Esconderse de las personas y convertirse en una “Selene 52 hercios”, no era el tipo de vida que ella quería, más allá de lo fascinante, romántica y misteriosa que le parecía la idea. Y por cierto que una conversación, por más banal que sea, le ayudaría a digerir esa desdichada porción de verduras y carnes que el mozo dejó sobre la mesa anunciando con increíble caradurez que eso sería su almuerzo.
Durante los primeros diez minutos, Selene fue testigo de cómo las preguntas de aquel muchacho fueron mutando del mismo modo en que lo haría un licántropo bajo luz de la luna. Pasando de ser preguntas simples a cuestionamientos totalmente estúpidos, los cuales él pretendía camuflar de ingeniosos sazonándolos con una espontaneidad que no tenía nada de espontánea, sino más bien parecían haber sido comentarios ensayados una y otra vez frente al espejo. En algún momento de aquella metamorfosis coloquial, más o menos a mediados del noveno minuto, y sin poder evitar el ya indisimulable aburrimiento. Selene comenzó a responder a esas preguntas de modo instintivo, al tiempo que observaba el paisaje plagado de frondosos árboles dispersos en verdes e inmensos prados que se deslizaban rápidamente por la ventanilla del tren. El día se terminaba, y Selene observó los colores anaranjados del horizonte flotando en la atmósfera, creando un espectáculo único e intemporal. En el cielo azul oscuro no había ninguna nube, y ya se podía intuir la aparición de las primeras estrellas. Fue en ese momento en el que Selene tomó conciencia de que ya había atravesado las fronteras del mundo que conocía, y por cierto también, las de su paciencia.
Cuando estaba a punto de negarse a responder una de esas tantas preguntas, (la cual tenía que ver con su postre favorito) apareció como recién caído del cielo un hermoso ángel. Se presentó con el nombre de Melisa, y tomó asiento en la mesa con la confianza y soberbia de quien se sabe irresistible. Selene pensó en lo ambiguo de aquella pareja. Él, un narcisista sin motivos, un equivocado de sí mismo. Ella, una ninfa de cabello castaño ondulado, y unos enormes ojos negros que absorbían hambrientos cada destello de la luz del atardecer reflectándolos de forma profunda y fascinante. Pero Melisa tenía un pequeño defecto. La naturaleza la había dotado de una risa que sonaba como el relinche de un caballo. Sin embargo, y a pesar de ese pequeño detalle, era evidente que Melisa era quien con su belleza lograba lo que él con su fútil simpatía no llegaba a alcanzar.
En algún indefinible momento pero en el instante justo, el círculo cerró. Y por lo tanto el proceso de seducción comenzó a desplegarse de forma plena y natural. Selene se sintió halagada. Era la primera vez que se le acercaba una pareja con el único y evidente motivo de seducirla. Ella estaba dispuesta, ella quería seguirles el juego hasta el final.
De a poco, Selene fue comprendiendo las reglas que estipulan una conquista, y casi instintivamente comenzó a participar de aquel milenario ritual. En el que aprendió que sería ella la que siempre tendría que interpretar el papel de quien escucha sorprendida, y ríe ampliamente. Respondiendo de este modo a las actitudes de pavoneo de las parejas que quisieran conquistarla. En el transcurso de aquella conversación, Selene enarcaba las cejas en virtud de parecer interesada y estar escuchando. Cuando en realidad su mente solo proyectaba imágenes de ellos tres tomando posiciones para amarse. Como en el relato de un libro erótico, y cuyo escenario sería el compartimiento de algún vagón.
Con el tiempo aprendió a pulir su rol. Interpretando el papel de quien se deja seducir. Haciendo que su risa simule ser cada vez más sincera, y su mirada más atenta e interesada. También aprendió qué son los otros, “las parejas”, quienes se ocupan de la otra parte del juego, que es la de seducir. Por su parte, ellos pulirán chistes y adornarán sus anécdotas para que sean cada vez más interesantes. Y así, de este modo, seducidos y seductores ocuparán cada uno el lugar que les corresponde. Unos se especializarán en desplegar sus mentirosas plumas de colores, y los otros en fingir que las ven. Cual hipócritas pavos reales en pleno acto de cortejo. Un juego estúpido, pero que ella sabía que tendría que acostumbrarse a jugar.
Una vez consumadas esas imprescindibles condiciones de conquista, pasó lo que tenía que pasar. Sucediendo tal y como Selene se lo imaginó.
En el pequeño cuarto de uno de los vagones se consumó todo. Melisa y su pareja la amaron en lugares de su cuerpo que ella nunca imaginó que podían ser tan sensibles a las caricias. Todavía recuerda haber escuchado sus propios gemidos, tan fuertes y salvajes que al principio pensó que pertenecían a Melisa. El gozo que sintió fue inmenso, hubo un poco de pudor y temor al principio. Pero desapareció rápido, ocupando su lugar el placer. También hubo instantes en los que creyó que se desmayaría. Cada vez que abría los ojos, labios diferentes la besaban. Sentía como estar en aquel estado semiconsciente que separa el sueño de la vigilia.
La experiencia somática y psíquica de estar experimentando el mundo y a sí misma hizo que Selene se pacifique por unos instantes con su condición de Aleatoria. No recordaba cuánto duró todo. Lo único que aún conserva en su memoria es la intensidad del aquel momento, y de cómo su instinto de mujer supo reemplazar con efectividad su inexperiencia en el sexo, guiando su cuerpo de forma irreflexiva y apasionada, audaz y minuciosa.
Sin embargo, también recuerda la amarga sensación de haberse sentido una tonta a la que habían utilizado. Porque después de lo sucedido, no los vio nunca más. Ellos desaparecieron juntos, teniéndose el uno a al otro. Él, envuelto en un injustificado ego sin límites, y ella relinchando como un caballo. Mientras que Selene se quedaba sola, presintiendo lo dichosos que son quienes nacen en pareja.
A ella, al igual que para otros Aleatorios, solo le quedaban los recuerdos como única compañía. No obstante, el tiempo también le dio el coraje necesario para superar esa realidad, junto a la posibilidad de conocer otras parejas. Pequeñas aventuras de las que Selene aprendió a asimilar lo nutritivo de cada relación y a desechar el resto... ¿y qué es el resto? El resto es esa falsa sensación de seguridad y amor que le brindaron los primeros orgasmos. Confundiendo carne con esencia. Y siendo víctima de la genuina inocencia del que busca ser amado.
De lo único que no tenía dudas en un mundo en donde la sinceridad desaparece tan rápido como la capa de ozono era de su fortaleza. O de la que debería aprender a tener para no caer en la depresión y perder de ese modo su autoestima, hasta convertirse en una presa fácil para los chacales espirituales que merodean por el mundo. La vileza y la perversidad, se alimentan y crecen en el interior de algunas personas del mismo modo en que los cerdos se atragantan, engordan, y se revuelcan en la porquería. La única diferencia es que, en el caso de la maldad humana, el chiquero en donde engordan sus grasas es en las debilidades que intuyen en otros seres humanos. Las presas heridas o débiles son las que primero caen. Y en el estómago de los miserables y los canallas siempre hay lugar para un ingenuo más.
El temple y la seguridad que Selene observó en sus padres habían creado en ella fuertes convicciones las cuales tenían como base conceptos claros. Como por ejemplo, ser autosuficiente y ante todo estar orgullosa de ser quien es. Tener la fuerza necesaria para defenderse de la maldad y al mismo tiempo saber apreciar las virtudes en las demás personas. En ninguna circunstancia debía permitir que esos y otros preceptos de vida fuesen destruidos. Se obligó a sí misma a no dejarse llevar por la autocompasión, pensando que solo quería recibir un poco de ese amor que a otros tan abundantemente les tocaba. O caer en el fangoso conformismo de llegar a pretender de una pareja no más que lo mínimo. O sea un puñado de verdades y promesas cumplidas, y uno que otro proyecto de vida lo suficientemente creíble como para poder levantarse por las mañanas con algo de entusiasmo.
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