Rosalía de Castro - Flavio

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Flavio (1861) es una novela romántica donde prima el desengaño y la exaltación a la condición femenina, en una época donde la mujer estaba destinada a ser propiedad del hombre. En ella, la autora disecciona el mito romántico para luego destruirlo, llevando al borde del suicidio a su protagonista masculino. Mara, una escritora en la clandestinidad, a todas luces un trasunto de la Rosalía adolescente, es asfixiada por el amor posesivo y caprichoso de Flavio, y lucha, en aras de su independencia, contra los celos abrasivos, evadiendo su entrega incondicional a la voluntad de su persuasivo amante.

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Al hablar Flavio de sus futuros proyectos, de sus sueños eternos, se diría que era inspirado por un genio oculto que le hacía orador sublime, en cuya palabra se encerraba el encanto de todas las armonías.

Cuando hablaba, su frente noble y morena se teñía de un rojo tenue; su mirada era brillante; las palabras se agolpaban a sus labios, y su hermosa voz, vibrando como las cuerdas de un arpa, causaba estremecimientos que apresuraban los latidos del corazón.

Su compañero no podía dejar de conmoverse ante aquella fuerza superior que, a su pesar, vencía la rebelde impasibilidad de su alma; pero, hombre a quien las sublimes emociones fatigaban, trató de poner un dique al torrente armonioso que no le dejaba avanzar en su torcido camino.

—Me complace escuchar vuestras palabras, en las que se deja traslucir la brillantez de vuestra imaginación; vuestros grandiosos pensamientos en los que se revela el genio… ¡Oh, sí, mucho genio! —le dijo al fin, en un acento que parecía inspirado por el mismo espíritu delicado y juvenil que animaba a Flavio—. Pero creo mi deber recordaros —añadió con voz más baja y pausada—, puesto que soy vuestro amigo, que por ahora debéis olvidarlo todo y pensar únicamente en vengaros de los que, siendo los seres más débiles de tierra, han osado provocaros…, insultaros.

—¡Son tan débiles y tan cobardes…! —repuso Flavio con un acento que revelaba al mismo tiempo compasión, amor y desprecio.

—¿Y eso os hace retroceder? Perdonad al cobarde y os dará una puñalada cuando no podáis defenderos. ¡Ah, no! Vergüenza fuera en verdad que ellas hubiesen una vez sola humillado a los que nacieron para ser sus señores… Burlaos de ellas como ellas se han burlado de vos; demostradles de lo que es capaz una voluntad virgen en medio de la sociedad más culta, y os aseguro que seréis después el ídolo ante quien sacrificarán todo lo que existe de más sagrado para ellas. Su amor, su belleza, sus esperanzas futuras y hasta su vanidad, el único vicio que las hace a veces levantarse sobre los que pretenden herirlas, como la serpiente que alza su cabeza de la tierra para herir al que ha puesto sobre ella su planta imprudente.

—No sé por qué —repuso Flavio con terquedad— siento una repugnancia invencible a hacer daño a esos seres que tan sublimes había creído y en cuyos rostros ha puesto Dios la gracia y el candor de sus ángeles más queridos.

—¡Cuán niño sois…! —le contestó su amigo con sarcasmo—. ¿Sabéis si existen?

—Lo creo —murmuró Flavio, mirando al joven como espantado de las palabras que acababa de oír de sus labios.

—Pues si lo creéis —replicole su compañero—, creed también que no deben parecerse a las mujeres. Yo os hice ver cómo esos que llamáis hermosos ángeles no son más que el juguete que Dios ha puesto en medio de nuestro camino para amenizar nuestros momentos de ocio y de hastío. Cómo con una sola palabra, con una mirada, las arrojamos de su pedestal de barro, haciéndolas caer a nuestros pies implorando compasión. Ellas derraman entonces lágrimas que ruedan como perlas por sus mejillas; pero sus lágrimas y sus gemidos son solo una hermosa mentira. Afectando una dignidad que no poseen, os dirán con orgullo que las ofendéis, y momentos después, vanas y volubles como el viento, os darán gracias con una sonrisa o con una mirada que encierran un mundo de promesas por aquello mismo que antes juzgaban un ultraje.

—Tenéis razón, lo conozco; ellas son débiles y nos vencen y nos insultan; pues, bien; me vengaré de ellas —murmuró Flavio con disgusto—. Cuanto me decís es odioso.

—Pero verdadero.

—¡Oh, sí, sí, me vengaré! —volvió a repetir Flavio—. Es más culpable aquel que, como ellas, afectando bondad, encierra el mal en el fondo de su corazón, y merecen castigo.

—Valor, pues, amigo mío —le dijo su traidor amigo, apretando la mano de Flavio en tanto vagaba por sus labios una sonrisa de satisfacción cruel—. Seguid mis consejos, y espero que tendré que vanagloriarme de vos. Pero os dejo: me esperan y no quiero tardar. Espero que nos veremos antes del baile.

—Sí, en verdad —contestó Flavio.

Y se separaron.

Flavio, abandonado de nuevo a sus propios impulsos, no cesaba de exclamar, alzando sus ojos al cielo:

—Un amigo… ¡Oh, Dios…! Un amigo es la alegría de la existencia, la luz, la vida. ¡Bendito seas, oh, Dios mío, que me habéis dado un amigo!

— X —

Durante algunos momentos las palabras de su nuevo amigo zumbaron en sus oídos como una loca tentación.

Mil pensamientos a cuál más sombríos, mil ideas terribles pasaban por su mente gritando venganza, y Flavio parecía desecharlas, diciéndose a sí mismo: «¡Eso no es bastante!».

Como se ve, el golpe había sido certero, y nuestro héroe, después de algunos momentos de vacilación se dijo: «¡Ah, sí, tiene razón: es necesario vengarnos! La afrenta fue grande; séalo también el castigo».

Y se adelantó hacia una hermosa niña que se acercaba lentamente hacia el baile.

Nunca Flavio había visto mujer más hermosa; era pálida, tenía ojos negros, cabellos que caían en abundantes rizos sobre sus espaldas, mirada triste y dulce, y en toda ella se notaba cierto aire de pudorosa timidez, hija mimada de la inocencia.

Flavio la vio; su corazón latió con violencia: quiso dirigirse hacia ella, pero sus pies se negaban a obedecerle.

—¡Maldición! —murmuró—. Vergüenza fuera que me detuviera al primer paso.

Y se acercó resueltamente a la hermosa joven.

—¿Queréis bailar conmigo? —la dijo con voz temblorosa, pero que tenía el acento de la cólera y que parecía una amenaza.

Ella murmuró una excusa, y volviéndose a una de sus amigas, dijo:

—Debe de estar loco.

—Quizás no os falte razón, querida mía —le contestó—; pero, sin embargo, es un loco a quien pudiera perdonársele alguna locura.

Flavio, en tanto, recorría las alamedas, se acercaba a todos los grupos; cuanta mujer joven y hermosa se presentaba ante él tenía que sufrir sus amenazadoras miradas y su eterna pregunta. ¡Ay, cuán pocos sabían lo que pasaba en aquel corazón cuando sus labios formados por las dulces sonrisas murmuraban la misma respuesta que la pálida joven!

El loco mancebo devoraba en silencio la ira que brotaba de su corazón; fruncía, como Júpiter, sus cejas, y momentos hubo en que sus salvajes instintos le incitaron a levantar sobre la insolente turba su brazo fuerte y poderoso. ¿No lo merecían acaso aquellos débiles seres, a la vista bellos y sencillos como los ángeles, en su interior podredumbre y miseria?

Así se lo había dicho su nuevo amigo y así había él llegado a creerlo. Tanto que en su rostro empezaban a aparecer terribles señales de la tormenta que agitaba su corazón.

De repente, igual que un rayo de sol que atraviesa las plomizas nubes y baña con su débil claridad la tierra ansiosa de luz, así una nueva mujer apareció ante sus ojos.

Flavio la conoce, la vio pasar dos veces a su lado como una sombría visión que se le presentó de nuevo en los momentos en que él se dirigía a lo más oculto de las retiradas alamedas para derramar allí, en silencio, las primeras lágrimas amargas que habían corrido por sus mejillas.

Ella seguía indiferente su camino; pero en el corazón de Flavio se despertaron dolorosos recuerdos y se acercó a ella, diciendo con ademán y con acento más amenazador que nunca:

—¿Tampoco querréis vos bailar conmigo?

Por única respuesta la joven hizo una graciosa inflexión con la cabeza, se sonrió levemente con sutil ironía, y sin añadir una sola palabra a aquel signo afirmativo, se cogió del brazo que Flavio le ofrecía con tan salvaje y fiera galantería que sería bastante a intimidar a otra mujer menos serena que la atrevida joven.

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