Wiley Ludeña - Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021
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1.2. Ciudad, urbanismo y arquitectura. Entre el Protectorado, la dictadura y el caudillaje militar
El Protectorado de José de San Martín. La arquitectura y urbanismo imaginado (1821-1822)
En el dominio de los espejismos, la arquitectura efímera puede resultar a veces más elocuente y sugestiva como alegato y símbolo de poder que aquella arquitectura construida de pregnancia visual opaca y de signos a veces indescifrables. Probablemente esta disyuntiva, como la apuesta por el dominio de lo fantasmagórico, estuvo presente entre quienes durante nuestra República temprana se encargaron de producir y distribuir los símbolos del nuevo poder y el ideal republicano. En un contexto de empobrecimiento extensivo la segunda alternativa, la de producir una obra perdurable, constituía una completa quimera.
En las difíciles circunstancias de los primeros días y meses de la declaratoria de la independencia, en un contexto de economía de guerra y una campaña militar aún no culminada con el ejército realista, podía resultar hasta temerario o irresponsable por parte de José de San Martín y su plana mayor plantearse un plan de obras públicas para transformar la ciudad de Lima u otras ya emancipadas. Sin embargo, tanto él como Bernardo Monteagudo conocían perfectamente el valor simbólico y pedagógico de la arquitectura y el urbanismo monumental, aunque sea de carácter efímero y evocador. El dilema estaba servido. El gobierno del Protectorado sanmartiniano, con Bernardo Monteagudo al mando del ejecutivo como el principal operador ideológico del Libertador, optó por la operación menos onerosa y más efectiva en las circunstancias descritas: retirar todos los emblemas que aludieran a la monarquía española y al régimen colonial, así como renombrar y resignificar los nombres de calles, plazas y otros espacios emblemáticos de la ciudad19.
En términos de «guerra psicológica» y captura del dominio de los imaginarios del pueblo, «la política de símbolos del general San Martín comenzó antes de su entrada a Lima» (Ortemberg, 2014, p. 229). Desde su desembarco en la bahía de Paracas, el 8 de setiembre de 1820, el diseño de la campaña de propaganda implicaba la construcción de un universo simbólico, complejo y diverso, que incluía mensajes textuales hasta alegóricos de un alto contenido alegórico como es el caso de la creación de la bandera y otros símbolos patrios, así como la elección de algo absolutamente primario y seminal: el «color oficial» rojo y blanco que debe identificar a todo un país transformado en república. En este caso la producción de impresos, actos e imágenes adquirieron el sentido de un potente dispositivo ideológico de persuasión simbólica en pro de la causa emancipadora.
Más allá de la asimilación del formato y estructura de los rituales del poder monárquico-colonial para la ejecución de todos los actos públicos del Protectorado sanmartiniano, al que luego se incorporarían enunciados y acciones en términos de arquitectura y el urbanismo, el primer gran acto público fue sin duda la declaratoria de la independencia. En función de la puesta en escena, la coreografía social con arquitectura y urbanismo efímeros instalados, tal evento histórico fue indiscutiblemente el primer acto performático en el que se sentarían las bases de una narrativa simbólica tan contundente como ambivalente, no solo en términos de la adopción casi empática de las formas monárquico-cortesanas de los rituales y fiestas del poder, sino también en los modos de producción y distribución de imágenes y símbolos desde la autoridad hacia la plebe. Sobre el evento, Pablo Ortemberg señala lo siguiente: «La proclamación de la independencia, el sábado 28 de julio, fue un importante golpe de teatro que San Martín juzgó imprescindible llevar a cabo para sellar su alianza con la elite limeña, pues había prometido respetar todos los privilegios. Sin duda cada detalle fue pensado» (2014, p. 237).
Ortemberg precisa aún más el juego de roles y espacios: «El ritual se ajustó al código virreinal de las fiestas de tabla, pero con el general San Martín como jefe supremo en reemplazo del virrey. Aún no se sabía qué tipo de autoridad iría a encarnar» (2014, p. 243). Con ello se logró el efecto esperado: «la “continuidad” del ritual tradicional de continuidad permitió que la elite limeña pudiera exorcizar su miedo a la anarquía y a la sublevación de esclavos o de la “tumultuosa plebe”» (p. 248).
Si bien el diseño y el acto tuvieron un propósito preciso, ganar legitimidad de la causa entre una elite limeña raigalmente cortesana que, en ese entonces, estaba más preocupada en evitar el levantamiento de la población esclava e indígena que cercaba a Lima, el diseño del acto mismo se enmarca en una estrategia de producción simbólica mayor. La idea de comprometer lo más rápido posible a la población con la causa emancipadora pasaba necesariamente por la activación de un dispositivo de producción simbólica multisensorial que comprendiera todos los dominios de la subjetividad colectiva, desde lo visual hasta lo auditivo y lo háptico. Este es el rol que cumplieron la aparición de una serie de nuevos colores, objetos y sonidos, desde la creación de los símbolos patrios hasta el perfil de nuevas arquitecturas (aunque al principio fueran efímeras) pasando por nuevas locuciones y canciones de contenido republicano.
En medio del inicio de una campaña militar y una situación política y militar incierta, resultaría un sinsentido absoluto siquiera pensar que, durante los apenas cerca de dos años del ejercicio del poder por parte de José San Martín, desde que desembarcara en la bahía de Paracas, pudiera haber edificado alguna obra significativa en términos de arquitectura y urbanismo. Era imposible. Lo que no significa que la arquitectura y la ciudad que aspiraba a edificar no fuera enunciada a través de una serie de medidas todas ellas enmarcadas en su estrategia de producción simbólica y un ritual del poder alimentados de un ambivalente encuentro entre tradición cortesana y reforma republicana. Baste recordar que por decisión de San Martín y su Estatuto Provisional se mantuvo vigente durante el gobierno provisorio el orden jurídico colonial.
En términos de arquitectura, urbanismo y territorio, lo propuesto o ejecutado por la jefatura de San Martín, desde el día del desembarco (20 de agosto de 1820) hasta la instauración y el final de su Protectorado (3 de agosto de 1821- 20 de setiembre de 1822), comprende una serie de medidas, la mayoría de las cuales no alcanzaron siquiera su desarrollo proyectual y comprensiblemente menos su construcción. Sin embargo, pese a la brevedad del tiempo, es posible reconocer que especialmente durante el Protectorado, San Martín impulsó una serie de iniciativas tendientes a perennizar alguna huella de cambios en el escenario urbano y la escala territorial, pero sin dejar de lado esa ambigua actitud de «continuidad selectiva» (Ortemberg, 2014, p. 250). Las medidas adoptadas pueden agruparse en las siguientes:
Reconfiguración de la organización del territorio en función de una nueva organización político-administrativa supeditada a los requerimientos de la campaña emancipadora.
Destrucción o reemplazo de todos los símbolos de la monarquía española y su sustitución por placas con escritos en los que debía consignarse explícitamente «Lima independiente».
Rebautizamiento de pueblos, edificios, espacios públicos y otros símbolos con nombres y títulos de significado republicano. La Plaza Mayor, en 1822, fue rebautizada como Plaza de la Independencia.
Proyectos de instalación de monumentos, esculturas ecuestres y otros elementos en honor a la gesta emancipadora y a José de San Martín.
Refuncionalización de edificios coloniales preexistentes para usos como la Biblioteca Nacional o el Museo Nacional y otros equipamientos de la naciente república.
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