Rosalía de Castro - Flavio

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Flavio (1861) es una novela romántica donde prima el desengaño y la exaltación a la condición femenina, en una época donde la mujer estaba destinada a ser propiedad del hombre. En ella, la autora disecciona el mito romántico para luego destruirlo, llevando al borde del suicidio a su protagonista masculino. Mara, una escritora en la clandestinidad, a todas luces un trasunto de la Rosalía adolescente, es asfixiada por el amor posesivo y caprichoso de Flavio, y lucha, en aras de su independencia, contra los celos abrasivos, evadiendo su entrega incondicional a la voluntad de su persuasivo amante.

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De nuevo, los sonidos de la música, llenando el bosque, se extendieron hasta las vecinas praderas, y la multitud, agitándose como un mar que se agolpa y que ruge, pareció responder al llamamiento de los armoniosos acordes. Todo fue confusión y algazara en aquellos momentos en que la alegría parecía ser la reina y señora de aquella multitud. Los grupos se dispersaban, las madres abandonaban con cierta satisfacción respetable el torneado brazo de sus hijas, y ellas, las hermosas, desaparecían bien presto a sus ojos, cuidadosos pero ya cansados, después de haber sujetado con coquetería la rosa medio desprendida del cabello y compuesto los graciosos pliegues de sus vestidos. Todos corrían, todos parecían ir en busca de un objeto que temiesen que les hubiera sido arrebatado ya. Tan solo Flavio, ajeno a lo que causaba tanta animación, tan loco júbilo, se dejaba arrastrar sin voluntad por aquellas oleadas, que, insensiblemente, le fueron conduciendo al lugar del baile.

Flavio no pudo resistir entonces cierto movimiento de disgusto que, como una nube ligera, se extendió por su pensamiento. Vio las pálidas y enfermizas figuras de las pobres niñas que cantaban un coro, y las robustas y un tanto groseras de los músicos, que, hinchando gravemente los carrillos, hacían resonar los heridos instrumentos. Hubiera, sin embargo, preferido que los instrumentos produjesen por sí solos los armoniosos sonidos y que las voces argentinas que tan honda impresión habían hecho en su espíritu saliesen de las gargantas de aquellas mujeres que, radiantes de hermosura y juventud, pasaban a su lado como enloquecedoras visiones, y le hablaban de otro mundo y de otros placeres para él desconocidos.

Volviose, pues, con disgusto, e internándose por las alamedas, fijó su atención en las bulliciosas escenas que tenían lugar a su alrededor.

Aquello presentaba otro aspecto.

Se apresuraban a penetrar en el sagrado recinto, se empujaban, gritaban, reían como locos y se llamaban unos a otros a grandes voces.

El vals empezaba.

Los hombres arrastraban en pos de sí hermosas y jóvenes mujeres, en cuyos rostros asomaba el pudor con sus animadas tintas. Las ceñían con sus brazos atrevidos, y ellas se doblegaban y se dejaban arrastrar al loco torbellino, en donde se mezclaban, se confundían, giraban apresuradamente y paseaban como visiones aéreas.

Sus ligeros pies tocaban apenas el suelo, resbalaban a compás igual sobre una tersa superficie, uno en pos de otros, como si se atrajesen unos a otros por medio de un oculto y misterioso poder. Las cabezas, graciosamente modeladas, de aquellas hermosas mujeres se inclinaban, mientras las de los hombres se levantaban como cedros del Líbano, según la poética expresión de la Esposa de los Cantares . Se comprendía fácilmente que aquellos seres, presa del abandono y de la embriaguez de la danza, debían sentir que sus corazones palpitaban unidos, y que, como dos lágrimas que resbalasen juntas, debían confundirse, aliento con aliento, la dulce mirada de la mujer con la mirada atrevida y embriagadora del hombre.

Flavio contempló silencioso esta escena, aquellos abrazos sin pudor, el giro rápido e incesante de las parejas en que parecía ir envuelto todo el frenesí de la pasión. Flavio sintió que se apoderaba de su alma la impaciencia, y que el disgusto y la honda cólera llamaban a su corazón. Pero pasados los primeros momentos de sorpresa y de envidiosa tristeza, contempló de nuevo y con aparente calma aquellas locas alegrías, aquellos envidiados goces, de los cuales le parecía estar separado por una invisible valla.

—Yo me siento con valor —decía con voz balbuciente— para lanzarme también en ese incesante y confuso torbellino que marea y trastorna. ¡Ah, yo llevaría a mi hermosa compañera sin tocarla casi, sin que sus pies delicados imprimiesen sobre el césped la más ligera huella! Así iríamos, así nos confundiríamos en el alegre vórtice, hasta que se debilitasen mis fuerzas y cayese rendido de cansancio y de felicidad. Pero ¿cómo acercarme a ella y decirle: «Ven»? ¿Consentirá alguna en seguirme?

Dominado, pues, por ese pensamiento, buscó anhelante lo que deseaba; es decir, una mujer, y una mujer hermosa.

Alejadas algún tanto del lugar del baile, y paseando bajo las sombrías alamedas, veíase un grupo de alegres jóvenes que charlaban en voz alta y se reían como antiguas bacantes. Todo estaba en silencio hacia aquellos sitios, y las voces juveniles de aquellas niñas resonaban misteriosamente a lo largo de la alameda, y el viento de la noche parecía prestarles algo de su frescura y dulce vaguedad.

Flavio se adelantó hacia ellas.

Cuando se halló en su presencia y las vio a la luz rosada y suave de los farolillos, que les hacía aparecer más hermosas; cuando pudo contemplar de cerca sus gracias y su belleza, aquella alma sencilla y llena de las más puras creencias, aquel corazón lleno de vida y de entusiasmo se sintieron embriagados, y Flavio se apresuró a rendir a aquellas mujeres el homenaje de que las creía dignas.

Él, el inocente, el eterno amante de la libertad, el espíritu indomable, pero sencillo, casi se prosternó ante ellas, y en aquellos mismos lugares en que resplandecían las libres costumbres de este siglo, se abandonó sin recelo ni desconfianza a los transportes de su alma. Así, pues, cuando pudo contemplar tranquilamente los rostros sonrosados de aquellas mujeres, sus cuerpos esbeltos y flexibles, que las juzgaba antes como visiones que se desvanecen, exclamó:

—¡Sois tan hermosas…, tanto, que yo creería ofenderos si llegase a tocaros, como lo hacen esos hombres!

Y con los brazos extendidos, la cabeza inclinada y en los labios una sonrisa llena de pasión, parecía sumido en éxtasis y contemplaciones celestiales.

Pero aquel precioso grupo se conmovió ligeramente; el murmullo de sus palabras dichas a media voz, se confundió con el viento que agitaba las ramas de los árboles, y una ruidosa carcajada estalló como un trueno en las bocas hechiceras de aquellas niñas de quince años, que miraban a Flavio con toda la petulancia y descaro que constituye el vicio dominante de las jóvenes vanidosas, pero ignorantes todavía de cuanto encierra la vida de amargo y desagradable para el porvenir. Después, sobre el eco aún no extinguido de aquella risa, se dejó oír una voz metálica y casi desagradable, aunque juvenil, que dijo con el acento más irónico del mundo:

—Ese manso cordero no espera sino a que le conduzcan al sacrificio.

El semblante de Flavio se cubrió de una palidez mortal al escuchar aquellas palabras, que le hicieron despertar de su éxtasis con un estremecimiento convulsivo. Lanzó en torno suyo una mirada dolorosa y llena de ira, y, al fin, con voz entrecortada por la emoción y la cólera, pronunció un juramento y una provocación a quien tan sin piedad le había herido en lo más alto y puro de su alma.

Pero ninguna voz contestó a aquella terrible amenaza y las hermosas siguieron burlándose de su inocencia y de su enojo como si este no fuese más que un nuevo incentivo que aumentase su franca hilaridad.

Mas al ver a Flavio adelantarse hacia ellas, pintada en su rostro una fiereza salvaje, y próximo tal vez a desencadenar sobre las imprudentes todo el peso de su justa indignación, huyeron unas tras otras, como desbandadas palomas, dejando a Flavio inmóvil y contemplándolas con la mayor extrañeza. Acababa de comprender que aquella clase de enemigos eran tan débiles y maliciosos como cobardes. Pero ¿qué hacer…? ¿Sería él capaz de seguirlas para descansar sobre ellas todo el peso de su ira? ¡Imposible! En el fondo de su alma existía aún la adoración que habían querido expresar sus labios…

Lleno de amargura, Flavio volviose tristemente hacia el lugar en donde las alamedas aparecían más desiertas, pues en aquel momento tenía necesidad de soledad y de sombra. Al pasar, una joven alta, delgada y en extremo elegante, aunque no hermosa, se presentó a sus ojos, dando el brazo a una anciana, que caminaba lentamente; pero apartando pronto sus miradas de aquellos dos seres que en tan terribles momentos de prueba nada podían interesarle, no pudo notar que aquella joven, casi niña, le dirigió una extraña y burlona mirada acompañada de una sonrisa que hizo descubrir sus dientes blancos como el marfil. Se alejaron, y Flavio, internándose a su vez entre los árboles, huyó de la luz que hería sus ojos, de los que estaban próximas a desprenderse algunas lágrimas.

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