Wiley Ludeña - Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021
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La otra parte de la elite criolla, la que se hizo como un apéndice sumiso de la nobleza española, no solo siempre se opuso a la independencia, sino que siempre apostó por mantener el orden virreinal. La sentencia de Jorge Basadre es concluyente:
Cabe decir que, por causas complejas, el Perú jugó desde 1810 la carta de España y que aun después de 1821, muchos peruanos la jugaron. No fue ella la que ganó la partida. Por eso, el país que había sido el más prominente de América del Sur antes de la llegada de los españoles, entró a la vida independiente rodeado de condiciones desfavorables y tuvo, en el siglo XIX, el más infortunado de su maravillosa historia. El precio de la intervención colombiana en la guerra de la independencia fue la separación del Alto Perú, la pérdida de Guayaquil, la guerra de 1829 que, a su vez, significó el primer contraste militar y la amenaza sobre Tumbes, Jaén y Maynas (2005, I, p. 106).
La ausencia de una auténtica energía utópica republicana, liderada desde dentro del país —como había sucedido con muchos próceres americanos, entre ellos, Francisco Miranda, dotado de un notable conocimiento de la arquitectura y el urbanismo— tampoco pudo esbozar siquiera los perfiles de un nuevo paisaje republicano para sus ciudades, hecho que recién empezó a perfilarse a mediados del siglo XIX.
Los primeros años de vida republicana no estaban hechos para emprender nuevas construcciones ni instaurar una nueva narrativa intersubjetiva en términos de arquitectura y urbanismo. Pero no solo por las complejidades y contradicciones surgidas en torno al sentido mismo de la independencia y posterior campaña para concretarla, sino por la total bancarrota económica y postración en la que se encontraba el país, que hizo imposible o extremadamente difícil cualquier nuevo emprendimiento de desarrollo. El paisaje de miseria y desaliento generalizado de los primeros años del Perú poscolonial se había constituido en una piel viva a vista de todos. El testimonio de Hiram Paulding, marino norteamericano que había estado en el Perú antes en 1820 y de retorno en 1824 para entregar un despacho a Simón Bolívar, describe este paisaje sin subterfugios:
En el mes de mayo de 1824 fondeó nuestra fragata en el puerto del Callao, y aunque habían transcurrido cuatro años desde mi primer arribo á este punto, no parecía haber habido mudanza alguna en todo cuanto podía alcanzar la vista. Todo presentaba el mismo sombrío y lúgubre aspecto de siempre. El desierto arenoso, las paredes de barro, y los cobertizos oscuros de paja, de que se componen las casas de la miserable población, son á la verdad objetos que solo pueden inspirar sentimientos melancólicos (1835, p. 5)16.
Para Paulding el Perú de entonces parecía no tener esperanzas:
Todas las fuentes de las rentas publicas fueron cegadas: el poco comercio que quedaba, estaba en manos de extranjeros, quienes protejidos algún tanto por su carácter de neutralidad, se aprovechaban de la calamidad de los tiempos. Era tal el estado de cosas, que cualquier cambio que hubiese apenas podía esperarse que fuese peor (1835, p. 9).
En medio de la penuria generalizada y el estado de incertidumbre sobre el futuro del proyecto republicano, es probable que otro de los factores que influyeron en la ausencia de un interés por pensar este proyecto, también en términos de transformación del territorio y las ciudades, tiene que ver con aquello que Jorge Basadre señala como la falta de una «conciencia espacial» en el discurso y actitud de nuestros próceres de la independencia, a diferencia de personajes como Simón Bolívar o Andrés de Santa Cruz:
Los hombres que fundaron la República fueron generosos, idealistas y patriotas; pero les faltó tener una conciencia plena del Perú en el espacio y en el tiempo. No tuvieron una conciencia plena del Perú en el espacio, porque solo en 1829 quedaron estabilizados los límites en el norte; y, todavía, durante muchos años (hasta 1842) no quedaron fijos los límites por el sur y porque solo en 1851 se firmó un tratado incompleto con el Brasil, mientras quedaba sin deslinde definitivo hasta el siglo XX el resto de esa frontera y totalmente sin demarcación las de Colombia, Ecuador y Bolivia (2005, I, p. 222).
No obstante este estado de cosas y la serie de factores que incidieron en el accionar y la toma de decisiones por parte de las primeras jefaturas o gobierno de la República, los temas de la ciudad y la construcción no fueron ajenas —por presencia o ausencia— a la narrativa formulada desde el poder, la elite y la plebe. En esta dinámica es que se produjeron una serie de expresiones que, pese a no concretarse, configuraron de algún modo el desarrollo posterior de la arquitectura y el urbanismo republicano durante la segunda mitad del siglo XIX y, específicamente, a partir de la etapa de «Restauración» surgida tras la liquidación de la Confederación Perú-Boliviana en 1839. Esta situación coincide, asimismo, con el inicio de lo que la historia económica del país califica como el primer gran ciclo de expansión económica de la República: el periodo del boom de la explotación del guano de islas.
Cuando el sábado 28 de julio de 1821, ante una multitud expectante, José de San Martín, declamaba en la Plaza Mayor, las plazuelas de la Merced y Los Descalzos la proclama de la independencia del Perú, seguro que quedaba ya muy distante el resplandor de novedad irradiado por la Quinta de Presa que Pedro Carrillo de Albornoz y Bravo de Lagunas se hizo construir (1786-1798) como una primera evocación limeña del Petit Trianon, el pabellón de cuatro fachadas construido por Luis XV con vista a un sector del jardín del Palacio de Versalles, donde el refinamiento rococó francés se compone de una composición neoclásica conectada con la atmosfera campestre del rededor. La Quinta de Presa aspiraba a representar —en su perspectiva rotacional, la transparencia interior/exterior y la disolución del «patio» en una antesala abierta al exterior e interior— una especie de recusación enfática a la hispánica casona con patio.
En circunstancias en las que Lima se debatía entre los fuegos del ejército del Libertador y el ejercicio realista al servicio de la corona española, el barroquismo exuberante de casonas como la de José de la Torre Tagle, terminada de construir por sus antepasados en 1735, o casonas como la de Martín de Osambela, construida entre 1798-1808 como un híbrido entre la casona colonial tardía y una fachada de reminiscencias barrocas y neoclásicas, seguían constituyendo la señal omnipresente de una elite limeña que evocaba la tradición como un mundo inmutable. Ello no obstante que Matías Maestro (1766-1835) ya había empezado a reconfigurar el paisaje de la ciudad, con señales de una abierta codificación neoclásica, en algunos espacios emblemáticos como el Cementerio General (1808), el Colegio de Medicina de San Fernando (1811) o portadas mayores como la de la Catedral y de las iglesias más importantes de Lima, en los que la voluntad de instaurar un nuevo orden compositivo, de una estética limpia y directa, pudiera transmitir los ideales de un paisaje de la razón ilustrada y la secularización de lo sagrado.
La Lima de las dos primeras décadas del siglo XIX, en medio de una creciente decadencia y los ecos de un virreinato en convulsión continua, no estaba para procesar y convertir en cuestión pública la controversia estilística y los cambios en la ciudad. Alexander von Humboldt, en una carta del 18 de enero de 1803, remitida a Ignacio Checa, gobernador de la provincia de Jaén de Bracamoros, describe la sociedad y el paisaje urbano de la Lima de entonces como una completa decepción por su aridez, suciedad, carencia de vida cultural y una elite social ocupada más en los juegos, a pesar de estar completamente arruinada. Para Humboldt, Lima, era un «castillo de naipes» y un lugar que «está más alejada del Perú que de Londres» y el «último lugar de América en el que nadie quisiera vivir»17.
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