Elisabeth Mulder - Sinfonía en rojo

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En
Sinfonía en rojo reúne una muestra de todos los géneros que Mulder cultivó, desde la poesía a la novela, pasando por el cuento y el artículo periodístico, completando así una visión panorámica de una obra de gran originalidad y valía literaria. Se incluye completa la notable novela
La historia de Java, que merece figurar por méritos propios en la historia de la literatura española del siglo xx, y sus mejores cuentos, de aire chejoviano, que rozan la perfección.Juan Manuel de Prada se ha encargado de la selección de los textos y del estudio introductorio. Convirtió a Elisabeth Mulder en uno de los personajes de su libro
Las esquinas del aire; desde entonces ha reivindicado la obra de esta gran escritora injustamente olvidada.

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Hacía muchos años de eso, pero ella recordaba que aquellos animales eran sabrosos y que le gustaban. Volvió a oler este, y se decidió a comerlo, cogiéndolo entre sus patas, delicadamente, y clavándole los dientes a pequeños bocados, sin desconfianza, con delicia, ¡ella, que desde que huyera de aquella misma casa no había aceptado otras viandas que las cazadas con su propio esfuerzo!

Y al día siguiente volvió y había otro pescado aguardándola, y al día siguiente otro, y otro al día siguiente. Y ocho días después estaba también el hombre rubio.

Se miraron de nuevo. A Java le pareció blanco y fluídico, ondulante como una sombra. Y amó su rostro porque era dulce y hermético.

No tenía miedo, pero se sintió súbitamente tímida y huyó como si lo tuviera.

Cuando volvió al día siguiente, el hombre rubio tenía el pescado en la mano y se lo ofrecía en silencio. Java avanzó lentamente. Antes de llegar al hombre lanzó un mayido prolongado y profundo, tan tembloroso que su propio acento la conmovió.

Y se sintió perdida.

Él la esperó noche tras noche todo aquel verano bajo la parra, y en el primer día frío del otoño, cuando la huerta era toda ocres violentos y oro suave bajo un cielo duro, terso y sin sonrisa, dejó un poco abierta la puerta de la casa en invitación silenciosa. Ella comprendió y entró despacito, con cierta vergüenza, y fue a restregarse confiadamente contra sus rodillas.

Cuando llegó el invierno continuó viniendo. Él estaba sentado ante la chimenea de leña, leyendo, o sin hacer nada. Java se tendía a sus pies, frente al fuego, y los dos miraban las llamas silenciosos e inmóviles, soñando sus brumosos sueños. Y alguna vez Java entreabría los ojos y le miraba.

El hombre rubio tenía unas manos afiladas y sensibles. A veces se inclinaba sobre la gata y las deslizaba dulcemente por su lomo nervioso o por su vientre tibio y estremecido, hablándole con unas palabras que eran ligeras como el aire de la montaña. Ella cerraba los ojos con blandura, escondía las zarpas y sentía que la garganta se le hinchaba de sonoridades melosas y borboteantes.

Y así fue como Java conoció la adoración.

A veces había gente con el hombre rubio. En la casa bailaban, reían, bebían.

Entonces Java se escondía en la huerta y permanecía quietecita, esperando horas y horas, con las orejas aguzadas, atenta a cualquier sonido, y oliendo el aire.

Desde su escondite oía la música sincopada o voluptuosa del gramófono, charlas confusas que se apagaban pronto; voces silbantes como el murmullo de los juncos verdes en las ventiscas primaverales; cantos truncados de risas breves, tintinear de copas, chascar de fósforos, y, por encima de todo, la voz acidulada de él.

Cuando todos se habían ido, hombres y mujeres; cuando Java, siguiéndolos desde lejos, con miradas celosas y despectivas, los había visto partir, entraba en la casa e iba sigilosamente en busca de él, sin reproches.

Él la esperaba. A menudo había apagado las luces, y Java veía la lucecita de su cigarrillo como un ojo congestionado en la sombra. La habitación estaba densa de una atmósfera indefinida, y a veces, por una ventana que él había abierto, entraban las livideces y el aire agudo del amanecer.

La gata se acercaba al hombre y él sonreía con una sonrisa amplia y triste, un poco dura, como las noches de luna demasiado blanca, que recortan ásperamente el perfil de las sombras. Era un hombre remoto. Java lo amaba por quimérico y él la amaba por ser una criatura de las grandes soledades y más fuerte que él.

Y cuando la sentía acercársele arrojaba lejos de sí inquietudes y morbosidades, cesaba de experimentar el terror de su propia compañía humana y la degradación de la ajena, sonreía con hastío a las cosas asequibles y tendía hacia Java una mano temblorosa y fatigada que olía a tabaco, a alcohol y a perfume de mujer.

Una noche fueron a ver el mar. Ella le seguía confiadamente, dando saltos absurdos en la sombra, deteniéndose de pronto como si meditase, o entornando los ojos y oliendo el aire. Iban por atajos alfombrados de hierbas olorosas, atravesando bosques de pinos y de limoneros. Poco a poco se acercaron a un terreno rocoso, de aguda pendiente. Subía de abajo una voz ronca y estallante, que no tenía la dislocada ondulación del viento, sino una cadencia monótona y mesurada. Pero era una voz llena de sugerencias y de apasionantes temblores.

Java se detuvo a escucharla, exaltada y temerosa a un tiempo, hasta que el hombre rubio le dijo unas palabras. Entonces siguió con él hacia delante.

Le parecía que el monstruo de voz grave iba a atacarla de un momento a otro, y avanzaba con precaución, dispuesta a saltar al primer contacto y defenderse. Pero según se acercaba a la voz honda, esta se hacía más insinuante, más acariciadora su ronca monotonía, y de pronto, al tocar la playa, Java cesó de tener miedo y sintió que el aire salitroso, que la suavidad de la arena, que la voz del invisible monstruo la llenaban de una exultante alegría, de un gozo que corría por ella en oleadas calientes y embriagantes.

Y se puso a dar brincos en la playa, estirando sus músculos, hundiendo las uñas en la arena, loca de una locura dulce y joven que la emocionaba.

Buscó los ojos azules en la sombra, ávida de un reflejo que le devolviese su propia exaltación.

Pero el hombre rubio los tenía fijos en la silueta iluminada de un barco que pasaba, y a la luz de los astros eran de un azul de hielo, secreto, inmaterial.

Cuando regresaron amanecía ya, y en el viento gregal se fundían el mar y la montaña.

Luego vino aquella que también tenía los ojos verdes, y Java la odió.

La sorprendió una noche bailando con el hombre rubio. Como él, era blanca y ondulante, pero no tenía el rostro hermético y su voz no era acidulada, sino melosa y espesa como el zumo que chorreaban los higos maduros en las horas tórridas del mediodía.

Nunca había entrado Java en la casa cuando había gente en ella, pero aquella noche entró y, agazapada bajo una butaca, miró rostro por rostro, desconfiadamente, pero sobre todo el de la mujer que tenía los ojos verdes.

Java no comprendía qué locura o qué fiebre sacudía a aquellas gentes. Bailaban un baile cruel, al son de una música lánguida y perversa que a veces se hacía lamento y a veces aullido de animal en celo. Y entre vahos de perfumes mareantes y destellos de luz descompuesta que escapaban del cristal de las copas; entre risas estallantes y quebradas, o guturales, densas y sostenidas, las voces de hombres y mujeres se entrecruzaban en frases sinuosas y, para Java, sin sentido.

De pronto alguien la descubrió bajo la butaca, y la señaló apuntándola con un dedo insolente. Java hubiera huido, pero no huyó porque estaba allí aquella que también tenía los ojos verdes.

—¡Mirad! Un gato.

—¡Oh, oh! A nuestro amigo le gustan los gatos.

—¿Y por qué no? También le gustaban a Richelieu.

—Y a Coppée…

—Y a Hugo.

—Los gatos han tenido un gran pintor: Gottfried Mind.

—¿Y cuántos poetas? Muchos poetas.

—Baudelaire, Poe, Gautier…

—Los gatos son amigos de las brujas, cuando no brujas metamorfoseadas en gatos.

—Por eso la Edad Media les fue hostil.

—Y Grecia, a quien sólo interesaban las diosas rosaditas, indiferentes…

—Pero el Oriente es misterioso, trágico y nocturno como ellos, y supo acogerlos.

—Algunos pueblos antiguos sentían su atracción. En Egipto…

—Ya sabemos: representaban a la diosa Pasht.

—En Tebas han aparecido muchas momias de gatos.

—¡Animales de pesadilla! Son odiosos.

—Criaturas de ensueño. Son delicados.

—El caso es que a nuestro amigo le gustan. Él también es un poco felino.

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