Josefa Pérez Blasco - Aprender de los grandes cambios vitales

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Aprender de los grandes cambios vitales es la meta hacia la que se orienta este libro. Sin ignorar que los momentos críticos del desarrollo pueden comportar ciertas amenazas para el bienestar y la salud, el texto dirige la mirada del lector hacia el potencial positivo que encierran: hacia la posibilidad, no solo de resistir los desafíos de la vida, sino de evolucionar a partir de la experiencia. Estudiantes y profesionales encontrarán en estas páginas una revisión de los procesos y mecanismos que subyacen a un afrontamiento saludable, así como un conjunto de propuestas de intervención psicológica, que faciliten la actualización de fuerzas internas y externas para responder con resistencia y flexibilidad a los nuevos envites del destino y den acceso a una vida más consciente, responsable y autónoma en la que tengan espacio el placer, el disfrute y el sentido.

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Existen grandes variaciones entre los individuos y las situaciones respecto a la magnitud de la respuesta a la transición. No se asume que todos los individuos completen el ciclo en todas las transiciones. Es posible quedarse estancado en una etapa bien porque el temor impide avanzar, bien porque no se sabe cómo hacerlo. Es posible también que la persona se centre en otros cambios o requerimientos distintos que aparecen simultáneamente. Las transiciones rara vez se presentan una detrás de la otra, siendo habitual que, cuando se está afrontando un cambio, se presente otro distinto que no tiene por qué estar relacionado necesariamente con el primero.

En suma, una transición particular debe ser considerada en el contexto del individuo en cuestión, la transición concreta y las peculiares circunstancias personales y sociales que concurren. No obstante, el modelo de las etapas ofrece un patrón general de cómo evoluciona la experiencia emocional del individuo a lo largo del proceso, y permite saber a la persona en transición que la secuencia de emociones descritas es normal, es decir, no inherentemente patológica, y normativa, en la medida en que refleja las experiencias comunes. Esta información tendrá un efecto positivo en tanto que aumente la confianza y la esperanza y disminuya el sufrimiento derivado de sentir que las dificultades de la transición se deben a la incompetencia para manejar la propia vida.

5.2. El modelo de Kulbler Ross

La semejanza entre el modelo de las siete etapas y el popularmente conocido de Kulbler Ross es evidente. Desde que la célebre psiquiatra suiza publicase, en 1969, su libro Sobre la muerte y los moribundos, sus ideas acerca del proceso que atraviesan las personas en la aceptación de la propia muerte, fruto de sus experiencias ayudando a pacientes desahuciados, no ha dejado de citarse como referente indiscutible, unas veces venerado y otras criticado.

De acuerdo con este modelo, las etapas del duelo por la propia muerte o, más exactamente, por la pérdida de la propia vida –que se ha generalizado a los duelos vividos por otras pérdidas significativas– son las siguientes:

1. Negación. El paciente rechaza el diagnóstico y sus consecuencias, rehúsa creer que su estado sea terminal y se muestra convencido o trata de convencerse de que existe un error en las pruebas médicas y que su enfermedad remitirá de alguna forma. Es una respuesta temporal que se presenta frecuentemente ante las malas noticias. Además de la negación, se observa a menudo un aislamiento por parte de la gente que conoce la situación, incluso miembros de la propia familia que tratan de evitar la compañía del enfermo.

2. Ira. En esta fase, predomina la hostilidad, la irritación y el resentimiento que cada cual dirige a un objeto particular: el personal médico, los familiares, la vida o las fuerzas sobrenaturales. Es un estado de cólera por algo que se vive como injusto y a menudo se piensa que otros merecen morir con más razón. Ese enfado comporta también frecuentemente una cierta envidia.

3. Negociación. La conciencia de que la pérdida es inevitable va siendo cada vez mayor, y eso conduce a intentar una negociación para postergar los plazos; normalmente esto se vincula al deseo de concluir algún asunto de gran importancia. De nuevo, las promesas pueden ir en diferentes direcciones y adquirir tintes irracionales. Frecuentemente, esa solicitud de prórroga va acompañada de algún tipo de promesas: cuidarse más, controlar la ira, rezar, etc.

4. Depresión. Una vez se pierde la esperanza de que la pérdida sea evitable o reversible, cuando se hace evidente que la negociación ha fracasado, surge la cuarta etapa. Ahora las emociones que predominan son la tristeza y la pena por lo que se ha perdido (trabajo, rutinas, bienestar, movilidad, etc.) y por lo que se anticipa (dolor, incapacidad, dependencia y, finalmente, la muerte). Este humor depresivo implica, además de lamentarse por la propia situación, desinteresarse por el tratamiento médico y un cierto abandono desesperado.

5. Aceptación. Llegar a esta etapa exige un arduo esfuerzo, por eso no todos los pacientes lo logran. La propia Kubler-Ross afirma que aceptar, en este contexto, no quiere decir felicidad y estar contento, sino más bien un cese de la lucha contra el sufrimiento y, en ese sentido, un descanso.

El modelo de Kubler-Ross ha sido criticado por parte de investigadores cuyas observaciones contradicen en muchos casos la secuencia descrita. Así, con frecuencia, los pacientes parecen zigzaguear entre las etapas de negación, enfado y depresión hasta que mueren. Por otra parte, no se ha probado que las vivencias y los sentimientos hacia la propia muerte sean tan universales ni parece sencillo dictaminar si existe una forma de morir que pueda considerarse como la mejor.

Aunque todo ser humano sabe que es mortal, en algún momento de la vida la propia finitud se evidencia como una experiencia que sobrepasa el saber teórico. A esa toma de conciencia se le da el nombre de muerte psicológica. Ramón Bayés la define con las siguientes palabras: «Por muerte psicológica entiendo el conocimiento subjetivamente cierto, que se suscita en un momento concreto de vida, de que ‘voy a morir’. Certeza psicológica que puede preceder a la muerte biológica en un tiempo cronométrico cero, segundos, horas, días, meses o incluso años» (Bayés, 2006: 28).

El autor nos recuerda que, al ser la variabilidad una característica de los seres vivos, y a pesar de que puedan identificarse ciertos rasgos comunes en el ámbito cognitivo y emocional de las personas que se enfrentan a la muerte psicológica, la complejidad del fenómeno no admite una descripción con carácter universal. Cita investigaciones que apoyan la presencia de intensos, múltiples y multifactoriales síntomas, incluidas las experiencias cognitivas y emocionales, en enfermos terminales que cambian con enorme rapidez incluso dentro de un mismo día. Asimismo, afirma que, aunque la ansiedad y la depresión a veces surgen como secuelas, la muerte psicológica en sí misma no tiene por qué engendrar inevitablemente sufrimiento; a veces, va acompañada de cierta tristeza o nostalgia, otras se alcanza el terror y, otras, en definitiva, es serenamente aceptada. Ello dependerá de circunstancias biográficas, sociales o culturales que concurran cuando se presente.

Evidentemente, hay que considerar las peculiaridades culturales y las circunstancias de cada individuo y, probablemente, la forma de morir es tan singular de la persona como lo ha sido su vida. El mérito del modelo de Kubler-Ross, sin embargo, es incuestionable; no se puede ignorar el efecto sin parangón que sigue teniendo en la labor de los profesionales y voluntarios que, de una u otra forma, se ven involucrados en la ayuda de personas que van a morir, ni la cantidad de investigaciones que ha suscitado y que permiten conocer cada vez más y mejor el afrontamiento de la muerte psicológica.

Si, como se ha demostrado empíricamente una y otra vez, la mayor parte de las personas se enfrenta a la adversidad sin necesidad de ayuda psicológica, si las transiciones, las crisis, los duelos, son procesos naturales, ¿cómo saber que las conductas, los pensamientos y las emociones que hemos descrito a lo largo de este tema no son patológicas? ¿Existe una duración normal de la transición? La mejor manera que se nos ocurre de dar respuesta a estas preguntas es hacer estas otras preguntas: a pesar del dolor de la pérdida, del desconcierto, etc., y a pesar de que la eficacia de la persona pueda disminuir eventualmente, ¿es capaz de seguir haciendo frente a sus responsabilidades y compromisos? ¿Cuida de sí mismo?

Aunque probablemente preferiría no haber sufrido la pérdida, ¿es capaz de encontrar en la experiencia la oportunidad de aprender algo valioso de sí mismo y de sus necesidades personales a partir de esa transición? ¿Se da cuenta de algo que desconocía de sí mismo, de los demás o de la vida? ¿Amplía su conciencia de la realidad? ¿Descubre nuevos valores, reajusta los que poseía?

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