Java salió a la huerta, turbada, y saltó al brocal del pozo y se puso a mirar en el agua negra la cara de la luna.
Luego, volvió a entrar en la casa y buscó al hombre rubio. Estaba sentado con un libro abierto sobre las rodillas, pero no leía: miraba por la ventana abierta la noche murmurante y blanca.
Una rana croaba solitariamente en el arcén de algún regato. Un pájaro nocturno daba de cuando en cuando chillidos espasmódicos. Un grupo de falenas grises evolucionaba ante la ventana.
Y el aire era untuoso y venía del mar. Java lo olía con placer y también el hombre rubio lo aspiraba deleitosamente. En las finas aletas de su nariz había una vibración sensual y anhelante.
Tal vez pensaba en la silueta iluminada de un barco en marcha a través de la noche. Tal vez seguía con la imaginación un camino movible tendido a un punto misterioso como él. Tal vez imaginaba otro cielo, otro país, la sonoridad extraña de otro lenguaje. Pero era un hombre remoto. Y extranjero en cualquier parte.
Java pasó algunas horas en contemplativo análisis, tratando de descifrar su frente, tratando de descifrar sus ojos. Y amando más que nunca la continuidad de su hermetismo.
Por la mañana, muy temprano, todo el mundo estaba levantado en la casa. Java oyó reír a las sirvientas, que se movían nerviosamente, preparando cosas. Y vio de nuevo los dos cestos. En uno de ellos su hijo se había quedado dormido, sin rebeldía. Java salió a la huerta y dio un mayido largo, hondo, que todos oyeron y que nadie comprendió.
Luego, dolorosamente, casi arrastrándose, huyó a las montañas.
Y no volvió más. El hombre rubio la esperó, la llamó, la hizo buscar por los alrededores. Demoró su partida, dejó abierta día y noche la puerta de su casa. Inútilmente. Ella estaba embriagándose en las cimas, bebiendo el licor de las grandes soledades.
Al cabo de algunos días el hombre rubio comprendió que Java no regresaría, que era siempre más fuerte que él. Y amándola cada vez más por la continuidad de su fuerza, partió, llevándose al cachorro.
Aquel otoño el viento tenía una violencia frenética. Desnudó con prisa los árboles de las cumbres, que mostraron precozmente su esqueleto bajo el cielo todavía clemente y luminoso; precipitó la decadencia de las últimas flores, ayermó los prados y levantó grandes tolvaneras blancas en los caminos, ardorosos aún, como trashogueros que mantuvieran vivo el calor del verano.
Había habido una breve época de sequía, con un sol duro y un aire caprichoso que no atraía a las nubes; los ríos calmaron la aceleración de su pulso aun en el alud del rabión, y las fuentes enmudecieron. Luego, una tarde, subieron del mar unos vapores densos que se estacionaron sobre los bosques, y en lugar de disgregarse, aventados por el aire impaciente, fueron aturbonándose y ennegreciendo hasta que estalló la primera tormenta.
Java salió a recibirla en la desolación de un ventisquero.
Durante muchos días el firmamento estuvo enfurecido, y luego vinieron unos crepúsculos apasionados, que inyectaban de rojo el azul sonriente. Y vinieron unas noches de luna dilatada.
Java vivió esos días y vivió esas noches tendida junto a un abismo desde donde se veía el mar, o vagando por las escarpadas sinuosidades de la montaña, lentamente, porque ahora se cansaba pronto. Pero seguía fielmente el signo de las cimas, de las estrellas y de los vientos. Java era siempre una criatura de las grandes soledades.
Una tarde muy fría, cuando el último oro del otoño se cubría de ceniza, sintió que su cuerpo era demasiado viejo y se helaba irremisiblemente.
Java no comprendía por qué milagro la montaña se había transformado, iluminándose de pronto, vistiéndose de fragancia y de primavera. Y ella no estaba en la montaña. Tenía seis meses y se hallaba balanceándose en una rama que pendía sobre un camino blanco, ante un paisaje maravilloso que veía por primera vez. Tampoco estaba sola. Un hombre sin rostro le acariciaba el lomo y le cogía la cabeza entre dos manos flotantes y fluídicas. Este hombre hablaba con la voz de la luna, y era transparente, y sereno, y sin sombra. Java no sabía cómo expresarle su gratitud por haber venido a ella en esta hora, cuando oyó que él le decía: «Gracias por haber venido a mí en esta hora»…
Entonces volvió en sí. Estaba todo muy oscuro. Debía de ser tarde ya.
Y abrió mucho los ojos para ver los primeros astros del anochecer, y tembló un poco, y unos instantes después estaba muerta.
De UNA CHINA EN LA CASA Y OTRAS HISTORIAS (1941)
Una china en la casa
Aunque Pablo no era ya un niño —en realidad iba a cumplir treinta y cinco años—, todavía no había perdido aquella maravillosa propensión al asombro que Berta adoraba. «Hija mía, conseguí un tarro de mermelada de rosas, de la auténtica, ¿sabes?, directa de Budapest, y se la serví con el té… ¡Hubieras visto su asombro!» O: «Ayer pescamos el primer chubasco de abril. Fuimos al campo y de pronto, ¡figúrate!, unas gotazas que se desprenden de ninguna parte, porque el cielo estaba maravillosamente azul… No sé por qué hablan de esas lluvias menudas de primavera. Pero ¡oh, qué dulce era el olor de la tierra y qué ácido el sabor del aire! Pablo estaba asombrado». Berta subrayaba con delicia los asombros de Pablo. Vivía pendiente de ellos, espiándolos, y cuando descubría uno, apenas nacido lo asía triunfalmente y su corazón se esponjaba de gozo. Aquella capacidad de maravillarse que tenía su marido le parecía algo dulce, tierno, en un hombre como él: un metro ochenta de alto, mandíbula determinada, ojos de acero. Le parecía algo infantil. Y aunque Berta no había creído nunca que hubiera asomo de verdad en la general creencia de que las mujeres ven en todo hombre al niño, reconocía que en los asombros de Pablo hallaba tal vez un perfecto equivalente de la noche de Reyes del hijo que no había tenido.
Pero aquella tarde cuando, al volver de la oficina —mucho más temprano que de costumbre—, Pablo le dijo: «Berta, escucha, tengo que decirte una cosa asombrosa…», le envió una sonrisa a flor de labio, musitó «luego, luego…» y continuó con sus trajines. Esperaba visitas. Y de pronto le había parecido que en toda la casa no había una sola flor lo suficientemente fresca. Decidió cambiarlas. Iba y venía del jardín trayendo flores, flores húmedas, a medio abrir, que colocaba en los vasos pensando en el colorido del conjunto, sacando esta de aquí y poniéndola allá, comparando efectos. Era absurdamente feliz. Pensando en lo feliz que era se estremecía deleitosamente. Lo tenía todo, todo. Un marido perfecto, al que adoraba; una casa alegre, y discretamente elegante; un servicio maravilloso, que parecía invisible; la suficiente cantidad de dinero para poderse permitir caprichos extravagantes dos o tres veces al año por lo menos; un amable círculo de amistades de la exacta medida precisa: ni demasiado amplio ni demasiado limitado. Y aquel invierno iban a ir a Grecia, y el nuevo coche era una delicia… Berta sentía aquella tarde que sus poros rezumaban felicidad, que su corazón estallaba de deleite. Un sentimiento inefable la embriagaba. Repetía la palabra para sí misma, corriéndola en los labios, como quien paladea un bombón: «Inefable… Inefable…». La vida era tan buena con ella que le inspiraba un dulce terror. Lo tenía todo, todo…, ¡y tantas mujeres no tenían nada! Berta sentía su corazón hincharse de ternura, deseando dar tanto como recibía. Le gustaría hacer algo grande, bello, tener un gesto que fuese un impulso espontáneo y puro, limpio de todo interés, rebosante de auténtica generosidad. Necesitaba un sacrificio urgentemente. Si no se sangraba con la lanceta de una buena acción inmediata, la felicidad iba a agolpársele a la cabeza y a matarla de un ataque de apoplejía.
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