El final
de la modernidad judía
Historia de un giro conservador
Prismas
8
Enzo Traverso
El final
de la modernidad judía
Historia de un giro conservador
Traducción de Gustau Muñoz
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Título original:
La fin de la modernité juive. Histoire d’un tournant conservateur
Éditions La Découverte, París, 2013
© Enzo Traverso, 2013
© De la traducción: Gustau Muñoz, 2013
© De esta edición: Universitat de València, 2013
Publicacions de la Universitat de València
Arts Gràfiques, 13 – 46010 València
Diseño de la colección: Inmaculada Mesa
Maquetación: Celso Hernández de la Figuera
Ilustración de la cubierta:
«Metamorfosis» (Daniel Muñoz Mendoza)
ISBN: 978-84-370-9362-8
Edición digital
INTRODUCCIÓN
1. LA MODERNIDAD JUDÍA
2. COSMOPOLITISMO, MOVILIDAD Y DIÁSPORA
Los hijos de Ahasvero
La Emancipación
Transferencias culturales
Exclusión
Internacionalismo
Exilio
3. LOS INTELECTUALES ENTRE LA CRÍTICA Y EL PODER
«Mercuriales» y «judíos no judíos»
Vanguardia
«Judíos de Estado», eruditos e intelectuales
Del imperio al imperialismo
Neoconservadurismo
Rupturas
El final de un ciclo
4. ENTRE DOS ÉPOCAS: JUDEIDAD Y POLÍTICA EN HANNAH ARENDT
Dark Times
El judaísmo paria
El sionismo
El Holocausto
Totalitarismo
Memoria y justicia
Espacio público
5. METAMORFOSISIS: DE LA JUDEOFOBIA A LA ISLAMOFOBIA
El declive del antisemitismo
La nueva judeofobia
Antisemitismo y antisionismo
Posfascismo
La islamofobia
Aggiornamento
6. SIONISMO: RETORNO AL ETHNOS
Contingencia histórica
La sangre y la fe
Israel y la Shoah
Teología política
7. MEMORIA: LA RELIGIÓN CIVIL DEL HOLOCAUSTO
Las religiones seculares
Una religión civil global
Las etapas
La historia lacrimal
El Holocausto y la ley
Compasión narcisista
CONCLUSIÓN
El 24 de diciembre de 1917, León Trotsky, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores soviético, viajó a Brest-Litovsk, donde se celebraban las negociaciones con el Imperio alemán de cara a firmar una paz por separado. De su delegación formaba parte un tal Karl Radek, un judío polaco súbdito del Imperio austro-húngaro perseguido en Alemania a causa de su propaganda derrotista. Desde el momento que se apearon del tren se dedicaron a repartir a los soldados enemigos panfletos en los que se llamaba a la revolución internacional. Los diplomáticos alemanes los observaban estupefactos. 1Cuando llegaron al poder los bolcheviques empezaron a hacer públicos los acuerdos secretos del zarismo con las potencias occidentales; su objetivo no era ser admitidos en el seno de la diplomacia internacional, sino más bien denunciarla. El estado de ánimo de los plenipotenciarios germanos ante sus homólogos soviéticos es hoy difícilmente comprensible; habría que imaginarse la llegada de una delegación de Al Qaeda a una cumbre del G 8. Los judíos eran en aquel tiempo identificados con el bolchevismo, es decir, con una conspiración mundial contra la civilización. Un conservador belicoso como Winston Churchill los consideraba «enemigos del género humano», representantes de una «barbarie animal». La civilización, escribía, «está en trance de desaparecer en vastos territorios, mientras los bolcheviques saltan y gesticulan como repugnantes babuinos en medio de ciudades en ruinas y de montones de cadáveres». Destruían todo a su paso, «como vampiros que chupan la sangre de sus víctimas». Arrebatado en su elocuencia, Churchill no dudaba en atribuir a Lenin rasgos judíos: ese «monstruo que se alza sobre una pirámide de cráneos» no es sino el líder de un «vil grupo de fanáticos cosmopolitas». 2
La oleada antisemita desencadenada por la Revolución rusa hizo mella asimismo en los diplomáticos occidentales. John Maynard Keynes, miembro de la delegación británica en la Conferencia de Versalles de 1919, describió de manera muy gráfica el desprecio manifestado por Lloyd George con respecto a Louis-Lucien Klotz, ministro de Finanzas del gobierno de Clemenceau, quien se mostró particularmente intransigente en la cuestión de las reparaciones alemanas. Klotz, escribió Keynes, era «un judío bajito, regordete y con un gran bigote, atildado, bien conservado, pero con una mirada indefinible y huidiza». En un acceso de ira súbita e incontrolable, Lloyd George «se inclinó hacia adelante y con gestos imitó a un judío abyecto que estuviera agarrando un saco lleno de dinero. Arqueaba sus ojos y lanzaba sus palabras con un violento desprecio. Muy presente en un medio como aquel, el antisemitismo era compartido por todos los presentes, que observaban a Klotz con una hostilidad evidente». Cuando el primer ministro británico, dirigiéndose a su homólogo francés, le conminó a poner fin al obstruccionismo de su ministro de Finanzas, quien con su intransigencia parecía que iba a hacerse cómplice de la propagación del bolchevismo en Europa, al lado de Lenin y de Trotsky, «todos en la sala empezaron a sonreír maliciosamente y a murmurar: «Klotzky». 3
Demos ahora un salto de medio siglo. El 27 de enero de 1973, también en París, los representantes de Estados Unidos y de la República Democrática de Vietnam firmaban unos acuerdos de paz en el curso de otra célebre conferencia. El plenipotenciario norteamericano se llamaba Henry Kissinger, un judío alemán emigrado en 1938, a los quince años, huyendo de las persecuciones nazis. Sin embargo, en esta conferencia los papeles se habían trocado: Kissinger no representaba la revolución sino, más bien, la contrarrevolución. Fue él quien llegado al Departamento de Estado bajo la presidencia de Nixon, dirigió la escalada militar en Vietnam y Camboya. En el mundo entero los manifestantes lo identificaban con los bombardeos con napalm. Pocos meses después de la Conferencia de París daba luz verde al golpe del general Pinochet en Chile. El premio Nobel de la Paz podía presumir de haber organizado, a su paso por el Departamento de Estado, un buen puñado de guerras, algunas sin duda horrorosamente mortíferas, de Bangladesh a Vietnam, de Timor Oriental a Oriente Próximo, así como diversos golpes de estado, como los de Chile o Argentina. 4El odio que suscitaba, en ocasiones profundo, no tenía nada que ver con el antisemitismo, sino más bien con el rechazo a aquello que por entonces se llamaba el imperialismo.
El imperialismo, en efecto, era para Kissinger una especie de vocación. Desde sus estudios en Harvard se identificaba con Metternich, el arquitecto de la Restauración en el Congreso de Viena de 1814, y sobre todo con Bismarck, el artífice de la unidad alemana, un hombre político que concebía las relaciones internacionales no según principios abstractos, sino en términos de relaciones de fuerza y de Realpolitik . A semejanza de Bismarck, quien consiguió imponer en 1871 la hegemonía prusiana en el Viejo Mundo haciendo bascular los equilibrios del concierto europeo, Kissinger se veía como el estratega de la hegemonía americana en el mundo de la guerra fría. Consciente de que el poderío hacía necesaria la «contención» ( self-restraint ), Bismarck había sido un «revolucionario blanco», es decir, un contrarrevolucionario, capaz de poner en cuestión el orden internacional revistiéndose de «un hábito conservador». 5Siguiendo los pasos de Bismarck, Kissinger quería encarnar, por su parte, la Machtpolitik de la segunda mitad del siglo XX.
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