Java llegó casi al borde de la rama y miró abajo. Una distancia peligrosa la separaba del suelo. Todavía sonaban las voces dislocadas de las gentes y le parecieron grotescas. Volvió a medir la distancia de la rama al camino. ¿Qué importaba? Era su hora. No se trataba aquí de una aventura, de una escapada juvenil. No. Como los reyes, los genios y los dioses, Java no tenía juventud. Esto era su destino, esto era el Signo.
Y con la gloriosa obstinación de los idealistas, cerró los ojos y se dejó caer.
Pasaron algunos años durante los cuales Java, «la gata salvaje», quedó convertida en una especie de leyenda. Mil veces se intentó darle caza porque sus saltos inconcebibles e inesperados asustaban a caminantes y leñadores, y porque de noche, cuando surgía en algún recodo del camino o rondaba insidiosamente junto a algún caserío, sus ojos hacían creer en fantasmas y aparecidos, en brujas y chiribitas, y las muchachas que estaban en edad de temer al demonio cruzaban las manos sobre sus senos tiernos y huían aterrorizadas gritando: «¡Ave María purísima! ¡Lucifer! ¡Lucifer!». Y luego eran las mismas muchachas que en los atardeceres lloraban sin saber por qué.
Cuando los perros de guardia mezclaban a sus ladridos un tremante ulular de inquietud y tiraban frenéticamente de sus cuerdas hasta estrangularse, los hombres decían: «Es que huelen a la maldita gata», y salían a la puerta de sus casas buscando su rastro.
Se habían organizado varias batidas para cazarla como si fuera una bestia feroz, y habían resultado otros tantos fracasos. Java tenía un instinto prodigioso para el peligro y ninguna de las escopetas que salieron en su busca logró descargarse jamás en su cuerpo escurridizo. Tampoco cayó en las trampas que le pusieron ni comió el veneno que le prepararon. Los seis meses de convivencia con los hombres le habían enseñado la desconfianza y el desdén de las apariencias.
Pero a veces, durante meses y meses, nadie sabía nada de ella. Se retiraba a las montañas, refugiándose en algún peñascal remoto, en algún abismo tapizado de áspera verdura o cualquier cumbre gimiente, de árboles desmelenados por el frenesí de los vientos. Y allí vivía, en paz de cuerpo y de espíritu, bebiendo la dulzura de las grandes soledades.
Cuando regresaba a los bosques de la planicie los hombres le parecían más vulgares que nunca. Eran vulgares en sus voces y en sus gestos. Su bondad era vulgar. Y su crueldad era vulgar. Cuando ella atormentaba con su olor a los perros de guardia y estos cumplían su deber, y aullaban y tiraban furiosamente de sus sogas o cadenas denunciando la odiada presencia, los hombres salían y les daban una patada para que se callasen. Los hombres eran estúpidos y Java se vengaba de su estupidez dos veces al año robándoles sus estúpidos gatos, aquellos gatos «humanizados» que se habían dejado poner lazos y cascabeles.
Ella no los llamaba nunca, no los solicitaba, pero en febrero y en junio los gatos acudían, temblorosos y mayantes, buscando a la sirena de quien el aire que venía del bosque les había hecho confidencias voluptuosas.
Pero el amor de Java no se conseguía a la fuerza, y los gatos no tardaban en tener pruebas de ello. De entre sus garras poderosas, de entre sus crueles dientes, salían convertidos en piltrafas sanguinolentas. Java era mucho más fuerte que ellos, que se habían empobrecido a la sombra del hombre; y además tenía el recuerdo de aquel primer amor que habían querido imponerle, y cuando ese recuerdo tornaba a ella en las horas calenturientas del celo, veía rojo y vengaba su juventud en cualquier «guapo mozo» que se hallara a su alcance.
Y algunos de los gatos malheridos tenían fuerzas para huir, y huían, y otros se acostaban sobre la hojarasca y se morían con resignación.
Entonces Java partía despacio, oliendo el aire que tenía acres efluvios de sangre, o se echaba sobre el lomo, replegaba las patas y tendía el vientre a la luna.
Algunas veces había cedido a algún gato rebelde, perseguido y fantástico como ella, pero lo había hecho sin sumisión, y cuando las solicitudes del macho se prolongaban demasiado les ponía fin a dentelladas y zarpazos, venciéndolo y alejándose de él con su andar de bailarina de Batavia. Las citas de amor con Java sólo podían producirse cuando ella las fijaba.
Había tenido algunos hijos de esas pasiones fugaces, y en cuanto les había enseñado a buscarse el sustento y a valerse a sí mismos los abandonaba, olvidándolos con la misma facilidad con que había abandonado a sus padres. Java volvía pronto a ella misma, con el fervor de las estrellas, las soledades y los vientos alisándole el dorso ondulante que el amor había erizado.
Era abril, y el aire azuleaba en las cimas. Java lo olía, siguiendo rastros oscuros que se perdían de pronto, diluidos en mil perfumes, naufragando en la exudación de las corolas. Los pájaros, febriles criaturas que siempre tenían prisa, soñaban ya sueños arquitectónicos mientras volaban en busca de oquedades habitables, de setos y de árboles en las axilas de cuyas ramas pudieran colgar sus absurdas viviendas, entregándose al frenesí doméstico en medio de cataratas líricas. Los pájaros eran unos seres sentimentales y atolondrados. Java los observaba con curiosidad y, cuando tenía hambre, los comía sin escrúpulo.
Andando de aquí para allá, al capricho del aire insinuante, llegó al borde de un abismo donde la montaña quedaba cortada de pronto, sobre el valle. Como suspendida al extremo de una inmensa percha roqueña, Java contempló la planicie, sobre la que el cielo ligero se estriaba de largas cintas formadas por nubecillas blancas y leves semejantes a transparentes regatos llenos de sinuosidades y de meandros.
Y sintió que la planicie la llamaba.
Abajo, el bosque estaba tibio y olía a fecundación. La hierba nueva asomaba, brillante de rocío, entre residuos de hojas otoñales, entre podredumbres y fermentos del humus generador.
Java recorría el bosque con delicia, posando sus patas delicadamente, escuchando los mirlos, mirando las diminutas orquídeas degeneradas que erguían sus extrañas caperuzas, aspirando el polen, siguiendo los giros obstinados de los coleópteros, soltando ocasionales zarpazos a los insectos de alas crujientes que venían, desvergonzados, a agitarle los élitros en los bigotes.
De pronto, cuando empezaba a cansarse de las muecas de una ardilla y se disponía a trepar al árbol donde se hallaba para darle una lección de compostura, oyó un ruido que la detuvo en seco. El ruido se repitió y se repitió. Java lo escuchaba, anhelante, con una pata en el aire, las orejas puntiagudas, el rabo paralizado. ¿Qué era aquello? Un gemido. Pero ¿quién gemía así? Era un lamento pobre, claudicante, sin rebeldía. ¿De dónde llegaba ese lamento impúdico? Ningún animal del bosque, de las cimas o de los valles gemía con esa falta de grandeza. Así sólo se quejaba el hombre; y «aquello» debía de ser un cachorro de hombre.
Pronto dio con él. Era una niña. Se había cogido un pie en una trampa, habiendo logrado librarse de ella a fuerza de tirones. Y ahora estaba sentada en el suelo, cogiéndose el pie entre las dos manos, meciéndose rítmicamente y llorando. Java miró en todas direcciones, olió el aire. No; no había nadie más por los alrededores, la niña estaba sola. Y de un salto se presentó ante ella.
Entonces ocurrió una cosa extraña. En lugar de huir, la niña, que sin duda no conocía la historia de Java, cesó de pronto de quejarse, miró a la gata con unos ojos inmensos en los que las lágrimas se habían quedado inmóviles, y alargando un bracito endeble como las ramas nuevas, juntó los dedos y dijo:
—Mish… mish…
Toda la niñez de Java se le subió al cerebro en una oleada de sangre. ¡Aquellos chiquillos, aquellas manos, aquellas voces!
Читать дальше