Así, el perpetuo abatimiento de la ciudad por la ciudad misma parece marcar su ritmo de vida. Acostumbrados a los embates de la naturaleza, temblores, inundaciones, volcanes, hundimientos, nosotros mismos hemos destruido repetidamente la urbe hasta el punto en que su historia puede ser contada a través de sus desapariciones y superposiciones; sin embargo, hay un lugar en el que la Ciudad de México permanece intacta en todas sus versiones: el papel. Ésta es la tesis del ensayo “México, ciudad de papel” de Gonzalo Celorio, que ubica la verdadera ciudad en las crónicas y los textos literarios. Muchos autores coinciden con él. Entre ellos, Vicente Quirarte, autor de la única biografía literaria de la Ciudad de México:
Caída la gran Tenochtitlan, el ejército azteca, vencido y transformado en tropa constructora, entonaba cantos al tiempo que levantaba las edificaciones de la ciudad de fortalezas y atarazanas. Desde entonces, los escritores no han dejado de ser los cartógrafos emotivos de la sensibilidad colectiva. Son ellos quienes, con sus textos, reconstruyen una ciudad donde la imaginación llega a ser más poderosa que la realidad. La escritura constituye la ciudad y de tal modo la Megalópolis vuelve a basar su grandeza en la flor y el canto cultivados por los hombres de palabra (Quirarte, 2010: 598).
Para este estudioso de la ciudad, la fundación de la urbe es la empresa del héroe que, consumándola, cumple con su destino, pero “mantener la grandeza de los edificios que caen con el paso de los años o por la ceguera de los hombres, es labor de la escritura” (Quirarte, 2010: 28). No podría estar más de acuerdo. La Ciudad de México vive muchas veces más plenamente en los textos que la plasman. Su riqueza, abrumadora en una primera impresión, queda detenida en el papel y sobrevive a sus continuos derrumbes.
Mi primera intención al realizar este trabajo era, justamente, extender a contraluz los mapas espirituales de la ciudad posmoderna, y en ellos ir rastreando las trazas imaginarias de las ciudades subyacentes. Quise concentrarme en la megalópolis que emprende su gestación en los albores de la posmodernidad por diversas razones. Aunque la Ciudad de México comienza a aparecer en la literatura desde los poemas prehispánicos, las crónicas de la conquista y los cantos de los incipientes poetas novohispanos, como Bernardo de Balbuena, que la retrata por primera vez en su fase colonial en el poema “Grandeza mexicana”, escrito en el año de 1604, alcanza la dignidad de personaje principal del imaginario cultural y literario, con una auténtica personalidad propia, en el siglo XIX, primero con El periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi y, después en las litografías de Casimiro Castro y las crónicas de Francisco Zarco, y quizá alcanza una de sus cúspides literariasen la última novela que podría asir la totalidad de los contrastes de su existencia moderna: La región más transparente , de Carlos Fuentes, la literatura posmoderna refleja, a mi entender, una ciudad indiscutiblemente única y riquísima en significados a la cuallos escritores –y los habitantes en general– profesan intensas pasiones que oscilan desde el más profundo amor hasta el más feroz odio. Un ejemplo revelador de esta circunstancia son los poemas paralelos de Huerta “Declaración de amor” y “Declaración de odio”, contenidos en el libro Los hombres del alba (1944), escritos al borde del medio siglo, ambos dedicados a la ciudad y de cuyo arrebato no puede sino concluirse que, muchas veces, en una manifestación de odio apasionado no se encuentra sino un imposible amor. Este sentimiento de pasión continuamente frustrada por la urbe aparece incesantemente en los escritores de la Ciudad de México.
Pero la hipermetrópolis nuestra no sólo contiene todas las versiones previas de la capital mexicana, sino que ha dejado de ser una y la misma. Una motivación más para concentrarme en este periodo temporal de la ciudad es el reto que implica ir tras la traza imaginaria de una urbe fragmentada, que ha multiplicado sus centros; el seguimiento de un mapa espiritual que ha roto ya el concepto tradicional del espacio y el tiempo es sumamente seductor. La última razón de este estudio es, por supuesto, que ésa es la urbe en la que me tocó nacer y en la que, como diría Carlos Fuentes, me tocó vivir.
Establecido el periodo temporal de la ciudad en el que quería concentrarme, para la conformación de mi corpus me di a la lectura de diversos autores contemporáneos en cuyos textos la Ciudad de México representa no un simple telón de fondo, sino un sistema de signos que constantemente interactúa con los personajes o, incluso, un personaje más. En estos textos, más que en la búsqueda de hitos urbanos, como los llamaría Kevin Lynch, me concentré en la clasificación de símbolos e imágenes recurrentes en búsqueda de un centro gravitacional en torno al cual hacer girar mis consideraciones. Era preciso seguir de cerca el razonamiento que Pierre Sansot se plantea con respecto a la naturaleza de los lugares: “A la penosa pregunta: ‘¿Cuál es la esencia de un lugar?’ habría que sustituirla frecuentemente con otra pregunta: ‘¿Qué se puede soñar ahí?’” (Sansot, 2004: 38). 4
Muy pronto fue patente la abrumadora cantidad de imágenes literarias vinculada a los cuatro elementos (agua, fuego, aire y tierra) y se volvió indiscutible el camino que había que seguir, el hilo conductor que daría forma a mi estudio. Resulta paradójico que este hilo de Ariadna tenga que ver muy poco con la ciudad hipermoderna y mucho más con la base más primitiva de la urbe: su mito fundacional y la materia más esencial y elementalmente simbólica. Pareciera que la megalópolis, para mantenerse una misma en su plasticidad, mirara siempre hacia sus raíces y las actualizara constantemente en su realidad enloquecida. Entre más iba extendiendo mis lecturas, más clara me fue pareciendo la importancia de este vínculo de la ciudad contemporánea con su materia primera.
Dadas las circunstancias geológicas, geográficas y ecológicas de la urbe, nada parece más natural. Asentada sobre una inmensa laguna y decenas de ríos, sembrada y rodeada de volcanes y montañas, atravesada por fallas geológicas y a una altura aproximada de 2, 240 m sobre el nivel del mar, la Ciudad de México tiene mucho que contarnos sobre ser una hipermetrópolis de más de veinte millones de habitantes con y en contra de estas condiciones. Sin embargo, debemos tener en cuenta que los cuatro elementos forman parte indiscutible de la historia natural y cultural de cualquier civilización, incluso hasta nuestros días. En palabras de Gernot y Hartmut Böhme,
Fuego, agua, tierra, aire hubo y seguirá habiendo siempre; y hasta la fecha no se puede concebir una cultura que salga adelante sin hacer referencia, en el fondo de su estructura –en lo simbólico, en la praxis cotidiana y en lo técnico-científico– a los elementos. Los elementos son lo que son, y, al mismo tiempo, aquello en lo que se convierten . Su historicidad vale para las formas filosóficas, culturales y prácticas en que, en un aspecto histórico-cultural, son pensados: qué son, el hecho de ser justamente, cuatro, cómo se relacionan unos con otros, en qué sentido son “elementales”. Los elementos son acuñaciones culturales, sin ser, no obstante, entiéndase bien, algo de lo que uno pudiera apropiarse del todo. Los elementos son siempre, simultáneamente, ambas cosas: dado y producido, phýsei y thései natura naturansy natura naturata , significado y significante, continente y contenido, es decir, lo que, de parte de la Naturaleza, mantiene unido y lo mantenido unido a la Naturaleza por el hombre, la medida y lo medido, el límite omniabarcante y lo limitado (por nosotros) (Böhme, 1998: 15-18).
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