimado en el corazón, volviose Flavio, pálido y conmovido, hacia la joven, cuya voz acababa de resonar en sus oídos como el eco vaporoso que recordamos haber escuchado en algún sueño de dolorosa tristeza. No le era aquella voz desconocida; alguna vez debió haber resonado dolorosamente en su corazón cuando tanto se conmovió al oírla de nuevo. ¿Cómo no, si de aquellos mismos labios habían salido las terribles palabras que le hicieron gustar por primera vez cuánto hay de amargo en la vida?
La joven no pudo menos de retroceder asustada al ver aquel semblante demudado que acababa de volverse hacia ella.
Pero Flavio, cogiéndola por un brazo tan fuertemente que casi le hizo arrancar un grito, la atrajo a sí, en tanto le decía sonriendo amargamente:
—¡Y fuisteis vos!
La joven lanzó un grito ahogado.
—¡Dios mío! —prosiguió Flavio, contemplándola y moviendo lentamente la cabeza—. Vos, ¿y por qué? ¡Ni me conocíais siquiera, ni yo os había ofendido jamás!
La joven vaciló al oír aquella dolorosa reconvención y casi inclinó su frente ante Flavio como reconociéndose culpada.
—En verdad, sois una mujer infame —volvió a decirla Flavio con torva mirada—, ¡y merecéis que os castigue!
—¡Castigarme! —contestó la joven, reponiéndose con altivez—. ¡Castigarme! —volvió a repetir mirándole frente a frente con orgullosa severidad—. ¿Y quién sois vos, caballero, para dirigirme semejantes amenazas? ¿Queréis decirme a qué raza extraña pertenecéis?
Esta pregunta, hecha con la ironía más cruel, devolvió a Flavio toda la energía de su orgullo, toda la ira, adormecida un instante por la sorpresa del dolor, renovado en la reciente herida de su amor propio ofendido.
Alzose de su abatimiento más fiero y salvaje que nunca, y clavando en el rostro de la joven una mirada más terrible y sañuda que cuantas hasta entonces le había dirigido, le respondió con una voz que se asemejaba al sordo rumor del trueno que se oye en lejanía:
—Mujer, yo pertenezco a la raza de los hombres, pero de unos hombres de tal condición que tienen por ley vengar los ultrajes que reciben. Pero no temáis, yo soy benigno —añadió con extraña sonrisa—, y por hoy limitaré mi venganza… ¡a bailar con vos! —La joven fijó en él con sorpresa sus grandes ojos—. Sí —prosiguió Flavio—, nada más que bailar con vos. Es necesario —añadió, acercándose a ella y tocando casi su oído con sus ardientes labios—, es necesario que os estrechen hoy los brazos del hombre a quien con vuestros insultos habéis hecho casi morir de vergüenza.
—¡Estrecharme en vuestros brazos…! —exclamó la joven aterrada y haciendo un vano esfuerzo para desasirse de Flavio, que sujetaba su brazo fuertemente.
—¡Os espanta tanto… mi venganza! —repuso aquel con infernal acento—. Es decir, que solo a mí está negado lo que concedéis al primero que llega; tan solo a mí, quizá por haber tenido la debilidad de creeros ángeles siendo demonios; por haberos respetado, adorado, citando para ellos no sois más que un juguete que arrojan lejos de sí, después que lo han mancillado con su contacto.
—Todo lo que estáis diciendo —se atrevió a murmurar la joven— ¡no es más que una locura, una necia locura!
Y lanzó en torno suyo una mirada de temor. Pero nadie reparaba todavía en aquella escena que la causaba vergüenza, dolor y miedo. «Al menos —dijo para sí—, aún nadie sabe que este hombre me está insultando, que me ha escogido para blanco de sus iras».
—¡Una locura…! —repitió Flavio, cada vez con más amargo y conmovedor acento—. Tal vez me creéis loco porque os echo en cara la perversidad de vuestro corazón, porque os digo que solo a mí me han sido negados los abrazos sin pudor que en el vértigo de esas danzas locas concedéis al primero que se acerca a deciros: «¡Venid y bailemos!». No sé, mujer, quién es en verdad el verdadero demente, si yo por haberos creído reinas del universo y no humildes criaturas que descienden bajamente hasta los brazos de los que las miran como inferiores suyos, o vosotras por haber despreciado al que os profesaba una adoración tan santa, tan sincera que solo fuera posible que tuviese por rival al Dios que con sus supremas alegrías llena el espíritu de los que le bendicen en sus obras… Cual si en mi frente llevase el sello de la más infame reprobación, me habéis despreciado indignamente, me habéis convertido en enemigo vuestro, aun a despecho de mi voluntad. Vos la primera lanzasteis el rayo sobre mi cabeza inocente, hiriéndome sin piedad; clavasteis en mi pecho el primer dardo del dolor, y he aquí que deseáis ser también la primera sobre quien descargue el peso de mi venganza. Bailaré con vos, tocaréis mi mano, que estrechará la vuestra, hasta lastimaros; quizá mi aliento se juntará con vuestro aliento y os arrastraré conmigo en loco remolino hasta haceros caer rendida de cansancio y de angustia… ¡Oh!, sí…; todo esto…, más aún si me fuera posible, ¡y, sin embargo, no podréis decirme que soy tan cruel como vos…, que os ofendo… sin motivo, señora…!
—¡Oh, no! ¡Yo no bailaré con vos! —exclamó la joven en voz baja y convulsa—, ¡yo no puedo bailar con un loco…!
—¡Loco…! —repitió Flavio con mayor amargura. Me llamáis loco otra vez…, cuando sufro tanto…, cuando siento que me ahoga el dolor… ¡Ah! —añadió lanzando un profundo suspiro mal comprimido—. Me habéis hecho llorar una vez, sabedlo… Pues bien… Las lágrimas se agolpan de nuevo a mis ojos, esto es una debilidad vergonzosa que no se olvida… ¡Y esto todo por vos!
Y Flavio, en medio de esta exaltación dolorosa, apretaba con fuerza contra su pecho el brazo de la joven. Su voz, en un principio dura y vibrante, había concluido por ser sofocada y doliente, y de sus ojos inflamados estaban próximas a saltarse las lágrimas ardientes que hinchaban sus párpados.
Читать дальше