Carolina Jaramillo
Fundadora y Gerente de Marketing Instampa
Un cuadro en el museo
En un museo –no diremos aquí cuál– está exhibido el cuadro del emprendimiento. No es una gran pieza de arte, pero, desde hace un par de décadas, es la que más visitantes recibe. Es el cuadro más popular de la colección. Las multitudes pasan horas con su mirada fija en los hombres y mujeres que están allí retratados: Bill Gates, Elon Musk, Mark Zuckerberg, Sara Blakely, Jack Ma, Simón Borrero, Marcos Galperín, Arturo Calle, entre muchos otros. Sonrientes, mirando desde arriba a las multitudes, estos emprendedores parecen ser algo más que humanos. Así ha querido retratarlo el artista: en su cuadro no ha pintado humanos, ha pintado verdaderos genios. Innovadores. Transformadores. Semidioses que han cambiado el mundo. Semidioses que son admirados durante horas por ríos de espectadores.
Pero aunque se trata del mismo cuadro, no todos ven lo mismo. Entre los visitantes del museo hay, en realidad, dos grandes grupos. Están, por un lado, los que podríamos denominar emprendedores en potencia: aquellos que no ven la hora de embarcarse en esa aventura que tanto triunfo y satisfacción ha traído para los que ya se atrevieron a emprender. Su entrada en el mundo del emprendimiento es cuestión de tiempo.
Entre los emprendedores en potencia, unos son jóvenes, llenos de energía, con ansias no solo de explorar el mundo, sino de –como les gusta decir– comérselo . Son conquistadores –o por lo menos proyectos de conquistadores– que encuentran en las historias de los emprendedores –sus ídolos– la ruta a la cima. Otros, no tan jóvenes, ya han recorrido otras rutas –generalmente como empleados– y lo único que han descubierto es que en ellas no está la tan ansiada satisfacción. El emprendimiento, entonces, se les antoja como una salida. Una alternativa poderosa. Ya están decididos a enviar la carta de renuncia y probar suerte en ese mundo de adrenalina y riesgos; ese que también promete recompensas que nunca alcanzarían de persistir como empleados; ese que ya pueden anticipar en el cuadro exhibido en el museo. Los emprendedores en potencia ven en el cuadro una promesa de lo que pueden llegar a ser .
El otro grupo es el de los que podríamos denominar entusiastas del emprendimiento: comparten el interés por el emprendimiento y la admiración por los emprendedores, pero no son capaces de hacerse a la idea de que ellos también podrían emprender. De que es posible que, algún día, ellos hagan parte del cuadro. Al ver el retrato no pueden evitar sentirse inferiores. El emprendimiento –piensan– es algo reservado para unos cuantos genios atrevidos. Y como ellos no son ni genios ni atrevidos tendrán que limitarse a ser espectadores pasivos. A recorrer, sin esperanza, aquel museo, y de vez en cuando levantar la mirada hacia el cuadro iluminado y pensar: “ah, si tan solo me hubiera arriesgado”. Los entusiastas del emprendimiento ven en el cuadro un destino al que nunca podrán arribar, por más que lo deseen.
Las diferencias de percepción entre uno y otro grupo son significativas. Los emprendedores en potencia miran el cuadro y ven a sus grandes ídolos, pero no los sienten lejanos. O por lo menos no tan lejanos como los perciben los entusiastas, pues para estos la idea de que algún día podrán hacer parte de ese cuadro no es más que una ilusión infantil. Pareciera tratarse de una cuestión de ADN: el entusiasta del emprendimiento siente que por sus venas no corre la misma información genética con la que cuentan los emprendedores retratados que parecen estar hechos de una materia diferente; una materia reservada para unos cuantos afortunados. Algunos de los entusiastas incluso han contemplado la idea de que esos emprendedores que tanto admiran no son siquiera humanos. Como si entre nosotros vivieran unos semidioses que tienen la capacidad de moldear el mundo a su antojo. De pavimentar, a punta de ingenio y grandes ideas, el camino por el que la humanidad ha de avanzar.
Por su parte, los emprendedores en potencia no creen en la teoría de la genética particular. O tal vez creen que ellos también cuentan con esos genes especiales. Lo que los separa pues de aquellos que forman parte del cuadro no es otra cosa que la determinación. El coraje de lanzarse a la aventura, de saltar al vacío, como parece que han hecho los emprendedores exitosos.
El lector podrá estar de acuerdo con los entusiastas: el emprendimiento está reservado para unos cuantos seres especiales. La genética es así. Despiadada e indiferente. Unos nacieron para eso; otros simplemente nacieron para verlos en acción. Pero no todos los lectores pensarán así. Habrá unos que desconfiarán del fatalismo de los entusiastas y se pondrán del lado de los emprendedores en potencia. ¡Claro que se puede! Es cuestión de creérselo, o cuestión de tiempo, o cuestión de que se les ocurra esa idea revolucionaria.
Lo que unos y otros –envueltos en su fatalismo y en su entusiasmo– no pueden advertir es que el problema no es de percepción: el problema está en el cuadro mismo. Tanto entusiastas como emprendedores en potencia han sido timados por un cuadro que pinta una imagen amañada; el retrato que tantos hemos apreciado es desleal con la realidad. Es una idealización de lo que implica emprender. Un mito, si se quiere. Uno que se ha tejido a partir de películas, series, biografías, conversaciones en cafés y en pasillos universitarios, uno que se ha replicado a través de discursos motivacionales y de conferencias multitudinarias. Es una narrativa que se ha ido hilando poco a poco y que ha sacado provecho de la tendencia de nuestros cerebros a preferir lo simple por encima de lo complejo. A tomar por cierto lo atractivo por encima de lo verdadero.
Pero no nos pongamos conspirativos. No hablemos de complots. El hecho de que el cuadro del emprendimiento –podemos empezar a llamarlo la narrativa – no sea representativo de la realidad no es evidencia de que haya intereses oscuros en marcha. El cuadro no ha sido amañado para servir los intereses particulares de unos individuos. Simplemente así ha resultado. Es el precio que pagamos por intentar explicar las complejas acciones en las que nos embarcamos y los extraños mundos que vamos creando en el proceso. Toda comunicación requiere simplificación, y a veces esas simplificaciones son contraproducentes. Y justo eso sucedió en el caso de la narrativa simplificada del emprendimiento.
Los efectos (indeseables) de la narrativa actual
Son dos los efectos indeseables que ha generado la narrativa actual del emprendimiento. Y son, curiosamente, contradictorios entre sí. Por un lado, la narrativa ha convertido el emprendimiento en algo lejano; en una disciplina reservada para genios con buena genética. Como consecuencia, muchos que quisieran emprender se privan de hacerlo. Genera, en los entusiastas del emprendimiento, una sensación de insuficiencia , de no ser suficientemente buenos, de no tener ideas provechosas, de no haber empezado temprano.
Por otro lado, la narrativa ha atraído hordas de emprendedores sin convicción que consideran el emprendimiento como un camino fácil que, aunque no está desprovisto de riesgos, promete grandes recompensas para quien tiene suficiente coraje; recompensas que no se podrían obtener con otras formas de trabajo. La narrativa de que se puede ser su propio jefe, no rendirle cuentas a nadie, retirarse a un paraíso tropical a gozar de una vida de lujos, y que para ello basta con tener una buena idea de negocio, no es más que una red que termina atrapando a aquellos emprendedores que no tienen la convicción de transformar la realidad –o de brindar soluciones a grandes problemas–, sino simplemente de solucionar su situación financiera.
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