Llaman mucho la atención las similitudes entre las razones que exponen Gruzinski y Lida para justificar su interés en la Ciudad de México: sus patentes y vivas capas de pasado, su gigantismo desmesurado, sus exageraciones múltiples, su inconfundible personalidad. Más allá de si el autor neoyorquino lleva la razón al nombrar a la metrópolis mexicana la capital del siglo XXI, debemos concederle que es verdad que, en un mundo en el que la división entre ricos y pobres se vuelve cada día más pronunciada, incluso las urbes más ricas están pareciéndose gradualmente al prototipo (si se le puede llamar así) desorganizado y contrastante de esta ciudad, acostumbrada, desde su refundación europea, a las más pronunciadas diferencias.
Pero el hechizo que ejerce la Ciudad de México y que tan bien perciben estos dos autores viene de razones muy profundas. El abigarramiento que se presiente en ella, en sus calles, no es únicamente de población, edificios y vehículos, ni siquiera se trata sólo de capas de tiempo superponiéndose, sino, claramente, es una acumulación de significantes y significados en continuo movimiento, en un hervidero quizás más vertiginoso que el de su transporte público. Pero antes de dejarnos impactar con la súbita cascada de imágenes que vienen a nuestra cabeza, hagámonos aquí la misma pregunta que se hace Pierre Sansot en su Poética de la ciudad : “¿Bajo qué condición el asombro puede convertirse en una revelación?” (Sansot, 2004: 87). Para que una ciudad nos hable es necesario mirarla con ojos inquisidores, formular las preguntas y, sobre todo, lanzarse a recorrerla. Pero no hay que confundir esta mentalidad inquisitiva con el discurso científico, que intenta objetivar los elementos de su estudio. Notemos que Sansot ha dicho “revelación” y no “hipótesis”. Dado que nuestro ser y el de la ciudad están intrincadamente tejidos, el método científico es poco útil para descifrar el jeroglífico urbano. De acuerdo con el mismo autor, el lenguaje urbanista puede introducir una escisión entre el hombre y la ciudad, la vuelve irreal y abstracta mediante la introducción del tono “insulso y razonable” de los tecnócratas. Corre el peligro de expulsar de lo humano aquello que precisamente está destinado a hacer florecer al hombre. En este sentido, el discurso científico no únicamente resulta nocivo, sino inexacto (Sansot, 2004: 20).
No es una novedad afirmar que el espacio vivido por el hombre nada tiene que ver con el espacio geométrico, esterilizado y desprovisto de calidades –correspondiente éste, sin duda, al ojo del científico. El espacio habitado, en general, y no únicamente el espacio urbano, siempre ha sido simbólico. Para apoyar este punto me gustaría citar unas palabras de Michel Foucault, quien considera que
La obra –inmensa de Bachelard–, las descripciones de los fenomenólogos, nos han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien, en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizá por fantasmas: el espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas: espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado; es un espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal (Foucault, 2008: 46).
Como espacio primordialmente humano, la ciudad nos concierne incluso más que otros espacios y nos da sentido. En contraste con lugares diversos, la urbe, como medio más intrincadamente cultural que natural, ha representado, desde siempre, mayor complejidad significativa, pues es tan deliberada como incidentalmente simbólica. Las ciudades contemporáneas en sus aparentes precisión, pragmatismo y vacuidad nos hacen olvidar el origen de las urbes, pero en la antigüedad y en la Edad Media se tenía una idea de la ciudad cimentada únicamente en la significación. Las ciudades se construían por medio de la sacralización del espacio que ocupaban. Existe siempre un mito fundacional que explica la ciudad y le abre un lugar en el cosmos. El espacio urbano, entonces, se configura formalmente para hacer eco a este significado e incorporarse en el mundo de manera coherente y respetuosa, integrada a la espiritualidad y a la realidad sagrada. El concepto utilitario de un diseño urbano fundado en la funcionalidad brotaría mucho tiempo después y se iría acentuando con la industrialización y la revolución de los transportes, aunque la tendencia a sacralizar el espacio nunca ha desaparecido por completo por más que positivistas y tecnócratas quieran creerlo así. Desde tiempos inmemoriales la funcionalidad y la significación de la ciudad han convivido, en ocasiones complementándose y, en otras, enfrentándose. Un ejemplo muy claro de esto es el daño que la introducción de un sistema de metro suele hacer al patrimonio arqueológico de muchas urbes. La historia y la pertenencia chocan con el flujo de la ciudad moderna.
Desde su fundación, ceremonia para construirla puente entre el hombre y un universo ajeno, inteligible y en diálogo con el Cosmos y las divinidades, hasta las marcas que su espacio va adquiriendo en el contacto con los habitantes y con la historia, la ciudad es un auténtico texto. En palabras de Roland Barthes, “La ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla” (Barthes, 1993: 258). Al transitar por una ciudad y, más específicamente, al vivirla, vamos decodificando sus signos, interiorizándolos y actualizándolos. Por supuesto, con esto no sólo quiero decir que seamos capaces de leer los avisos y los letreros que regulan el tráfico o que podamos dominar el funcionamiento de sus vías y su transporte público. Una ciudad es significativa en maneras mucho menos literales y, en ocasiones, mucho más veladas. Los signos de la urbe son complejos, están siempre vivos e interconectados y sus significados son móviles. En realidad, la semiología, en general, no postula nunca que un símbolo, cualquiera que éste sea, tenga un significado definitivo; los significados se convierten en significantes en una cadena infinita: nos encontramos ante sucesiones interminables de metáforas cuyo significado está en constante transformación. En este sentido, es nuevamente Barthes quien nos señala que la ciudad es una escritura, el usuario o paseante se convierte en una suerte de lector que aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos secretamente. Así, “Cuando nos desplazamos por una ciudad, estamos todos en la situación de los 1 000 000 millones de poemas de Quenau, donde puede encontrarse un poema diferente cambiando un solo verso” ( ídem ).
A esta capacidad de la urbe de presentarse como texto infinito y vivo, el semiólogo francés la llamó “dimensión erótica”. El contacto de los símbolos entre sí y con los habitantes es el que genera chispas y se reproduce fecundamente en más imágenes y signos. La cadena deseante, como la describiría Lacan, no tiene fin. Pero ¿cómo se forjan esos símbolos y cómo entran en contacto entre ellos y con nosotros? ¿Qué posibilita el texto urbano interminable? De acuerdo con Pierre Sansot, es parte de la esencia de una ciudad el desplegarse y multiplicarse a sí misma. En este sentido, comparada con el pueblo o la aldea la ciudad resulta “parlanchina”, pues mientras el pueblo se atiene a una sola imagen propia y se ase a ella para no desaparecer, la ciudad alberga un vertiginoso juego de reflejos, de sonidos y ecos, de armonías y cacofonías propias. Y el filósofo va todavía más lejos:
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