Wiley Ludeña - Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021

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Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es una sucesión de <ventanas> que se abren para revelar con detalle y profundidad algunos de los fenómenos más significativos que lograron transformar la ciudad, el urbanismo y la arquitectura en los doscientos años de historia del Perú republicano.

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Otra expresión de la voluntad de planificar nuevas ciudades o refundar ciudades preexistentes es la referida al caso de la ciudad de Cangallo, que había sido completamente destruida por el ejército realista como represalia por la identificación de sus pobladores con la causa patriótica. La motivación del decreto resume el sentido de un alegato por la patria y la independencia:

[...] la sangre y las cenizas de los que allí han padecido por la Patria á manos de los verdugos españoles, fertilizarán aquella tierra, y la harán producir héroes cuando desaparezcan los que han destruido sus inocentes hogares. Vendrá luego un día en que se reedifique, porque el poder exterminador sucumbirá bien presto al que tiene por objeto levantar sobre las ruinas antiguas, monumentos dignos de un pueblo libre, empleando la actividad y los recursos que el tiempo y la naturaleza proporcionan con abundancia [sic] (Congreso de la República, 1822).

El decreto del 27 de marzo de 1822 del supremo delegado José Bernardo de la Torre Tagle y Portocarrero por «orden de S.E. - B. Monteagudo» estipula:

Art. 1. Luego que las circunstancias lo permitan, se reedificará el pueblo de Cangallo con el título de la Heroica Villa de Cangallo, levantándose un monumento en la Plaza Mayor que se forme según el modelo que se dará: en él se inscribirán los nombres de los mártires de la patria (Congreso de la República, 1822).

Si bien se trata de una expresión genérica de voluntad que nunca pudo concretarse, la decisión de Monteagudo de construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la destrucción real y simbólica de la patriótica ciudad de Cangallo por parte del ejército realista, el decreto de Monteagudo de «reedificar» la ciudad como una nueva ciudad, debía haber encarnado alguna idea y voluntad de innovación urbanística al respecto.

Esta medida se complementa con otras de resignificar el sentido de la «ciudad» como un premio o reconocimiento al aporte en la guerra emancipadora, como sucedió con la ya mencionada Magdalena rebautizada o el caso de «pueblo» de Huancayo que, por decreto del 19 de marzo de 1822, fue elevado a la categoría de «ciudad», con la designación de «incontrastable» por su aporte a la causa patriótica. En este caso, las políticas de asignación de atributos, de renombramiento o refuncionalización de los principales edificios y espacios públicos seguirían desde motivaciones distintas con la lógica borbónica —como sostiene Ortemberg— de «control del espacio público y desarticulación de la superposición de funciones características de las plazas» (2014, p. 273). Debe recordarse que una de las primeras medidas de San Martín al tomar el control de Lima fue la prohibición del funcionamiento del mercado en la Plaza Mayor.

La admisión del programa neoclásico como estilo de los precursores de la independencia se debió no solo al espíritu de lo épico en términos de la sensibilidad estética dominante en la Europa de inicios del siglo XIX, sino a la comprensible aspiración de la vanguardia emancipadora de generar una reinvención del tiempo y el espacio precedentes. Sin embargo, como acontece en la realidad, la plasmación de este programa tuvo matices.

Entre la influencia casi omnipresente del mundo de lo barroco como estilo y sensibilidad de herencia hispánica colonial y los primeros atisbos de una depuración neoclásica impulsada en la fase tardía de las reformas borbónicas, podría suponerse que el «estilo oficial» de la naciente República debía ser el «neoclásico republicano», enarbolado como bandera ética y estética desde los tiempos de la Revolución francesa y la racionalización cultural de la Ilustración. Pero no fue así estrictamente. Una vez más, la postura ambivalente adoptada por San Martín respecto a la controversia monarquía y república en términos políticos también se reprodujo en el terreno cultural, más allá del tono casi panfletario de Monteagudo y sus alegatos por la rectitud espartana y el canon estético grecolatino. Lo que aconteció en el dominio de los rituales de continuidad del poder y las diversiones públicas también se reprodujo en materia de gestión urbana y arquitectónica, como sostiene Ortemberg: «San Martín y Monteagudo impulsaron un reformismo del tipo ilustrado iniciado por los borbones» (2014, p. 278).

La identificación de San Martín con los códigos del ritual del poder monárquico-cortesano colonial resultaba ciertamente ambigua si se trataba, por otro lado, de liderar el nacimiento de un régimen republicano. Finalmente, esta ambigüedad que no solo fue retórica, sino práctica en el terreno político, se expresaría en su identificación con la idea de una monarquía constitucional para el Perú independiente y una serie de medidas tendientes a la preservación de determinados aspectos del régimen colonial. Cambiar para no cambiar. Al menos en el terreno de las subjetividades, los comportamientos sociales y la cultura simbólica de las relaciones entre autoridad y plebe, el régimen colonial tendría muchos años más para sobrevivir.

Es posible que la adopción de los rituales del poder monárquico-cortesanos de la Colonia por parte de San Martín no se produjeran únicamente debido a un calculado oportunismo político para lograr el apoyo de la elite limeña criolla y los sectores promonárquicos. En el fondo, probablemente, había en escena más que un montaje político: una no disimulada complacencia entre el Libertador y parte de sus huestes con el formato, la majestas y toda la parafernalia del mundo cortesano virreinal.

Simón Bolívar: el territorio como poder y espectáculo

Simón Bolívar, no obstante su identificación con los rituales napoleónicos del poder y la grandilocuencia neoclásica de la arquitectura promovida, sabía que debía buscar en los rituales del poder monárquico español, virreinal y cortesano un factor estratégico de validación social, al igual que José de San Martín, en este caso también con indisimulada identificación y complacencia. Pero Bolívar fue un poco más allá, tanto que con él se retomó el exclusivo ritual del incensamiento al virrey en su condición de autoridad máxima: uno de los actos de mayor carga simbólica y sacralización de la autoridad durante los tiempos del virreinato. Es bueno recordar que San Martín y Monteagudo habían prohibido tal acto.

El diseño de los rituales y la parafernalia que debía acompañar y celebrar la presencia y gestión de Simón Bolívar operó con la misma estrategia de ambigüedad entre el culto a la personalidad y la tradición del ritual de poder monárquico-cortesano colonial con el aval correspondiente de la iglesia para así garantizar la legitimidad de un nuevo poder.

A diferencia de San Martín, quien para algunos podía pasar por ser menos ostentoso y distante de todo culto a la personalidad, Bolívar ansiaba una permanente fiesta pública del poder, promoviendo las corridas de toros con actos de sumisión militar y pública. Todo ello con el objetivo de engrandecer y sacralizar su figura como el auténtico libertador y «padre del Perú». Resultaba evidente que Bolívar y sus operadores políticos contaban desde el inicio con todo un proyecto de ritualización y sacralización de su poder, como sostiene Pablo Ortemberg:

Bolívar consiguió monopolizar la mitopoiesis de los nuevos Estados andinos luego de las victorias de Junín y Ayacucho. Con él regreso la costumbre de incensar a la autoridad suprema. Los caudillos que tomaron las riendas del Estado a continuación, como el mariscal Santa Cruz, no atenuaron los atributos simbólicos heredados de la autoridad vicerregia, atributos que Bolívar había recuperado para su proyecto de republica cesarista (2014, p. 351).

Al día siguiente de su arribo al Perú, el 1° de setiembre de 1823, el Congreso le confirió la condición de «dictador» y jefe militar supremo de todo el territorio. Desde esta ocasión hasta su retiro del Perú, el 4 de setiembre de 1826, Bolívar dispuso de un poder absoluto como el de imponer una «constitución vitalicia» para perpetuarse en el poder. Durante este periodo, Bolívar decretó una serie de medidas destinadas a reconfigurar el territorio, ordenar las ciudades y crear nuevos escenarios para honrarse a sí mismo (canceló el proyecto de Monteagudo de crear la Plaza de La Constitución y el levantamiento de la columna trajana en homenaje a San Martín) y a otros héroes o pasajes de la gesta emancipadora de Junín y Ayacucho.

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