Wiley Ludeña - Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021

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Este libro es una sucesión de <ventanas> que se abren para revelar con detalle y profundidad algunos de los fenómenos más significativos que lograron transformar la ciudad, el urbanismo y la arquitectura en los doscientos años de historia del Perú republicano.

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3 República temprana Interiores domésticos Este paisaje de decadencia y - фото 6

3 | República temprana. Interiores domésticos

Este paisaje de decadencia y miseria parecía no ser solo una imagen del mundo urbano exterior. Si bien el universo doméstico de la elite peruana podía conservar cierta prestancia y decoro, la situación de la arquitectura institucional desde su espacialidad interior reflejaba igualmente ese generalizado estado de ruina y pesadumbre en el que tuvo que funcionar la naciente República. Esta era la situación de uno de los nominalmente más representativos edificios de un país, la casa de gobierno, con la que se encontró en 1823, Robert Proctor, un viajero inglés de visita entonces por Lima. La casa de gobierno le produjo una impresión desagradable y de desdicha, por su aspecto de mercado de tiendas ruines en el primer piso y una deteriorada magnificencia18. Esta Lima poscolonial no solo no había cambiado ese paisaje de decadencia al que todos los viajeros al unísono hacen referencia, sino, por el contrario, se encontraba totalmente sumida en la ruina y el desaliento generalizado.

En medio de este paisaje gris y ciudad en zozobra constante, las «quintas» o casas de haciendas, que entonces representaban arquitecturas menos ortodoxas y sometidas a la tradición, probablemente eran los únicos espacios de vida proactiva. La quinta de la Magdalena, ocupada por el virrey Joaquín de la Pezuela (1816-1821) y luego residencia de José de San Martín (1821-1822) y Simón Bolívar (1823-1826), así como la casa hacienda Punchauca, donde se produjo la célebre entrevista entre el general José de San Martín y el último virrey José de la Serna para intentar sellar en definitiva la independencia del Perú, parecían artefactos menos ortodoxos y más liberados de los rigores de una composición preestablecida y sometida a la tradición hispánica. En medio de un valle y los campos de cultivo, estas quintas y casas haciendas marcaban los acentos de un paisaje que en ese momento reflejaba un solo matiz: abandono, esclavitud y miseria que llamaba la impresión de los forasteros de entonces.

Cuando se declaró la independencia del Perú es probable que en la base de los dilemas que acosaron a los peruanos, sobre todo a la elite criolla, entre su apego a la corona española y la causa realista o integrarse a la causa patriota y luchar por la independencia; entre optar por una monarquía constitucional o una república de pleno derecho, entre otras disyuntivas, también estaba en juego la aspiración a continuar con las reformas de la ciudad emprendidas en la última parte del siglo XVIII en ciudades como Lima, Arequipa y otras importantes. Reformas que la elite criolla ilustrada de la Sociedad Amantes del País del Mercurio Peruano (1791-1796) había coadyuvado a difundir y, esta vez, con Hipólito Unanue participando en la jefatura republicana, aspiraban a concretar. El advenimiento de una vida menos clerical y más profana, rodeada de libertad y disfrute colectivo, había ya conseguido instituirse como los códigos de una ciudad ilustrada y «moderna». Este era el sentido de espacios como la Alameda de Los Descalzos, el Paseo de Aguas o la Alameda de Acho en Lima, o la Alameda de La Chimba en Arequipa, la Alameda de Ayacucho. Estas actuaciones, junto con obras de saneamiento y mejor administración urbana, y el surgimiento de una nueva estética menos densa e introvertida, como la de la arquitectura hispánica, se hicieron potencial demanda republicana.

Es probable que estos temas no aparecieran explícitamente en el debate político y cultural como parte de la lucha emancipadora. Como es probable que al respecto se haya producido un consenso establecido, como había ocurrido frente a una serie de medidas emprendidas por el cabildo en temas de limpieza, seguridad y nuevas construcciones. Sin embargo, es posible también que, entre la aristocracia local de origen español, la nobleza criolla, la clase media y plebe criolla se hayan producido matices inadvertidos. En cualquiera de los casos, el arribo del Ejército Libertador al Perú se produjo en medio de un ambiente nacional jalonado aún por dos sucesos concatenados: por un lado, los ecos de una serie de rebeliones antimonárquicas y antilimeñas, como las producidas entre 1811 y 1815 en Tacna, Huamanga, Tarma, Huánuco y Arequipa, siendo la más importante, por su extensión y trascendencia, la rebelión antihispánica liderada en el Cusco por los hermanos Angulo, José Gabriel Béjar y Mateo García Pumacahua. Y, por otro lado, el ambiente de desmovilización generada por la represión y contraofensiva española para desactivar los focos insurreccionales y recuperar los territorios rebeldes en Venezuela y Colombia como parte de la restauración absolutista de Fernando VII en España.

En este contexto el debate público se hizo soterrado entre monárquicos y republicanos, o entre separatistas y patriotas, así como entre quienes optaban por posturas intermedias o reformistas del cambio sin cambio. Como sostiene Peter Klarén, liberales como José Baquíjano, Hipólito Unanue, Manuel Lorenzo Vidaurre, Francisco Javier Luna Pizarro y otros, «[e]ran reformistas y constitucionalistas, no separatistas o revolucionarios» (2004, p. 166). Algunos de ellos, ante la hora de las definiciones, como Faustino Sánchez Carrión, optaron por la causa patriota y un abierto apoyo a la causa republicana sin ningún tipo de tutela monárquica.

Las primeras medidas que adoptaron José de San Martín y Simón Bolívar con implicancias directas e indirectas en materia de territorio, urbanismo y arquitectura se produjeron en un contexto donde la traición, la deslealtad y el cambio de bando de un extremo a otro entre los miembros prominentes —incluyendo a los dos presidentes José de la Torre Tagle y José de la Riva Agüero— había adquirido una patética normalidad. Por ello, cuando José de San Martín ingresó a Lima la noche del 12 de julio en el tramo final de su campaña libertadora, ni él mismo sabía en qué concluiría esta gesta, habida cuenta de las disensiones o el desaliento locales y la presión ejercida desde el norte por la campaña y figura de Simón Bolívar. Pero es posible que en este escenario el único que sí sabía qué hacer fuera el polémico y perspicaz Bernardo Monteagudo. No solo había acompañado a San Martín en su campaña del sur, sino que también se quedó en el Perú al lado de Simón Bolívar para conceptuar y hacer efectivas, hasta donde fuera posible, las primeras iniciativas de transformación republicana de la ciudad y la arquitectura.

Este es el inicio y el contexto de un periodo fundacional de la arquitectura y el urbanismo republicanos que se hizo patente por actuación u omisión a través de los diversos gobiernos que se sucedieron desde el «Protectorado» de José de San Martín (1821-1822), la «Jefatura Suprema» de Simón Bolívar (1824-1826), hasta el gobierno de Andrés de Santa Cruz como el «Protector Supremo» de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), contando en medio con una seguidilla de personajes investidos como «presidentes» del país, cada quien con un periodo de ejercicio más breve que el anterior y bajo diversas condiciones: como «supremos delegados», «jefe interino», «encargados del despacho», «presidente del consejo de gobierno», «presidente provisorio» o «presidente constitucional». Desde la jefatura de Francisco Javier de Luna Pizarro (1822) como presidente del Congreso Constituyente hasta Agustín Gamarra Messía (1838-1841) como presidente provisorio y luego constitucional, la relación es extensa como reveladora de la profunda inestabilidad y fragmentación política de los primeros años de vida republicana. La «arquitectura» de la República temprana resultaba tan precaria o casi inexistente como la arquitectura y el urbanismo enunciados, apenas como ideal difuso e impracticable —cuando ocurrió tal cosa—, en contados episodios de nuestra República temprana. Aquí la ausencia es el mensaje por dilucidar.

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