Elisa Di Biase - Ciudad de México, ciudad material - agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea: краткое содержание, описание и аннотация

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El presente libro aborda una serie de obras de la literatura contemporánea de la Ciudad de México, en particular –aunque no exclusivamente– de los escritores José Emilio Pacheco, Juan Villoro y Fabrizio Mejía Madrid desde el punto de vista de la geocrítica y de la imaginería de la Ciudad de México ligada a los cuatro elementos. En este sentido, pretende demostrar que, a través de las sustancias primordiales y de las figuras míticas y apocalípticas que con ellas construyen los autores que viven y retratan la megalópolis actual, ésta continúa ligada a sus mitos fundacionales y recurre a ellos de manera consistente con el fin de no disgregarse y mantener su identidad. Por otro lado, señala los fuertes vínculos entre la realidad geográfica y material de la urbe con el imaginario literario que se desprende de ella, fruto de la vivencia de sus habitantes.

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En una ciudad no se sabe nunca qué refleja y qué es lo reflejado , cuál es el sonido y cuál el eco, quién está afiebrado por la noche, si son las luces de la ciudad o los paseantes atareados. No se sabría distinguir lo real de lo imaginario, lo que pasa en la pantalla de lo que ocurre en las calles vecinas al cine, si el póster nos mira o si él entra distraídamente en nuestro campo de visión. Las palabras, tonos de canciones, las bromas del día, los encabezados de los periódicos, todos se mezclan en las cosas y en los seres. No tienen necesidad –para ser tomados en serio– de ser como la firma de Dios. Llenan los bistrots , las tiendas, las manifestaciones (y vacilaríamos para calificar de urbanos los lugares que no presenten este fenómeno de resonancia) (Sansot, 2004: 32). 1

He ahí una interesante condición de lo urbano: la producción de resonancia, de reflejos. En efecto, las ciudades y sus habitantes engendran imágenes incesantemente, y éstas, a su vez, alimentan el espacio y a la ciudad misma, configurando la realidad que percibimos, pero ¿cómo afrontar semejante desbordamiento de significados? No por reclamar un acercamiento humanista hacia el espacio de la ciudad se vaya a imaginar que aquí propongo una aproximación laxa. Desde luego, nuestro análisis de la urbe debe establecer un equilibrio entre criterios interpretativos y más o menos objetivos. Se trata de forzar a la ciudad a decir lo que no dice claramente, lo que oculta ante un ojo poco avisado. La interpretación de una ciudad constituye una lectura crítica y, en consecuencia, se requiere trabajar tanto desde la hermenéutica y la semiología como desde la fenomenología y la poética.

Nuestra visión del espacio urbano nunca había sido tan compleja como a partir del final de la Segunda Guerra Mundial. Las atrocidades que sacudieron a la humanidad, que marcaron su historia y la imagen de sí misma, forzaron el comienzo de una nueva interpretación del tiempo (ajena ya a la visión del progreso lineal) y, por supuesto, del espacio. La reconstrucción de las ciudades arrasadas por las bombas abrió paso a una profunda reflexión en torno al espacio de la urbe. La ciudad posmoderna, como el hombre posmoderno, se rehúsa a tener una identidad fija y, por lo tanto, peligrosa y excluyente. La ciudad, como el sujeto, pierde su unidad sólida e inequívoca y se fragmenta y multiplica. La identidad se vuelve un collage vivo, un laberinto en movimiento. La ciudad también.

A la literatura, naturalmente, le ocurre algo similar. La novela, desde el siglo XIX, ha estado fuertemente vinculada a la vida urbana. En este género literario se plasman los grandes retratos de las urbes, la París de Víctor Hugo y Balzac, la Londres de Dickens y Stevenson y la Madrid de Pérez Galdós, por citar algunos ejemplos. Con el advenimiento de la posmodernidad, la novela y la ciudad no se separan, sino que viven juntas la transformación. Más de un lector ha perdido el rumbo en una novela laberíntica de la misma manera en que un transeúnte puede perderse –para siempre, de acuerdo con el escritor Claudio Magris– en la Ciudad de México. Bertrand Westphal, autor de la teoría Geocrítica , que pretende condensar las diversas corrientes vigentes de estudios del espacio urbano y aplicarlas al estudio de los textos literarios con el fin de explorar la dimensión literaria propia de cada ciudad, nos dice acerca de la evolución de la relación entre la literatura y la ciudad:

De la ciudad-cuadro, tan querida para Louis-Sébastien Mercier, hemos pasado a la ciudad-escultura, en cuanto a que la estatua es pluridimensional, apreciable en función del punto de vista que se privilegie. Ciudad-cuadro, ciudad-escultura y después, por supuesto, ciudad-libro. Se había pintado la ciudad; se había modelado la ciudad; en lo sucesivo la ciudad se lee. Porque si la ciudad es frecuentemente plasmada en el libro, también sucede que la una y el otro sean aprehendidos en relación de estricta equivalencia. En otras palabras, para ciertos autores –sobre todo a partir de los años cincuenta– la ciudad se ha convertido en un libro, como el libro se ha convertido en ciudad. La creciente complejización concomitante (¿puede ser esto furtivo?) de las estructuras espaciales y de las estructuras de la obra literaria han hecho del espacio urbano una metáfora del libro, y de la novela en específico (Westphal, 2011). 2

Las consideraciones de Westphal vienen aquí a redondear las ideas de Pierre Sansot y Roland Barthes, autores que, como hemos visto, señalaban ya la equivalencia entre la urbe y el texto literario. Siguiendo el hilo de estos pensamientos, resulta sumamente interesante la exploración de la metáfora ciudad-libro y acoger uno de los propósitos de la geocrítica 3de Westphal, teoría de la que nos valdremos constantemente en este estudio, es decir, articularla literatura en torno a sus vínculos con el espacio real, de manera que no únicamente se analicen las representaciones del espacio en los textos literarios, sino, más bien, las interacciones entre los espacios vividos y la literatura misma (Westphal, 2011).

Para cumplir con este fin es importante tener siempre en consideración que los espacios humanos no entran en el terreno de lo imaginario al ser plasmados en una obra literaria, sino que la literatura fija ciertos aspectos de su dimensión imaginaria propia, adquirida a través del tiempo en la interacción con las generaciones de habitantes y sus circunstancias naturales, paisajísticas, históricas e individuales. El escritor es un lector de la ciudad y, a la vez, su autor.

La Ciudad de México es muy susceptible a un estudio como éste, ya que sus circunstancias materiales y su devenir histórico la han transformado en una ciudad particularmente literaria. La ciudad material, los edificios de tezontle y granito, de cantera, mármol y ladrillo, han sido víctimas de periódicas destrucciones. La llegada de los españoles y los tlaxcaltecas tuvo la consecuencia de la final destrucción de gran parte de la emblemática Tenochtitlan, que quedó sepultada debajo de iglesias, palacios y conventos; la ciudad ilustrada abominóde la urbe barroca y procuró eliminarla; el romanticismo de la ciudad independiente vio en la religión un síntoma de dominación y oscuridad y se dio a la afanosa tarea de acabar con iglesias y conventos; la dictadura de Porfirio Díaz dio la espalda a España y levantó construcciones y barrios que hacían eco de París; la ciudad del siglo XX arrasó con todo lo anterior y con el paisaje en favor de una ciudad moderna y norteamericana y, como si eso no fuera suficiente, el terremoto de 1985 y, recientemente, aunque en mucho menor medida, el de 2017, tiraron por tierra media metrópolis. La posmodernidad mantiene fragmentos descentrados de todas estas ciudades. He ahí una de las razones por las que en la Ciudad de México se tiene la sensación de una extraña simultaneidad. Pero nos adentraremos más en este tema en capítulos sucesivos. Por el momento, me interesa subrayar el sino de destrucción que parece marcar a esta urbe. En palabras de Gonzalo Celorio:

Esa visión maravillosa de los primeros españoles llegados a estas tierras fue cegada por los españoles mismos. A partir de que Hernán Cortés puso sitio y destruyó la Gran Tenochtitlan, la ciudad de México hizo suyo, sin saberlo, el mito de Coyolxauhqui, la que se pinta de cascabeles las mejillas, quien fue precipitada desde la cúspide del templo por su hermano Huitzilopochtli, el joven guerrero, el que obra de arriba, y yace desmembrada, rota, al pie de las alfardas del teocali. No deja de ser aterradoramente significativo que el gigantesco monolito del Templo Mayor, que sobrevivió a la devastación de las huestes cortesianas sea, paradójicamente, la imagen misma de la destrucción, como si nuestra única permanencia fuera la de nuestro incesante aniquilamiento (Celorio, 2004a: 40).

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