Elisabeth Mulder - Sinfonía en rojo

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En
Sinfonía en rojo reúne una muestra de todos los géneros que Mulder cultivó, desde la poesía a la novela, pasando por el cuento y el artículo periodístico, completando así una visión panorámica de una obra de gran originalidad y valía literaria. Se incluye completa la notable novela
La historia de Java, que merece figurar por méritos propios en la historia de la literatura española del siglo xx, y sus mejores cuentos, de aire chejoviano, que rozan la perfección.Juan Manuel de Prada se ha encargado de la selección de los textos y del estudio introductorio. Convirtió a Elisabeth Mulder en uno de los personajes de su libro
Las esquinas del aire; desde entonces ha reivindicado la obra de esta gran escritora injustamente olvidada.

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Debo decir que yo nunca invento simplemente. Mi oficio es escribir, mi vocación observar. Mis personajes no están inventados ni fotografiados, sino reconstruidos con el material de mi observación y el filtro de mi experiencia. Son la verdad de mi verdad. He materializado en ellos, en cada uno de ellos, mi andar por el mundo y lo poco o mucho que haya podido aprender contemplando. Cuando creo un personaje, no hago más que poner en movimiento alguno de los mil resortes humanos que he visto funcionando alguna vez. Pero no he calcado vidas ni hechos, no he prescindido de contribuir con la propia creación, es decir, con mi sustancia de novelista, al cuerpo de mi obra».

La segunda objeción que se hizo a Elisabeth Mulder la ejemplifica el crítico Eugenio de Nora en su obra La novela española contemporánea, en la que toma partido sin ambages por una literatura de tipo social. Nora se ocupa de la narrativa mulderiana minuciosamente, destacando a su autora como «la primera posibilidad de gran novelista que una mujer haya ofrecido entre los escritores españoles, en lo que va de siglo». Sin embargo, le reprocha cierta tendencia a la «evasión poética», a un peligroso «proceso de literaturización» y embellecimiento que, a juicio del crítico, podría tener su raíz última en «una escondida conciencia aristocratizante de selección espiritual que, paradójicamente, dificulta y aun impide el acceso a zonas “absolutas” de lo humano —universal del espíritu—. En otras palabras, creemos que, pese a la inteligencia alerta y el refinamiento cultural de la autora, se produce en sus novelas un sutil deslizamiento, a través de la estética, hacia una psicología, tipos, problemas, conflictos y sentido o sentimiento total y final de la existencia, confinadamente distinguidos, imperceptiblemente esnobs, ornamentales, de sociedad y clase semiociosa y confortable». En la conferencia ofrecida en el Ateneo que más arriba citábamos, Elisabeth Mulder responderá magnífica y displicentemente a estos desvaríos ideológicos citando a su amiga Consuelo Berges: «La verdad es que el mundo novelístico que un autor presenta no necesita nunca perdón, al menos como tal mundo novelístico; y si el novelista mismo puede necesitar perdón, no será por el material humano que presenta, sino por presentarlo mal».

También será el veredicto siempre lúcido de Berges el que nos sirva para introducir una faceta muy importante del talento narrativo de Elisabeth Mulder. Veíamos antes cómo, en su metamorfosis de poeta a narradora, tuvieron mucha importancia sus colaboraciones en las revistas Lecturas y Brisas, donde pudo ejercitar sus dotes para el cuento, un género que nuestra autora nunca descuidó. Como afirma Consuelo Berges, «en la ceñida estructura del relato breve se destaca particularmente la maestría de Elisabeth Mulder». Y añade una anécdota que caracteriza a la perfección a esos adulones de los que no se conoce ni una mala palabra ni una buena acción:

«Un gran poeta catalán —y no lo nombro porque el juicio se formuló en privado— dijo una vez que algunos cuentos de Elisabeth Mulder podía firmarlos Chéjov. Me gustaría tener su autoridad para decir lo mismo en público sin que pudiera atribuirse a exageración de la amistad. Pero de todos modos lo digo. Y parodiando a José Bergamín en sus agudísimas inversiones de refranes y proverbios —“Pasión no quita conocimiento: lo da”—, me curo en salud y replico de antemano y por si acaso que amistad no quita conocimiento: lo da».

En 1941, año especialmente prolífico en el que también entregó a la imprenta su novela Preludio a la muerte, Elisabeth Mulder publica Una china en la casa y otras historias (Barcelona, Ediciones Surco), una colectánea de seis cuentos de asunto diverso, unificados por una mirada muy sibilinamente misógina. Algunos, como «La medusa dormida» o «Muerte de un esteta», narran la destrucción o anulación de hombres débiles o idealistas a manos de mujeres dominantes y prácticas; otros, como «Una china en casa», ofrecen otra faceta menos hiriente de las relaciones conyugales. Pero siempre subyace en ellos una mirada muy poco benigna sobre las figuras femeninas, que aplastan los anhelos de sus maridos y los obligan a sobrellevar una vida de rutina y sojuzgamiento, y en algún caso a renegar de sus pulsiones artísticas, que es tanto como dejarse morir. «El viaje a Venecia», uno de los mejores cuentos del libro, nos ofrece un retrato femenino de gran finura; y constituye una indagación virtuosa (y a la vez discreta) en los mecanismos psicológicos del desvalimiento y la frustración sentimental.

No es muy distinto el tono de los relatos contenidos en otro volumen excepcional, Este mundo (Barcelona, Editorial Artigas, 1945), donde de nuevo vuelve a sumergirse Elisabeth Mulder en los mares abisales de las psicologías torturadas. El clima de pasiones turbias y reprimidas de «El magnífico rústico» —que, por su extensión, podríamos considerar novela corta antes que cuento— recuerda los dramas sureños de Tennessee Williams. En «Ruptura» asistimos a los veleidosos cambios de actitud de una mujer madura que acaba de apuntillar su relación con el hombre que la adora para volver a sus brazos apenas media hora después. «La gloria de los Lebrija» vuelve a mostrarnos a una de esas mujeres posesivas que logran anular por completo a sus maridos y hacer profundamente infelices a sus hijos, pensando que se desviven por ellos. «La pesca del salmón», quizá el mejor relato del volumen, narra la espera tozuda de Nacho, un rudo y cabal hombre de mar a quien su novia Luisa abandonó años atrás, volviendo convertida en una actriz de cine. Son todos ellos cuentos en los que el asunto realista está sublimado por un efluvio de discreta magia que constituye la mejor marca de estilo de Elisabeth Mulder. Y en casi todos vuelve a detectarse un tono irónicamente misógino que a un lector empachado de corrección política podría desconcertar. Pero la verdadera literatura trata sobre la condición humana, no sobre las idealizaciones ideológicas que cada época impone como catecismo de consumo obligatorio. Y a una escritora como Elisabeth Mulder, que tantas incomprensiones tuvo que arrostrar para imponer su vocación sobre todo tipo de prejuicios sociales, nadie puede darle lecciones.

No podemos concluir este repaso a la narrativa mulderiana sin referirnos a sus incursiones en la literatura infantil. Los cuentos del viejo reloj (Barcelona, Juventud, 1941), escritos —según la propia autora reconoce en la dedicatoria del libro— para solaz de su ahijada, son auténticamente magistrales: personajes como el Zorro Hambrón —una versión menos truculenta del Lobo de Caperucita que se contenta con devorar gallinas— o los tres gigantes tristes, Pilón, Pilán y Pilín, a quienes la Bruja Requetepérfida ha castigado a perpetuidad con un encantamiento que los hace llorar sin descanso —sus lágrimas anegan las cosechas, sus suspiros arrancan las casas de sus cimientos—, sugieren el aroma clásico de los cuentos de Perrault o los hermanos Grimm. Nunca falta en estos cuentos una subterránea ironía que el lector adulto sabrá apreciar. La última obra de Elisabeth Mulder, escrita cuando ya una ceguera progresiva llenaba de telarañas su mirada clara, fue Las noches del gato verde (Salamanca, Anaya, 1963), que cuenta las andanzas de un niño llamado Miguelín, cediéndole la voz narrativa; los efectos cómicos y la mirada sarcástica sobre el absurdo mundo de los adultos que nos ofrece la autora a través de este recurso son, en verdad, regocijantes.

Antes, durante los años cincuenta, Elisabeth Mulder se dedicaría sobre todo a la traducción y mantendría colaboraciones un tanto guadianescas —casi siempre de asunto estrictamente literario— en diarios tan conspicuos como ABC o La Vanguardia. También se hará cargo durante algún tiempo de la sección «Letras inglesas» de la revista Ínsula, donde publicará una serie de artículos de crítica literaria llenos de perspicacia que tal vez sean sus mejores colaboraciones periodísticas. El apagamiento paulatino de su vista y cierto apartamiento voluntario de la autora, refractaria siempre a los compadreos, irían relegándola poco a poco en los ambientes culturales. Solo algún jovencito enciclopédico se acercará hasta su residencia de la Bonanova para rendirle pleitesía; es el caso de Francisco Rico, niño prodigio de la filología, que en 1959 firmará15 una entrevista-reportaje de la que reproduzco aquí algunos pasajes:

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