La noche es titilante y el perfume del magnolio capcioso. Pablo y Berta fuman en silencio y Berta piensa: «¡Oh!, Dios mío, esta felicidad me ahoga, esta felicidad me mata. Siento mi corazón saturado, rebosante de deleite. Permíteme hacer algo con que pagarme esta felicidad, Dios mío; algo grande, algo bueno, algo generoso».
Pablo, de pronto, se vuelve hacia Berta y con una voz más apagada que la suya habitual le dice:
—¿Querrías, Berta…, querrías recoger a una pobre niña huérfana, sola, mísera?
—¿Cómo? ¿Una…? —«¡Dios mío! ¡Me has oído, me has oído!», se dice Berta—. Sí. ¡Oh, sí, Pablo! Quiero recoger en seguida a esa pobre criatura. La adoptaré. ¡En seguida! ¿Dónde está? ¿Cómo se llama? ¿Qué edad tiene?
—¿Qué edad? No sé. Me lo estaba preguntando yo mismo. Unos diecisiete años, supongo…
—¡Ah! —una sombra de desencanto pasa por el rostro de Berta—. Diecisiete años. Ya no es una niña. Yo creía…
—Y se llama Flor del Atardecer.
—¡Qué extraordinario!
—No. Es china.
—¿China?
—Sí. Verás. Es una historia asombrosa.
—Lo parece, en efecto —concede Berta, por vez primera sin ironía. Y escucha, palpitante, toda ella en tensión.
Cuando Pablo ha terminado la historia, sólo dice, con un soplo de voz insegura:
—¡Oh!
Pablo le ha cogido las manos. Está hablando con exaltación, con fiebre. «Realmente —se dice Berta—, jamás le he visto así. ¿Y por qué me tiene las manos cogidas de ese modo? ¿Y por qué me mira con esa gratitud… con esa gratitud repugnante?».
—… Cuando la vi —dice Pablo—, cuando la vi fregando el suelo… Flor del… Atardecer fregando el suelo, figúrate. Nunca me he sentido más avergonzado en mi vida.
Berta retira las manos de entre los calenturientos dedos de su marido.
—Pues no hay vergüenza —le responde secamente— en ese trabajo. Miles de mujeres lo realizan cada día.
—¡Oh, pero no comprendes, Berta! Se trata de una criatura exquisita. Ya lo verás. Cuando la tengas aquí, contigo…
Berta saca otro cigarrillo y se lo lleva a la boca. Pero la indignación no le deja encenderlo. El cigarrillo le tiembla en los labios. Y vuelve a cogerlo y lo aprieta entre dos dedos nerviosos, agitados.
—¿Aquí, conmigo? ¿Una china?
—Podría cuidar de tus cosas, de tus joyas, por ejemplo —la mano de Pablo se tiende hacia el collarcito de perlas de Berta y sus dedos recorren las cuentas luminosas, tersas—. Esa sería una ocupación propia de Flor del Atardecer…
—¿Qué, mis perlas?
—¿Cuándo vas a buscarla?
—¡Nunca!
—Pero habías dicho… que ibas a adoptarla…
¡Qué absurdo es Pablo, qué imposible, mirándola así, sin comprender, con su mirada tonta y dolorida! Cómo decirle: «A veces las mujeres sentimos estos impulsos ciegos, estos éxtasis de fervor, cuando la felicidad se nos agolpa en el pecho y un deleite sin nombre nos oprime. Entonces haríamos cualquier cosa, cualquier locura. Pero no es digno, no es generoso, no es decente aprovecharse de ese momento de debilidad para obligarnos… para obligarnos…». Y piensa, viendo pasar las imágenes rápidamente ante ella: «Frágil, dice que es, exquisita, con algo de flor y algo de pájaro… Será como esas estatuillas de marfil, tan delicadas y ligeras que parecen de cristal dorado. Y tendrá los más bellos ojos orientales y una vocecita pueril y movimientos de un ritmo grave que contrastará del modo más misterioso y fascinante con sus diecisiete años». Pero en voz alta exclama:
—¿Yo, adoptar semejante persona, una horrible criatura de otro mundo, de otra raza…? ¡Y qué raza! De ningún modo. Me sería imposible vivir con un ser así, me moriría de terror, de… de asco. ¡Una china en la casa! ¡Qué espanto! Las chinas son torpes y son sucias y son feas y son… ¡Una china en la casa!
No puede reprimir un gesto de violencia y arroja el cigarrillo al suelo con innecesario arrebato. Los ojos le escuecen y una humedad sospechosa repta por sus pestañas. ¡Ah, si al menos Pablo no la mirase así…, si no la mirase así!
—Pero —continúa diciendo, consciente de su voz quebrada— no podemos abandonarlas, claro. A la china y a la otra, quiero decir. Si esa mujer, esa pobre Elvira, está enferma, lo mejor sería que se marchase al campo en compañía de su protegida y pasase allí una temporadita…, dos o tres años, con dinero suficiente para cuidarse y poder vivir tranquila… Mañana me ocuparé de eso.
Se calla abruptamente y aguarda. Pero el silencio de Pablo se le hace insoportable y los ojos le escuecen cada vez más y un pulso doloroso le late en la garganta. Como si huyera de todo ello, aterrorizada, echa a correr y desaparece en la casa.
Pablo se ha quedado solo, muy quieto. El aire le pesa en los pulmones como le ha pesado durante todo el día; el perfume del magnolio le oprime las sienes, la belleza de la noche mece en su espíritu una tristeza nueva, de aceradas puntas. Algo muy delicado, muy exquisito, se ha ido de su vida para siempre. Algo que hubiera dado a sus horas otro color, acaso otro sentido. Jadea angustiado un instante, con la respiración dificultosa, y luego siente que, de pronto, el aro que le oprimía las sienes se ha roto, que su pecho se dilata, que su corazón recupera el ritmo normal. Experimenta un alivio inexpresable, una tranquilidad temblorosa, como cuando se ha salvado un abismo con peligro y sin daño.
Una manchita blanca que se destaca en el suelo atrae su atención: es el cigarrillo que Berta lanzó violentamente. Berta. Una mujer aterciopelada y rubia, buena y celosa. Su mujer. El cigarrillo tiene en uno de los extremos un círculo rojo del color de los labios de Berta. Y Pablo se lo lleva a sus propios labios y lo enciende, y sonríe.
El viaje a Venecia
—Gracias, muchas gracias. Sí, ahí está bien. No, este maletín lo dejo en el asiento, a mi lado. Y la sombrerera ahí, en el de enfrente. Ya la retiraré si viene alguien. Muy bien.
El mozo de estación se marcha y María Catá se acomoda en su asiento, junto a la ventanilla, con todas sus posesiones en torno y sobre ella. ¡Qué equipaje más opulento! —piensa—. Dos maletas grandes, un maletín y una sombrerera. Y para quince días solamente… Bien es verdad que lleva en su equipaje cuanta ropa posee, de invierno y de verano. Siempre hace buen efecto, cuando se va a una pensión nueva… Esta pensión veneciana se la recomendó un viajante de la casa donde ella trabaja; pero hubieron de transcurrir muchos años antes de que María Catá pudiera utilizar la recomendación, porque sus economías no habían alcanzado aún el grado de redondez que le permitiría ir a Venecia. ¡Oh, Dios mío, aquellas economías! Era como sangrarse cada mes extrayendo de su pequeño sueldo de oficinista partículas vitales, resta de diminutos placeres, de humildes comodidades, incluso de necesidades absolutas. Pero no importaba. Ella tenía que ir a Venecia.
María Catá había comenzado muy joven aquellas terribles y deliciosas economías. Tendría entonces unos veinte años y su novio, el único que había tenido, acababa de abandonarla sin motivo. O tal vez el motivo fuese él mismo, su espíritu fantástico e insatisfecho. Era un artista. De él había adquirido María Catá sus primeros conocimientos sobre Venecia; él le había transmitido aquel amor por la ciudad marítima, aquel quererla con un apasionamiento extasiado. Y cuando él se fue, le dejó Venecia a su novia como si le hubiera dejado un hijo. María recogió el fruto cándido y le dio toda la ternura de su alma cálida, dulce. Desde entonces sólo había vivido para Venecia. Leyó cuanto libro pudo sobre ella y compró tres fotografías y un plano de Venecia que constituyeron la única decoración mural de su cuartito. El plano lo sabía de memoria, canal por canal, callejuela por callejuela.
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