Pemán, sin embargo, no puede dejar de reconocer que «Alba Grey es el esfuerzo más definitivo que se ha logrado para latinizar la última fórmula novelística del mundo, genuinamente americana y sajona en su nacimiento».
A la postre, Alba Grey resultaría, junto con La historia de Java, el libro más reeditado de Elisabeth Mulder, cuya producción novelística decrecerá a partir de entonces notoriamente, mientras se refugia en la traducción de libros divulgativos de arte. Su última obra de peso, El vendedor de vidas (Barcelona, Juventud, 1953), sustituye los habituales escenarios cosmopolitas por la Barcelona de la posguerra, asaltada por los espectros de la miseria y el estraperlo; la novela, de estirpe barojiana, relata las tribulaciones de Julio Regás, un joven de familia humilde que, después de rodar por varios oficios insatisfactorios o insalubres, abre despacho como astrólogo; el neorrealismo lírico de la autora no vacila en incorporar algunos elementos ásperos, siempre tratados con sobriedad y vigor, sin complacerse en morbosidades, y sorprende hacia el final un tanto precipitado con la intromisión del elemento fantástico. El tema último de la novela es el destino y la sugestión que sobre nosotros ejerce su idea: la prefiguración que el protagonista tiene en su infancia lo empuja a simular una competencia como adivino en la que acaba creyendo, hasta que su vida termina por hacer realidad aquella prefiguración. «Todos los destinos se cumplen —dice Julio Regás en algún pasaje de El vendedor de vidas—. El de los intérpretes del destino, también». Toda la novela está recorrida de un misterio más presentido que declarado; sus personajes —gentes menesterosas, incluso de «mal vivir», a veces ruines, a veces conmovedoras— resultan siempre vívidos, sin encallar jamás en lo infrahumano; y el estilo, aunque mucho más escueto que en anteriores entregas de la autora, nunca pierde poesía de fondo. Un crítico tan autorizado como Ricardo Gullón subrayó precisamente los valores poéticos de esta novela (por lo demás tan «realista» y despojada en su expresión de todo elemento ornamental). El vendedor de vidas, que a nuestro entender merece figurar entre las mejores aportaciones narrativas de Elisabeth Mulder (más allá de que en su tramo final desfallezca e incorpore algún elemento melodramático más propio de su etapa primeriza), no fue, sin embargo, demasiado bien recibida por la crítica, tal vez porque se vio envuelta en un pequeño escándalo literario. Al parecer, Elisabeth Mulder presentó esta obra al premio Ciudad de Barcelona, pero recibió una serie de anónimos que la acusaban de haberse ganado la voluntad del jurado. Estas cobardes imputaciones la enfadaron de tal modo que decidió retirar la novela, para consternación del jurado, que concedió el galardón a una obra muy inferior.
También en esta década de los cincuenta publicará Elisabeth Mulder tres narraciones cortas en colecciones populares. En «La novela del sábado» aparecen Flora (número 27) y Eran cuatro (número 73), que es la más interesante de ambas, protagonizada por Marta Eloy, una devastada mujer que visita cuatro lugares repartidos por la geografía española para atender las últimas voluntades de sus cuatro hijos, caídos durante la guerra civil. Es la única vez que Elisabeth Mulder se atrevió a ocuparse de este espinoso asunto de manera frontal, sin veladuras ni eufemismos; y el resultado es muy interesante y nada edulcorado. Aunque, desde luego, la mejor de las novelas breves publicadas en esta época es Día negro (1953), que aparecerá en la colección de quiosco «Novelistas de Hoy» y sin empacho podemos incluir entre los títulos más valiosos de Mulder, si bien se halla por completo olvidada. Jorge, su protagonista, es un hombre de mediana edad, casado con una mujer enferma, padre de unos hijos cuyas referencias generacionales ya no entiende, atormentado por espejismos de amor que perturban su fachada de hombre morigerado y decente. Día negro explora esas zonas de nuestra vida interior donde entran en colisión frustraciones y anhelos, obligaciones morales y egoísmos personales; y vuelve a probar que Elisabeth Mulder era una envidiable espeleóloga de almas, capaz de afrontar las cuestiones más vidriosas con una elegancia suprema.
Tales virtudes todavía relumbran en su última novela publicada, Luna de las máscaras (Barcelona, Editorial AHR, 1958), un intento de reconstruir la intrahistoria de cierta burguesía catalana a partir de las evocaciones que un accidente de tráfico provoca en sus protagonistas. Marcos, un joven artista de vida bohemia que modela máscaras de arcilla, despeña su coche por un precipicio en la Costa Brava (no sabemos si ha fallecido o si ha aprovechado la circunstancia para huir), y su desaparición sirve para que personas muy próximas a él rememoren pasajes de su vida que creían enterrados para siempre. Mulder hace gala de un uso sobresaliente del perspectivismo y logra pasajes muy turbadores (así, por ejemplo, cuando narra la escabrosa relación de Marcos con su madrastra), a la vez que delinea, con su proverbial penetración psicológica, unos personajes certeramente revelados que «curiosean la existencia como quien curiosea por una ciudad desconocida, donde a la vuelta de cada esquina puede aparecer lo portentoso». Luna de las máscaras tiene, además, la particularidad de retratar los ambientes de diversión turística, en la línea de lo que había probado a hacer Françoise Sagan, autora de moda en la época, en Buenos días, tristeza, y luego probaría Henri-François Rey en Los organillos (novela también ambientada, por cierto, en la Costa Brava). Pero esta Elisabeth Mulder tan à la page ha perdido aquella magia que galvanizaba sus mejores obras; y Luna de las máscaras nos resulta a la postre demasiado deslavazada.
Los cuentos y las cuentas finales de una vida
No en vano sería la última novela que publicase, treinta años antes de su muerte. En las pocas entrevistas que concedió por aquel tiempo anunció que estaba trabajando en otra novela, El retablo de Salomé Amat. Y a Concha Fernández-Luna14, incluso, le describirá someramente el argumento de la misma: «Preparo una novela larga. […] Cuatro generaciones de una misma familia vistas a través de una mujer de cada generación. El arranque de la novela lo fecho alrededor de 1870». Pero, aunque aquella novela en efecto la concluyó, nunca llegó a publicarla, señal inequívoca de que no la complacía del todo, o de que tal vez no logró que complaciera a los editores. Pero su mundo novelesco había quedado nítidamente perfilado en anteriores obras, siempre caracterizadas por dos rasgos que con frecuencia le reprocharon: la elusión de elementos autobiográficos y el escaso interés por el «problema social» que se reclamaba a un escritor comprometido con su tiempo. A la primera objeción la propia Elisabeth Mulder respondería en el prólogo que añadió a la reedición de Crepúsculo de una ninfa:
«Lo que algunos críticos han venido llamando “el mundo mulderiano” es mi particular visión del drama de la vida, del conflicto humano, pero, en mi censo novelístico, Elisabeth Mulder no figura para nada.
Esto, claro está, en cuanto a presencia directa. Indirectamente, quiérase o no, todo novelista está en sus novelas, por poco estilo que estas posean. Hay en todo cuerpo novelístico de auténtica vitalidad una elemental antropofagia que le hace nutrirse de su creador y trascender sus esencias asimiladas. Era inevitable que lo mismo sucediera con el mío.
Ahora bien, ¿dónde está el autor en las novelas que no son autobiográficas? ¿En la presencia física de un tipo más o menos disfrazado? ¿En alguna secundaria anécdota con traslado de época y lugar? Yo creo que está en todos y en todo. Y esto no tiene absolutamente nada que ver con la técnica, subjetiva o directa, psicológica o realista. Hasta una fotografía puede ser distinta tomada por distintos fotógrafos, y en el más impersonal reportaje hallaremos la personalidad del autor, si este la tiene. Prueba de ello es el hecho continuamente demostrado de que la realidad más interesante carece de interés si quien la traslada a la novela no lo posee. […]
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