Elisabeth Mulder - Sinfonía en rojo

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Sinfonía en rojo: краткое содержание, описание и аннотация

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En
Sinfonía en rojo reúne una muestra de todos los géneros que Mulder cultivó, desde la poesía a la novela, pasando por el cuento y el artículo periodístico, completando así una visión panorámica de una obra de gran originalidad y valía literaria. Se incluye completa la notable novela
La historia de Java, que merece figurar por méritos propios en la historia de la literatura española del siglo xx, y sus mejores cuentos, de aire chejoviano, que rozan la perfección.Juan Manuel de Prada se ha encargado de la selección de los textos y del estudio introductorio. Convirtió a Elisabeth Mulder en uno de los personajes de su libro
Las esquinas del aire; desde entonces ha reivindicado la obra de esta gran escritora injustamente olvidada.

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—Berta, escúchame. Quiero contarte…

Pero ella vuelve a interrumpirle, retardando con voluptuosidad el momento de la confidencia, reservándolo como final precioso de aquel día perfecto. Ahora no tiene tiempo de prestarle la atención debida. Y piensa: «Luego, cuando todo el mundo se haya ido, me lo contará. Será una noche divina, habrá luna y saldremos a verla. El parasol del jardín proyectará una mancha de sombra acuosa, volverá a cantar el grillo aquel que tiene voz de contralto y la brisa de la noche se columpiará en el magnolio. Encenderemos un cigarrillo y yo me echaré hacia atrás en la butaca de mimbre y levantaré un poco las piernas y las contemplaré bañadas de luna: largas, largas, con una extraña apariencia vegetal, de rama, de tallo. Y de pronto la voz de Pablo aportará al silencio un pequeño estremecimiento curioso y nos inclinaremos el uno hacia el otro mezclando el humo de nuestros cigarrillos, y él dirá: “Tengo que contarte una cosa asombrosa”. Y será algo pueril, será algo…».

Pero ha sonado el timbre de la puerta y luego unos pasos, y Berta se dirige al vestíbulo exclamando al pasar junto a Pablo, que está sentado en el brazo de una butaca con la cabeza baja, ensimismado:

—Me parece que es Elena. Sí, es Elena —y un instante después—: ¡Oh, qué monería de sombrero!

Luego ha venido más gente. Berta ha estado encantadora con todo el mundo. En cambio Pablo se hallaba aquella tarde tan distraído que varias veces había sido sorprendido en flagrante delito de desatención. Su mente quedaba al margen de la charla, y sus ideas, como su mirada, parecían vagar lejos, distantes de aquel salón y de aquellas gentes. Al final queda definitivamente aparte y se repliega en sus pensamientos. Le da vueltas y vueltas a la escena de la mañana. Fue algo asombroso. Había ido a la oficina una hora antes que de costumbre porque tenía un asunto urgente que despachar y estaba el trabajo bastante rezagado. Y al abrir la puerta…, allí, en el centro de su propio despacho, arrodillada en el suelo con un aire ritual de sacerdotisa, se hallaba una mujer china. Mejor dicho: apenas una mujer, casi una niña. Y más que una niña, una flor o un pájaro, tal era su exquisita delicadeza, su fragilidad deliciosa. Iba pobremente vestida, pero emergía entre la miseria de sus ropas europeas como una figurilla de porcelana transparente.

—¿Qué hace usted aquí? —inquirió Pablo, atónito ante la extraordinaria aparición.

—Friego, señor —contestó ella con gravedad.

Y Pablo vio que, en efecto, aquella actitud ritual de la muchachita, aquellos movimientos delicados y solemnes a que se entregaba eran, sencillamente, el acto vulgar de fregar el suelo de su despacho. Esta constatación le produjo un choque doloroso, y enrojeció de vergüenza, como si el hecho de permitir que aquella criatura llevase a efecto en sus dominios una acción tan poco refinada —aunque el menor de sus gestos era de una elegancia emocionante— le constituyese en cómplice de una degradación monstruosa. Y para disimular la confusión en que se hallaba, entregose a un interrogatorio que, porque tenía a sus ojos todo el aire de una impertinencia, le confundía y turbaba más y más, si bien la chinita no parecía darse cuenta de ello y contestaba serenamente sin mostrar enojo ni sorpresa y, sobre todo —lo que a Pablo acabó por irritarle—, sin interrumpir su trabajo.

—¿Cómo se llama usted? —la respuesta fue una voz gutural que escapó enteramente a su comprensión—. No entiendo. ¿Puede traducirse eso? ¿Qué quiere decir?

—Flor del Atardecer, señor.

—¿Es un nombre japonés?

—No, señor: chino.

—Parece japonés.

—¡Oh, no señor! Es chino —había en su acento una nota apasionada, orgullosa. De pronto alzó los ojos y preguntó, como la cosa más natural del mundo pero a la vez con cierta impaciencia ansiosa—: ¿Usted no habla chino?

Pablo movió negativamente la cabeza y se sintió invadido de un súbito desaliento. No sabía chino. En realidad era de una ignorancia chocante, de una ignorancia vergonzosa. ¿Cómo, en qué había pasado su vida?, se preguntó irritado. Ni siquiera había aprendido chino. Hizo un esfuerzo por olvidar su insuficiencia y continuó preguntando, a fin de poner en claro los motivos que habían traído a la chinita a realizar en su despacho tarea tan impropia de quien más que una fregona parecía una legendaria princesa. Y con su asiática impasibilidad la muchacha le contó una historia que lo mismo hubiera podido ser la de cualquier desconocida; tan impersonalmente la narraba y con una ausencia tal de emoción que su relato resultaba a la vez inhumano y patético; pues, teniendo en cuenta su educación y su raza, percibíase que no era que la protagonista careciese de sensibilidad sino que había sido cruelmente entrenada desde niña para no cometer jamás la incorrección de manifestarla. La historia en sí era esta: sus padres, ricos señores de la China del Norte, habían sido arruinados durante una revolución. Sus bienes fueron robados, su casa destruida y la madre raptada por los saqueadores y asesinada al borde de un camino. Entre las ruinas del hogar humeante quedaron el padre malherido —le habían dado por muerto— y la niña aterrorizada y silenciosa, sin una lágrima en sus ojos desmesuradamente abiertos. Luego, cuando el padre sanó, hubo que buscar el medio de no perecer totalmente de hambre, y cuando uno tras otro todos los intentos de hallar trabajo fueron fracasando, apareció una troupe de acróbatas que partía hacia una gran ciudad del sur y el padre se presentó a ella y preguntó si necesitaban un hombre más. Le miraron de arriba abajo, le palparon los músculos, comprobaron su resistencia física. Sí, necesitaban un hombre como él. El padre se sometió estoicamente a un entrenamiento feroz, y cuando la caravana de titiriteros partió hacia el sur, él y su hija partieron con ella. La troupe trabajó algún tiempo en China y después fue contratada para un circo de Europa. En Europa habían permanecido algunos años, de ciudad en ciudad y de circo en circo. Y ahora en uno de esos circos…, hacía exactamente diez días… —la voz de la chinita vaciló un segundo, arrastró las palabras con fatiga, cambió de tono; luego, bruscamente, recobró su impasible normalidad—, hacía diez días que su padre se había matado. La cuerda de un trapecio había cedido, nadie sabía cómo. Y allí, en la pista, había quedado el padre, con el cráneo roto.

—¿Y usted?… —inquirió Pablo confusamente—. ¿Usted?

La china se encogió de hombros.

—¡Oh! Yo… no había trabajado nunca. Mi padre no había querido que trabajase en nada. Decía que yo era —lo dijo con una naturalidad fría—, que yo era demasiado exquisita para cualquier trabajo de esos que sirven para ganar dinero y para vivir. Me quedé sola y sin saber qué hacer de mí misma. Una de las mujeres que limpian el circo donde mi padre se mató me llevó a su casa aquella noche. No me gustaba su manera de decirme «pobre niña, pobre niña», pero el silencio rencoroso de los compañeros de mi padre tampoco me gustaba. A veces se necesita oír una voz que sea… La mujer se llama Elvira. Es bonito «Elvira», ¿verdad? Pero a nosotros, los chinos, no nos dice nada, nada absolutamente… Y ahora la pobre Elvira está enferma. Le duele aquí y aquí. El médico viene a verla y cada vez mueve la cabeza y dice: «No, Elvira, usted no puede trabajar; no, no, de ningún modo…». Entonces yo me he puesto a hacer el trabajo de Elvira. Sí. Por eso estoy aquí. Ya siempre más haré el trabajo de Elvira.

Terminada su explicación, la chinita se concentra toda en su trabajo y parece olvidarse de Pablo, que la contempla atónito, desconcertado. Aquella sensación de vergüenza vuelve a apoderarse de él, y ha de apartar los ojos de los dedos de la muchacha porque son afilados y pálidos, y el agua del cubo en el que entran y salen, turbia, gris.

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