Mientras la noción de «pueblo» nos llama a la concreción y a la fidelidad histórica de este con los designios salvíficos de Dios, relacionando el nuevo pueblo de Dios con el qahal Yahvé del Antiguo Testamento, la palabra «comunión» revela la sustancia de la cual estos designios están hechos, a saber, una íntima y difusiva unidad de Dios con los hombres y de los hombres redimidos entre sí y con el mundo.
El término «sinodalidad», igualmente, aunque no está presente en el lenguaje del Concilio Vaticano II, resulta coherente con la sustancia de la enseñanza continua de la Iglesia, porque expresa su intrínseco carácter peregrinante, que es ser una calzada común (synodos) ofrecida a los hombres en el camino de la salvación que Dios ofrece en Cristo a través de su Espíritu.
El significado propiamente cristiano de «pueblo», «comunión» y «sinodalidad», y su intrínseca e inseparable conexión, así como la hemos configurado a la luz de un sano sensus fidei, nos dirige en modo analógico, pero pertinente a la lógica y dinámica trinitarias, que pertenecen al mismo corazón de Dios. El Padre, con sus dos inseparables manos, Jesucristo y el Espíritu Santo, crea el mundo –allí donde encuentra corazones de hombres y mujeres disponibles–transformándolos de muchos individuos dispersos en un pueblo peregrinante y misionero, llamado a recapitular todo el mundo en los planes salvíficos de Dios, que es amante del destino bueno de todo hombre.
Este es el fascinante horizonte de la Iglesia que el papa Francisco nos propone incansablemente como propuesta renovada y como tarea. Esta invitación y esta tarea son también la calzada que cada día todos nosotros buscamos recorrer, siguiendo, pobres como somos, las pistas con las que el Dios Uno y Trino nos conduce, por los caminos, a través de la historia.
LA IGLESIA, PUEBLO SANTO DE DIOS,
SUJETO DEL ANUNCIO DEL EVANGELIO
Mons. MATTEO ZUPPI
Bolonia
Introducción
Tratamos en esta ocasión, como han hecho otras tantas generaciones en diferentes circunstancias, de entender cuál es el kairós en que nos encontramos y así alcanzar a desvelar el sentido de lo que nosotros estamos viviendo como miembros de la Iglesia de Cristo, como pueblo santo de Dios, como pueblo elegido que vive en este momento de la historia.
Para escuchar el kairós, y entenderlo, partimos de la premisa que la Iglesia como tal es siempre la Iglesia de Cristo 1. Una Iglesia que ha vivido, vive y vivirá distintos momentos a lo largo de la historia. Una Iglesia que vive oportunidades nuevas, la de nuestra actualidad es una oportunidad particular, que nos exige detenernos, intentar entender, pensar y profundizar para poder seguir nuestro camino en la historia.
1. La Iglesia, pueblo de Dios
Francisco utiliza con frecuencia esta expresión, «pueblo de Dios», desde su primer día como pontífice 2. El papa Francisco pidió, como elección pastoral personal, inicial y programática, la bendición del pueblo de Dios, y esto no deja de ser una fuerte imagen teológica. El papa Francisco desea unir a todos los pueblos en un solo pueblo de Dios, único, en el que todos puedan descubrir su propio lugar, más allá de los límites aparentemente lógicos que nos separan. A pesar de las dificultades iniciales, más allá del deseo de definir los rasgos característicos de este pueblo, el papa Francisco desea recordar que nos pertenece el pueblo de Dios y que nosotros pertenecemos al pueblo de Dios, único, no dividido por castas, por grupos, por segmentos o por el clericalismo. Una de las divisiones más feroces, denunciada por el magisterio de Francisco, es el clericalismo 3.
Esta denuncia constante del clericalismo afecta a la imagen distorsionada que se ha desarrollado de una de las novedades más sugerentes del Concilio Vaticano II, y que el mismo papa Francisco y la Iglesia han recibido con el propósito y la misión de custodiarla 4. Todos, por razón de nuestro bautismo, somos parte de este pueblo y por eso estamos llamados a una implicación sincera en el amor que nos une y no a dividirnos en sectores o especializaciones diversas. Además, es del todo imprescindible recordar que una parte natural del pueblo de Dios son los pobres, y nadie tiene derecho a olvidarlos, menos aún desde un ambiente académico. El contacto del mundo universitario con la realidad más sufriente no puede ser objeto de renuncia, eliminación o exclusión. Más aún, el parágrafo inicial del segundo capítulo del texto eclesiológico Lumen gentium se expresa de la siguiente manera:
En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá [...] Pondré mi Ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo [...] Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor 11,25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición [...], que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 Pe 2,9-10) 5.
Todos los miembros del pueblo de Dios somos responsables de la necesaria inclusión en él de toda persona.
2. «Nosotros y ellos»
El papa Francisco formula en su pensamiento una radical convicción: en el pueblo de Dios, todos son llamados a una pertenencia verdadera, a pesar de las dificultades pastorales, algunas de ellas de tipo cultural, otras de tipo social y otras de carácter económico. Aun así, lanza una pregunta incisiva para nuestro presente: «¿Quiénes somos nosotros?, ¿quiénes son ellos?». Para el papa Francisco se hace difícil observar una distinción, una separación, un ad intra y un ad extra. En el pensamiento bergogliano, esta posición no nos remite, ni mucho menos, a una cuestión nostálgica de un cristianismo de otras épocas de la historia 6, en la que estas preguntas se respondían con mucha claridad, sino a una visión esperanzada de la gran cantidad de frutos que Dios invita a recoger, cultivar y acompañar 7. Desde una perspectiva realista, pero llena de entusiasmo, de la misión nace una actitud evangelizadora de respeto, siempre de inclusión y proximidad con cualquier persona. Se desvela una nueva lógica del cristianismo de aceptación de la diversidad ante la cual uno puede pensar que se trata de un nuevo ardor misionero, o simplemente de una fuerte debilidad, por cesión a una mundanización de la misión cristiana y de la Iglesia, o bien a una simple estrategia de mercado para recabar un mayor número de fieles 8.
Para el papa Francisco hay que concebir el pueblo de Dios en una visión amplia de inclusión, en la que todos pertenecen –o, si queremos ser más pulcros, todos pueden pertenecer– al pueblo de Dios. De esa manera de pensar nace una actitud pastoral de relación personal con cada persona, una atención personalizada que intenta buscar siempre un camino que desemboque en la unión.
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