Hannah Arendt, apoyándose en una intuición de Max Weber y de Bernard Lazare, entró de lleno en aquella «semántica ambigua» de la historia política judía para forjar un nuevo concepto: el judaísmo paria . La invisibilidad, la exclusión del espacio público y la «falta de mundo» eran a sus ojos los rasgos más característicos del judío paria, pese a la riqueza cultural que había demostrado con creces. 25Procedió así a descifrar el significado del totalitarismo analizando su surgimiento como producto de la crisis del sistema de Estados-nación. En cierta forma, la modernidad judía coincidió con la trayectoria del judaísmo paria. Poner fin a esa «semántica ambigua» será la obsesión del sionismo, hijo de los nacionalismos del siglo XIX. Para el sionismo, los judíos debían acceder a una existencia «normal»: nación, Estado, soberanía. Otros pensadores, en el polo opuesto, la asumieron al objeto de hacer saltar la propia semántica política de la modernidad occidental, que desde su perspectiva no era, en el fondo, sino un sistema de dominación. Los atributos que hemos señalado anteriormente (textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad) formaron el sustrato de las vanguardias intelectuales judías. En el plano político, alimentaron el internacionalismo de Marx y de Trotsky.
La anomalía judía se aloja así en el corazón mismo de las tensiones que marcaron el proceso de modernización de Europa a lo largo del siglo XIX y posteriormente su crisis, entre las dos guerras mundiales. Si la judeofobia tiene una trayectoria milenaria, el antisemitismo nació en la segunda mitad de la secuencia histórica a la que hemos hecho referencia (1850-1950). Durante este periodo el judío encarnó la abstracción del mundo moderno, dominado por fuerzas impersonales y anónimas. La sociedad de masas era percibida como un universo hostil conformado por las grandes ciudades, el mercado, las finanzas, la velocidad de las comunicaciones y de los intercambios, la producción mecánica, la prensa, el cosmopolitismo, el igualitarismo democrático, la cultura transformada en mercancía por mor de la imprenta, la fotografía y el cine. En medio de este cataclismo el judío emerge como la personificación de la modernidad, de una modernidad en la que todo es susceptible de medida y de cálculo, pero todo es a la vez inaprehensible, está separado de la naturaleza, y queda asimilado a los enigmas de una racionalidad abstracta, artificial. Como ha mostrado una amplísima literatura –de Georg Simmel a Moishe Postone– el judío pasó a ser la metáfora de un mundo cosificado y se convirtió en ilustración del fetichismo de una realidad social entregada a los intercambios monetarios y a la fantasmagoría de la mercancía. 26El antisemitismo ofrecía un medio para rechazar esa modernidad aborrecida y a la vez reconciliarse con algunos de sus aspectos. La industria, el comercio y la técnica podían ser aceptados y puestos al servicio de la comunidad nacional concreta, enraizada en una tierra, una cultura y una tradición, tras haber rechazado su representación abstracta, encarnada en el judío. Una vez eliminado éste, el capital perdía su carácter parasitario y pasaba a ser una fuerza productiva del pueblo. El antisemitismo fue así una de las claves del modernismo reaccionario basado en la síntesis entre la racionalidad y la técnica modernas con los valores conservadores de la Contra-Ilustración. 27El Holocausto, en esta perspectiva, fue el momento culminante de una secuencia histórica marcada por la discordancia de los tiempos, por el enfrentamiento violento entre la modernidad y el rechazo de la modernidad: la destrucción de los judíos aparecía como un combate liberador contra el grupo que encarnaba la abstracción del mundo moderno. 28La transformación de las sociedades occidentales engendró el antisemitismo hacia finales del siglo XIX. Posteriormente la crisis de Europa lo exacerbó hasta darle una dimensión exterminadora. La estabilización del continente y el restablecimiento de un nuevo equilibrio internacional después de 1945 determinaron, finalmente, su ocaso.
Una de las paradojas de la historia judía –otra fuente de su semántica política «ambigua»– tiene que ver con su relación con la ley . De siempre, ésta –en el sentido de la Ley mosaica– ha constituido el núcleo de la religión y la cultura judías, asegurando una cohesión interna que paliaba la ausencia de estatuto político. La Emancipación concedió derechos a los judíos como individuos, relegando a la comunidad a una existencia puramente religiosa, despojada de toda prerrogativa política. En el Imperio zarista, los partidarios de la autonomía nacional-cultural como Vladimir Medem reivindicaban el reconocimiento de una nación judía de lengua yiddish, al margen de la religión, precisamente contra la idea de un «pueblo judío» (que designa de manera harto vaga a los miembros de un culto dispersos por el mundo). 29
Una nueva paradoja surgió tras la Segunda Guerra Mundial. El 9 de septiembre de 1952, después de tres años de negociaciones, la República Federal de Alemania, el Estado de Israel y la Conference on Jewish Material Claims Against Germany, representada por Nahum Goldmann, firmaron en Luxemburgo unos acuerdos de reparación ( Wiedergutmachung ) que preveían el pago de indemnizaciones a las víctimas de las persecuciones nazis, a Israel, que había acogido a los supervivientes del genocidio, y a las comunidades judías europeas, que habían padecido enormes pérdidas materiales (destrucción de sinagogas, objetos de culto, bibliotecas, escuelas, casas de reposo, etc.). Afectaban también a las propiedades sin herederos, es decir, a los bienes de millones de judíos exterminados que no podían reclamar ninguna reparación. Estos acuerdos, considerados a menudo como un acto simbólico de reconocimiento de la «culpabilidad alemana» y de legitimación de la RFA en la escena internacional (un reconocimiento promovido por Adenauer contra una opinión pública alemana que se percibía aún como «víctima» de la guerra), marcaron un punto de inflexión histórico. La paradoja tenía que ver con los dos Estados signatarios, la RFA e Israel, que no habían establecido aún relaciones diplomáticas; su carácter innovador tenía que ver con el tercer signatario, la Claims Conference, que no era un Estado. El derecho internacional, nacido como extensión del ius publicum europaeum , esto es, del derecho de guerra, fija el principio de las reparaciones entre estados, pero nunca entre los estados y particulares. Los acuerdos de Luxemburgo constituyeron por tanto un acontecimiento sin precedentes en la historia del derecho –fueron suscritos por una institución no estatal (la Claims Conference era una emanación del Congreso Mundial Judío)– y además una novedad absoluta en la historia judía, pues reconocían que los judíos (y no solamente los ciudadanos de Israel) formaban parte de una entidad colectiva. 30El «pueblo judío» adquirió de pronto una dimensión jurídica y política. Y puesto que los acuerdos se referían también a los bienes sin herederos, elevaban a «pueblo judío» una comunidad de ausentes. Podrían ser interpretados, simbólicamente, como el comienzo de una transformación de los judíos en comunidad de memoria, unida por el recuerdo del Holocausto, y no ya por los requerimientos de una Ley que había asegurado su continuidad a lo largo de los siglos. Pero los judíos fueron perseguidos por el nazismo precisamente en tanto que entidad colectiva, más allá y al margen de sus opiniones, de su lengua o de su ciudadanía. Los acuerdos de Wiedergutmachung levantaron acta de esta realidad y materializaron un «pueblo judío» que había dejado de existir; el que estaba en proceso de constituirse en Israel se concebía precisamente como negación de la diáspora. Lejos de superar las ambigüedades de la semántica política judía, este reconocimiento póstumo no hacía sino desplazarlas y renovarlas.
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