Elisabeth Mulder - Sinfonía en rojo

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En
Sinfonía en rojo reúne una muestra de todos los géneros que Mulder cultivó, desde la poesía a la novela, pasando por el cuento y el artículo periodístico, completando así una visión panorámica de una obra de gran originalidad y valía literaria. Se incluye completa la notable novela
La historia de Java, que merece figurar por méritos propios en la historia de la literatura española del siglo xx, y sus mejores cuentos, de aire chejoviano, que rozan la perfección.Juan Manuel de Prada se ha encargado de la selección de los textos y del estudio introductorio. Convirtió a Elisabeth Mulder en uno de los personajes de su libro
Las esquinas del aire; desde entonces ha reivindicado la obra de esta gran escritora injustamente olvidada.

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«Rubia, dando una enorme impresión de serenidad, profundamente cultivada, poetisa, novelista, viajera incansable...

—Yo soy una cerebral romántica —ha dicho Elisabeth Mulder.

Y uno, al verla, y al oírla hablar, cadenciosa e inteligentemente, no puede menos que evocar otra notable figura: Ana María de Necker, baronesa de Staël. Porque tiene algo esta Elisabeth Mulder que hace recordar aquella extraordinaria dama francesa que, no lo olvidemos, fue la primera en nombrar con la palabra con que hoy lo conocemos un entonces naciente movimiento literario: el romanticismo. Seguramente, es que ambas sugieren el más noble ejemplo de la mujer dedicada a las letras: buenas escritoras sin perder por ello un ápice de su feminidad.

—Yo soy una cerebral romántica.

Equilibrio. Sentimiento y razón situadas cada una exactamente en su sitio, sin pisarse el terreno. Sin ocasionar que el excesivo desarrollo de una de ellas atrofie a la otra; o que la exigüidad de esta haga descender aquella. El fiel se mantiene inmóvil: en cada platillo existe una dosis abrumadora de paz. [...]

—El poeta que quiere escribir novelas tiene que olvidarse de esta su primera condición, pero en ningún caso puede olvidar la poesía. El poeta puede no tener cabida en la novela; la poesía, desde luego, sí.

En su producción novelística, el lector se ve transportado constantemente de paisaje en paisaje. Ya he insinuado, y en todo caso lo aclaro ahora, que la gran vocación de Elisabeth Mulder quizá haya sido siempre la viajera. Viajera inteligente que sabe profundizar en los hombres y en los pueblos, que es capaz de adivinar lo que muchas veces interesa mantener oculto. [...]

—Yo no creo haber conseguido nada: siempre estoy más satisfecha de mi próxima obra que de la anterior.

Sinceridad: he aquí otra de las características fundamentales de la escritora.

Y extraordinario discernimiento. Sabe distinguir lo auténtico de lo mistificado, lo genuino de sus imitaciones. ¡Extraña cualidad en una mujer! [sic]

Elisabeth Mulder se entrega a su producción literaria con un hondo y exacto sentido de su responsabilidad: no es mujer de tertulias ni a la que guste proferir vaciedades en los salones. Su vida se desliza al margen del batiburrillo de los concursos y los escándalos de todo género que frecuentemente se promueven, casi oculta, recoletamente podría decirse, entre su hotel de la Bonanova y sus viajes, con frecuentes singladuras en la apacible y dorada Subur.

—Lo único que verdaderamente importa es la propia obra. A condición de realizarla sin prisas, eso sí.

¡Qué acertada la posición espiritual de Elisabeth Mulder frente al equívoco juego de espejos —ahora estás, ahora has desaparecido— que presenta nuestro mundillo de las letras!

Desde luego, lo único que importa, lo único que quedará cuando hayan pasado los hombres que las hicieron, lo que ha de constituir la sola supervivencia, serán las obras. Y cuanto más auténticas sean; más, por decirlo así, escritas con la sangre, mayor será el tiempo que se sostendrán a flote. Las de Elisabeth Mulder, por honradas y hechas a conciencia, sobrevivirán en mucho a su autora».

Pero, aunque la posición espiritual de Elisabeth Mulder fuese, en efecto, la más acertada, sigue llamando la atención que una escritora de su categoría cayese tan rápidamente en el olvido. En una fecha tan temprana como febrero de 1947, José Luis Cano se quejaba desde las páginas de Ínsula de la injusta preterición de la autora:

«Ignoro si en Barcelona, donde Elisabeth Mulder va creando sin prisa y sin pausa su obra, tiene la autora de Preludio a la muerte la fama que en pleno derecho le corresponde. En Madrid no creo equivocarme si afirmo que sus libros y su doble personalidad de poetisa y novelista son casi ignorados por las gentes que se llaman de letras y por el público lector en general (quizá haya que exceptuar al femenino). Esto me parece una tremenda injusticia que no sé si achacar a la lejanía —en el espacio y en el espíritu— de los mundos literarios madrileño y barcelonés, que viven ignorándose cordialmente el uno al otro como herméticos compartimentos estancos».

Y uno de los amigos madrileños más constantes de la autora, el padre Félix García, reprocha16 el esnobismo de quienes, atentos a las novedades foráneas, «no se han enterado todavía de que escribe en un castellano acendrado, traspasado de fervor lírico, maravillosamente construido, esa gran novelista, confinada en Cataluña, que se llama Elisabeth Mulder, que resiste airosamente el parangón con los nombres más afamados y más sabidos de dentro y de fuera de la península. […] En el panorama actual de la literatura, el nombre cadencioso de Elisabeth Mulder es una cima a la que no han llegado todavía muchos críticos distraídos. Pero ahí está erguida, con su serenidad helénica, con su recogida intensidad, con su íntimo vigor, con su honda y sutilísima penetración, la poderosa personalidad de Elisabeth Mulder, afirmada en su arte, en su persistente oteo de paisajes y de almas, como si no escribiera para la servidumbre y el halago del día que pasa, sino para la recompensa del día que se consigue y queda».

Y prosigue el amigo su ditirambo con una sagaz caracterización de la obra mulderiana: «Yo admiro la sólida y armoniosa construcción de los libros de esta mujer singular, en la que se conjugan con tan rara perfección la fuerza, la elegancia y la hondura. Y la capacidad poética y creadora para dar vida a sus personajes y potenciar de riqueza y densidad interior lo visto y contemplado. La novelista elude sabiamente lo circunstancial, lo tópico, lo consabido, y se sumerge en la vida con desembarazo admirable, como quien está hecha a manejar pasiones, a sorprender matices y a buscarle a la vida su dimensión más humana y dramática. Y sin perder nunca el acento personal, la no buscada gracia de la imagen, la belleza sostenida de la expresión y del estilo trabajado, rítmico, de un equilibrio admirable. En Elisabeth Mulder hay una interior embriaguez que no descompone el tono sereno y a la vez apasionado de su voz. Quien sintió una vez el patético estremecimiento de Preludio a la muerte, y recorrió ese mundo sorprendente de El hombre que acabó en las islas —admirable de invención y realidad—, y vio en La historia de Java hasta dónde puede llegar el análisis prodigioso del misterio de las almas y de las cosas, y en los relatos poemáticos de Este mundo se encontró cuentos de acabada perfección, y en Alba Grey —la gran novela de ambiente cosmopolita— descubrió la obra capaz de hacer glorioso un nombre, comprenderá sin duda que saludemos en Elisabeth Mulder, por encima de frivolidades y desconocimientos de la crítica, a una gran figura de la novela actual, que tiene el secreto de la invención y el señorío del arte. Y el don de convertir en belleza cuanto alcanzan su voz y su mirada».

Pero los esfuerzos de los amigos no lograron romper la espesa capa de incomprensión que rodeaba la obra de Elisabeth Mulder. Y como durante las últimas décadas de su vida no volvió a publicar ninguna obra nueva (aunque desarrolló una intensa labor como conferenciante, requerida por ateneos y universidades), su nombre se fue borrando poco a poco en la memoria de lectores y críticos; y sus impedimentos visuales no hicieron sino agravarse con el tiempo. En la entrevista a Concha Fernández-Luna que antes mencionábamos confesará: «Trabajo por rachas. No soy regular ni metódica. Unas veces me ligo intensamente al ímpetu de la creación. Pero otras no hago nada. Nada en absoluto. Creo que, como autora, soy bastante bohemia. Vagabundeo en torno al tema o a su espejismo y sólo me sumerjo en él cuando me parece que es la hora H de ponerse a escribir. Y en ocasiones, ni eso. Vivo, simplemente». Esta tentación bohemia, esta necesidad de «vivir simplemente» fue sofocando poco a poco sus ganas de escribir. Con el paso de los años, además, había ido perdiendo muchos amigos y confidentes, empezando por su queridísima Dolly Latz17, una judía berlinesa que fue su discreta compañera durante años, su consejera y secretaria, su traductora y primera lectora, esa alma gemela que había soñado en alguno de sus poemas de juventud. Con ella solía participar en la curiosa tertulia de inspiración quijotesca El Trascacho, que se celebraba en el sótano de un palacio de la calle de Montcada, donde coincidía con otros escritores amigos, como Carlos Muñoz o Luis Santa Marina. Pero con los años Elisabeth Mulder fue apartándose progresivamente de los círculos literarios, inquilina perpetua en el palacio de sus recuerdos, vigía de palabras que se habían quedado ciegas. Bella como una estatua que desdeña la lepra del tiempo, murió el 28 de noviembre de 1987, como quien se marcha de puntillas de un país que ya no es el suyo. Sobrecoge comprobar que los periódicos que habían acogido su firma durante años no le dedicasen ningún panegírico, ni siquiera una desangelada nota necrológica. Y los muchos colegas que tantas veces le habían pedido ayuda económica y consuelo moral en las dificultades no tuvieron la delicadeza de dedicarle unas palabras agradecidas, unas palabras afectuosas, unas palabras meramente justas. Tal vez el recuerdo de Elisabeth Mulder los señalase y abochornase; tal vez, al evocarla, tuvieran que enfrentarse a su propio pasado, con su repertorio de cambios de chaqueta y servilismos abyectos, que los empujó a ser abnegadamente franquistas con Franco y arrebatadamente demócratas con la democracia, españolistas y catalanistas, castizos o cosmopolitas según dictasen las modas y las subvenciones. Y aquella Elisabeth Mulder, siempre quieta en su sitio, delataba sus traiciones y componendas.

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