Enzo Traverso - El final de la modernidad judía

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La modernidad judía se desarrolló entre la época de la Ilustración y la Segunda Guerra Mundial, entre la Emancipación y el Holocausto.Durante dos siglos, en el corazón mismo de Europa, desplegó una creatividad intelectual, literaria, científica y artística excepcional.Salidos de los guetos, en pocos decenios los judíos se integraron en diferentes esferas sociales con modalidades muy marcadas según países. Sin embargo, la modernidad judía ha agotado su trayectoria. En este ensayo innovador Enzo Traverso analiza esta transformación histórica y reconstruye con brillantez la trayectoria de los judíos en la Europa contemporánea en una perspectiva comparada. Su propósito no es condenar ni absolver sino trazar el balance una experiencia acabada. Y salvar un legado sin par, amenazado tanto por la canonización estéril como por la confiscación conservadora.

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Un nuevo ciclo se abrió, así, después de la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de la Shoah y de la fundación del Estado de Israel. El exterminio de los judíos, envuelto y confundido en una primera fase en las violencias de la guerra, no fue percibido inmediatamente como una ruptura de civilización, pero el final del nazismo y de sus aliados sajó el absceso del antisemitismo. El antisemitismo, antiguo nomos de los nacionalismos europeos –y a veces incluso clave de bóveda de la formación de las identidades nacionales, como en Alemania–, no ha desaparecido por completo, desde luego; pero se ha ido transformando progresivamente en anomia , en el sentido durkheimiano, es decir, resultado de un desorden social lamentable pero inevitable, y por tanto normal . En la misma medida que la criminalidad, imposible de erradicar completamente, aunque castigada por la ley, el antisemitismo puede ser contenido y limitado a proporciones «tolerables». 31Por último, la memoria del Holocausto, cultivada como una especie de religión civil de los derechos humanos, ha resucitado en los judíos un sentimiento de pertenencia comunitaria, redefiniendo el perfil de una minoría que ya no estaba estigmatizada. Al poner en cuestión las soberanías nacionales y al volver problemáticas las categorías políticas heredadas del siglo XIX, la globalización ha empezado a elevar a modelo los rasgos de una minoría diaspórica cuya existencia se ha desarrollado desde siempre en los centros urbanos, que se desplegó a través de una red internacional y se estructuró en torno al intercambio y la comunicación (el libro, la prensa, los medios de comunicación). Pero la globalización es solo una cara de la medalla. La otra es Israel, que ha puesto de manifiesto, una vez más, las ambigüedades de la semántica política judía; el «Estado judío» solo pudo formarse como Estadonación homogéneo por la exclusión de los palestinos. Para fabricar una nueva entidad nacional, tuvo que enraizarse en un «pueblo judío» que oscilaba entre la comunidad religiosa y el ethnos en un momento en que, en el Viejo Mundo, las soberanías nacionales entraban en crisis. Retrospectivamente, este paso cambiado parece altamente simbólico. La construcción europea se inició en 1951 con la firma del Tratado de París por la RFA, Francia, Italia y los países del Benelux, que crearon la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero). Por sus orígenes, formación y cultura, sus arquitectos concibieron las fronteras como lugares de paso y de encuentro más que de separación. El canciller Konrad Adenauer, antiguo alcalde de Colonia perseguido por Hitler, encarnaba una Alemania renana, católica, occidental, opuesta tanto al nazismo como al nacionalismo prusiano. Robert Schuman, el ministro francés de Asuntos Exteriores, nació en Luxemburgo y se hizo adulto en la Lorena anexionada por Alemania, fue ciudadano alemán y se formó como jurista en las universidades del Reich guillermino. Alcide De Gasperi, por su parte, nació cerca de Trento, en la parte italiana del Imperio de los Habsburgo, estudió en la Universidad de Viena y fue diputado en la Cámara austríaca antes de convertirse en uno de los portavoces de la oposición católica al fascismo. Un detalle revelador: en sus encuentros, estos tres hombres conversaban en alemán, su lengua común. 32En cierto modo, fue la tradición cosmopolita de una Alemania de las periferias, antinacionalista y multicultural, la que creó las premisas de la unidad europea. Mientras Alemania se liberaba de su pasado chovinista, el sionismo quería pasar la página de la diáspora y «regenerar» a los judíos por el nacionalismo, en un Estado cuyas fronteras marcaban la separación con respecto a un entorno hostil, y que estableció los criterios legales de pertenencia en base a principios estrictamente religiosos y étnicos. El proyecto territorialista y estatista de los fundadores de Israel, que era además eurocéntrico y colonial, se proponía no solo separar rigurosamente a los judíos de los árabes sino que fijaba también líneas de demarcación en su propio campo, considerando a los judíos orientales como una especie de ersatz : los sustitutos de los askenazíes exterminados por el nazismo. La condición de su integración fue la negación de su historia y de su cultura y su occidentalización, es decir, su asimilación a una civilización «superior», en las antípodas, según Ben Gurión, del «espíritu del Levante, que corrompe a los individuos y a las sociedades». 33

Lo mismo cabe decir de la memoria del Holocausto. En Alemania puso en cuestión la consciencia histórica tradicional y favoreció una reforma del código de nacionalidad que transformó la vieja comunidad étnica en una comunidad política perteneciente a todos sus ciudadanos, con independencia de sus orígenes. En Israel el Holocausto ha sido utilizado como fuente de legitimación por un Estado reservado solo a los judíos, a medio camino entre el estado confesional y el Estado étnico.

En Europa el antisemitismo ha dejado de ser la norma social y cultural para convertirse en una anomia deplorable y la memoria de la Shoah ha pasado a ser uno de los pilares éticos de nuestras democracias liberales. La condena de los crímenes nazis contra los judíos, por una singular meta-morfosis, ha pasado a ser piedra de toque de la moralidad, la decencia y la respetabilidad, atributos antaño negados a los judíos en razón de su mero origen, de su nacimiento. El estigma que hacía sufrir a Gershon Bleichröder, el banquero de Bismarck, al que Proust dio forma literaria cuando trazó los retratos de Swann y de Bloch en À la recherche du temps perdu , se ha convertido en signo de distinción. 34Tal es la razón por la que, como ha apuntado con una pizca de ironía Régis Debray, «Lévinas ha sustituido a Maurras en las pruebas de examen de los futuros altos funcionarios». 35

Con el cambio de siglo, así pues, parece que se ha agotado todo un ciclo histórico –la larga trayectoria del antisemitismo– y que se ha modificado la posición de los judíos en la sociedad europea. Los logros son indiscutibles (el final de una exclusión secular), pero las pérdidas también lo son, aunque no puedan pesarse en la misma balanza. El final del pueblo paria clausura una larga etapa de la modernidad durante la cual los judíos fueron uno de los principales focos del pensamiento crítico en el mundo occidental. Hoy en día pueden perpetuar una tradición –lo que Günther Anders denominaba la «tradición del antitradicionalismo»– 36surgida en unas condiciones históricas que ya no existen. Al margen de sus adeptos, cada vez menos numerosos, nadie lamentará el final del antisemitismo, pero la exclusión y la marginalidad de los judíos, al forzarlos a pensar contra –contra el poder, contra las ideas recibidas, contra las ortodoxias y contra la dominación– estimuló una creatividad y dio lugar a un espíritu crítico de una potencia y un alcance excepcionales. Tocqueville ya había aludido a este fenómeno cuando subrayaba la mediocridad de las producciones culturales de la democracia americana en comparación con la sutileza crítica de los hombres de letras en la sociedades del Antiguo Régimen: «El despotismo, para llegar al alma, golpeaba groseramente al cuerpo; y el alma, escapando a los golpes, se elevaba gloriosa por encima de aquel»; en las sociedades democráticas, en cambio, la tiranía «deja el cuerpo y va directa al alma». 37Ni que decir tiene que esto se aplica al espíritu europeo en su conjunto, pero los intelectuales judíos fueron el indicador de un inmenso movimiento tectónico. Reconocidos y aceptados, han dejado de pensar a contracorriente.

Según el historiador Josef H. Yerushalmi, el siglo pasado hizo añicos el mito de la «Alianza con la Corona»: en lugar de asegurar la protección de los judíos, el poder se convirtió en instrumento de su persecución y finalmente de su aniquilación. 38El presente ensayo adopta una perspectiva diferente: no contempla a los judíos como protagonistas de una historia separada, de un proceso endógeno, sino más bien como el sismógrafo de las sacudidas que han golpeado y transformado al mundo moderno. 39Se centra en Europa, eje del mundo judío durante su modernidad, aunque no ignora los desplazamientos hacia América e Israel que se produjeron después de la Segunda Guerra Mundial. Los demógrafos pronostican en lo que se refiere a los judíos del Viejo Mundo un futuro que oscila entre un declive lento pero inexorable y la virtual extinción. Los judíos ortodoxos son ya un fenómeno folklórico, apuntan algunos observadores, de la misma manera que pueden serlo los amish de Pensilvania. 40El pensamiento judío, por su parte, ha dejado de ser una realidad viva –Emmanuel Lévinas y Jacob Taubes fueron sin duda sus últimos representantes en Europa–, aunque nunca haya sido tan estudiado en nuestras universidades. Sin embargo, sería dar pruebas de gran miopía interpretar la «cuestión judía» exclusivamente bajo el prisma de las amputaciones que el nazismo le infligió, de su declive demográfico y de la secularización ineluctable de las sociedades contemporáneas. El judaísmo, la cuestión judía, subsiste, aunque secularizada, porque constituye el pasado de Europa. La pregunta que formulaba Gershom Scholem en febrero de 1940 –«¿qué quedará de Europa después de la eliminación de los judíos?»– 41no deja de interpelarnos hoy a nosotros, los europeos, precisamente porque no ha sido contestada. Por eso la «cuestión judía», bajo sus nuevas formas, continúa siendo un espejo de nuestra cultura y de nuestras democracias.

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